Estábamos solos en la tarde
tranquila, y su pequeño corazón, al fin desposeído, había dejado de latir.
Silencio, mucho silencio a mí alrededor, en mi corazón. Lo observé largamente.
Me acerqué a su rostro: olía a almendras y chocolate, quizás a caramelo. ¡Era
tan bello su aroma, tan dulce…! y su rostro. Estaba cálido, él siempre había
sido así.
Una lágrima brotó. Los recuerdos se
tornaron agobiantes. Incontrolables. Mi mente no paraba de rememorar cada
instante y paz era lo que menos encontraba en mis pensamientos. Necesitaba
entender, aunque la claridad no llegaba.
Lo observé otra vez. Su expresión… él
era un ángel, el custodio de mi vida. Mi pecho se contrajo con aquel
pensamiento. Suspiré. Con sus apenas cinco años había sido un sol que iluminaba
mis días, aún los más tristes.
Hasta que todo empezó.
Al principio fueron detalles,
indicios mínimos que denotaban cambios en su comportamiento. Pequeñeces que
sólo una madre dedicada puede notar. Y así lo hice. Miradas de soslayo,
palabras que antes no existían en su vocabulario. Era tan pulcro y de repente,
un día me llamó “víbora venenosa”. ¿Qué se supone que debía hacer? Primero
desesperé porque jamás él…. De inmediato lo tomé del brazo y lo llevé al baño.
Le lavé la boca con jabón, por supuesto, y juntos fuimos a la iglesia a rezar.
Dios debía perdonar sus faltas.
Pero era preocupante. Si, comencé a
pensar que si a esa corta edad él debía pedirle perdón a Dios… ¿qué pasaría
luego?
"Es cosa de niños", me
decían las vecinas.
"Si, por supuesto. Pero si lo dejo…
cuando sea más grande entrará a las drogas o a una pandilla… no, la educación comienza por casa. Así decía
mi madre. Y en casa estoy yo.
Y estaba yo porque su padre… cobarde.
Luego de aquella vez, las cosas se
calmaron un poco. Mi niño volvió a ser ese ángel maravilloso al que me había
acostumbrado, el mismo que cuando era bebé. Pero luego de unos meses
aparecieron nuevamente las miradas y ciertas palabras, demoníacas palabras. Me
asusté, entré en pánico. Tal vez mi hijo escuchaba a otras personas que
hablaban así. Personas inescrupulosas, personas a las que nada les importaba.
Ni siquiera el Señor.
Comencé a rastrear cada acción, cada
lugar, todo aquello que estaba en contacto con él. Hablé con su maestra del
jardín de infantes y sólo tuvo palabras de halago para con él.
"Es un niño maravilloso, un
ángel realmente".
Así que, al parecer, no era allí
donde aprendía esa conducta. Pero no desistí, continué investigando, analizando
cada variable. Hablé con las mamás de sus amigos. No tenía muchos, pero si dos
o tres. Las mamás juraron que sus niños se portaban como ángeles y que mi hijo
era así en sus casas. Así que tampoco eran las compañías.
Pero la conducta impropia continuaba,
día a día. Y esa mirada acusatoria. Esos ojos penetrantes, oscuros que escrutaban
mi alma cristiana. En aquellos momentos comenzamos a frecuentar aún más nuestra
iglesia e incluso hablé con el Padre, le conté mis temores.
"Son los temores de toda madre…
el niño es sano, es bueno, es un ángel del Señor".
Rezamos. Rezamos mucho. Le pedí al
Señor piedad por mí, por mi hijo, por nuestras almas. Le pedí fuerzas para
sobrellevar esa carga, esos ojos, esas palabras.
Luego de ello, la calma retornó pero
esta vez fue más breve. Recuerdo esa tarde en particular. Él estaba jugando con
sus autitos en el jardín trasero de la casa y ya había llegado la hora de la
merienda. Siempre merendábamos a las cinco en punto, como cuando yo era
pequeña. Recuerdo que mamá me hacía lavar las manos con lavandina… o quizás es
lo que recuerdo. Sería jabón, sí. Pero siempre a las cinco. Ni un minuto antes,
ni uno después. Se respetaba lo que mamá decía. Sobre todo si no quería que la
tormenta se desatase… y eran oscuras tormentas.
“A merendar, cariño”, recuerdo que le
dije y él no contestó. Entonces, urgida por la hora y viendo que todo estaba
preparado, salí a buscarlo.
“Vamos, corazón mío a merendar…”,
insistí.
"No quiero, estoy jugando",
contestó sin mirarme. Sus palabras eran ásperas. Cerré mis puños para no
desesperar y le hablé calmadamente: “Pero es la hora… vamos que se enfría… mi
vida”.
"¡Dije que no quiero! Estoy
jugando con mis autos", respondió con dureza. Y me miró con esos ojos
vacíos, oscuros, que escrutaron mi alma atormentada. Acto seguido y presa del pánico por la
situación inesperada, lo tomé del brazo con fuerza e intenté llevarlo adentro.
"Dejame. ¡Dejame!", gritaba desaforado. “Va…mos aden...tro. Es.. hora
de… la merienda”, le dije mientras forcejeábamos.
Pero entonces pasó lo que jamás creí
posible que sucediera: él me empujó con violencia haciéndome trastabillar y
caer al suelo, mientras me gritaba: “Bruja, no me toques más. Te odio. ¡Te
odio!”
Fueron puñales en mi pecho. Solo pude
salir corriendo a mi cuarto a rezar. Tomé la Biblia e intenté encontrar una
respuesta que al principio se negaba a aparecer. Pero de repente, mientras
oraba por el alma de mi indefenso niño, la respuesta llegó a mí como una
Revelación y entendí de qué se trataba todo. Entendí el motivo por el que mi
ángel actuaba de esa manera y lo peor de todo, entendí que nadie más que yo lo
veía. Supe de esa manera, que debería llevar adelante yo misma aquel ritual del
que hablaban las escrituras sagradas.
Entonces, lo hice… esa tarde,
mientras él descansaba lo observé. La luz del sol se escondía y con sus últimos
destellos lo bañaba haciendo que se viera más angelical aún, y por un momento
dudé de mi decisión. Pero entonces entendí que el Diablo puede seducirte de mil
maneras y esa cara de ángel era una de sus tantas trampas.
Lo levanté con suavidad entre mis
brazos y lo llevé al patio. Allí había preparado el lugar, debajo de un árbol
centenario. Recordé cómo mi madre había hecho lo mismo cuando yo era pequeña,
“y resulté de lo más normal”, pensé. Aunque por un momento mis manos y todo mi
cuerpo se estremecieron con el recuerdo.
Suspiré. Despacio, casi como si me
faltasen las fuerzas suficientes, comencé con un rezo pero de inmediato mi
pequeño despertó y asustado, comenzó a gritar de una forma extraña. Sus
alaridos no eran de este mundo y por un instante me aterrorizaron más que el
recuerdo de mi madre y su enorme crucifijo. Un gruñido demoníaco que devastó mi
corazón, brotó de esos pequeños labios y yo recé muy fuerte, cerré los ojos y
mientras hice aquello, puse mi mano en su pequeña boca, desesperada por que
parase de vociferar.
“Ya…shhh… silencio. Dios ayúdalo…
¡silencio que no puedo pensar bien!”
Y mientras con la mano obstruía su
boca, impidiendo que gritase, continué con mi ritual sanador. Recé fuerte. Usé
la palabra del Señor mientras mi pequeño se agitaba, endemoniado. De esa manera
no podía seguir. Sus pataditas no me dejaban concentrar, entonces me coloqué
sobre sus piernas y sin quitar la mano de su boca, continué con la oración.
Luego de unos minutos de intenso rezo, sus movimientos de a poco fueron
menguando. Si, el exorcismo funcionaba. Mi bebé se calmaba con cada palabra,
con cada amén. Y entonces los movimientos acabaron de golpe y su cuerpo se
volvió flácido. El bien había triunfado. Si.
Pero entonces, retiré mi mano de su
rostro como si su piel quemase, aunque ya no ardería jamás y lo miré: sus
labios estaban azulados, sus ojos entreabiertos, dilatados… vacíos. No entendí
que salió mal. “Esto no está bien… no”, dije. Mientras lo sacudí para que
reaccionase.
Luego de unas horas llegaron algunos
vecinos que al verme con mi Ángel en brazos y sin vida, sólo me acusaron con
sus miradas.
“Están todos poseídos como lo estuvo
mi bebé. Sí, pero yo lo salvé. Ahora su pequeña alma, pura como cuando nació,
irá con el Señor”, dije evitando que me saquen a mi pequeño.
Y todos esos recién llegados, en aquella apacible tarde,
me dieron sus miradas oscuras, vacías, desaprobando mi accionar, y se llevaron
a mi pequeño ángel.
“¿No ven que hice lo correcto? ¿Por
qué me lo quitan? ¡No se lo lleven… nunca estuvo lejos de mí! Teníamos que
merendar a las cinco…”
No se lo lleven, por Dios. Nunca
estuvo solo… le teme a la oscuridad.
Y como esos demonios no me
escuchasen, fue que busqué un cuchillo y desesperada lo hundí en mi garganta…
para ir con él, con mi angelito, y acompañarlo eternamente.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los
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