Dicen que nadie muere antes de la
víspera… o después. Aunque esa no fue la realidad de Arnoldo Samaniego. ¿Quién
es él?, se preguntarán. Bueno, digamos que ni siquiera la Parca se atrevió a
tocarlo, o el Diablo lo reclamó cuando pudo.
Samaniego fue el peor hombre que
caminara sobre la tierra. Era avaro, mezquino, abusador. Sólo deseaba mantener
su poder, ese que había logrado tras décadas de sobornos y aprietes, de
amenazas y asesinatos encubiertos. Era un ser despreciable al que ni siquiera
su madre pudo amar, aunque lo intentó. Y ¿por qué? Bueno, cuando él nació su
madre sufrió tremendo dolor y casi muere desangrada. Cuentan que la noche en la
que ella dio a luz, un rayo partió el árbol que estaba en la puerta de la casa,
dejándolo reducido a cenizas. Y no sólo eso. Al salir de su vientre, Samaniego
desgarró literalmente la carne de su madre, exteriorizando su útero que casi se
parte en dos. El resto del cuerpo de la joven desgraciada sufrió, además,
tremendas convulsiones. Toda la situación fue traumática y muy desagradable, y
la pobre mujer tardó meses en sanar. Sin embargo, no fue por ello que la joven
no sintió afecto por el niño. No. Una vez recuperada de tal evento y jurándose
no parir a nadie más, se dedicó al niño como buena madre devota que era. Le
profesó todo el cariño y cuidado que luego de semejante trauma inicial, pudo
dar. Pero el niño, ya desde pequeño, demostró claros signos de antipatía hacia
su madre y el mundo en general. Jamás sonrió. Jamás tuvo una palabra de cariño
para ella u otros niños y cuando pudo, la abandonó. Ella murió de tristeza, una
tarde gris y fría, de la forma en que mueren las madres que no entienden en qué
se han equivocado al engendrar y criar a semejante ser. Pero lo que ella no
sabía era que la noche en que lo concibió, esa mismísima noche, el hijo del
Diablo rondaba la tierra de los vivos.
Si. Su padre, Satanás, no lo supo
hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde como para hacer algo. Su
hijo, esa noche, había decidido pasearse por entre los humanos, ufanándose de
su poder ilimitado. Caminó entre las personas, como uno más, mientras que suspiró
falsas profecías en algunos oídos, prometió riquezas a otros y recolectó alguna
que otra alma con las que se alimentó, tan solo para saciar su necesidad básica
de supervivencia. Pero se estaba aburriendo y finalmente pensó que salir del
Averno no había sido tan buena idea. Pero allí vio a una adorable pareja en un
parque, sentados a la luz de la luna haciéndose promesas de amor eterno, y por
supuesto le provocó náuseas mezclada con algo de desprecio. Con esos
sentimientos, se metió en el cuerpo del joven amante y lo poseyó, como así a la
joven y futura madre de Samaniego. De inmediato ella quedó embarazada al tiempo
que el muchacho desaparecía para siempre al enterarse de semejante noticia.
Siete meses y medio después y anticipándose al mundo, Arnoldo Samaniego nació
dejando una marca en su madre y en el universo mismo.
Creció entre las sombras, inmerso en
la duda del abandono de su padre, y muchos creen que siempre supo que su origen
era inexplicable, por denominarlo de alguna forma terrenal. A sus 17 años
abandonó el hogar que lo vio crecer y fue a probar suerte. Algo, que por
supuesto le sobraba para ciertas cuestiones. Primero se dedicó a las apuestas
para acrecentar su pequeño capital. Y luego, decidió que debería invertir
fuerte e insertarse en ese mundo que desde siempre anheló. De repente entendió
que con su bello rostro y su hábil mente era capaz de lograr lo que quisiese. Y
así, a sus veinte y tantos, se convirtió en presidente de una empresa billonaria
y amante de varias mujeres poderosas (esposas de hombres poderosos) que apenas
resistían sus encantos masculinos. De esa manera, tenía influencia en todo el
mercado monetario y lo único que pudo hacer fue codiciar más y más.
Las décadas fueron pasando y Samaniego
acumuló años y poder. Envejeció inundado de avaricia y rodeado de lujo y
libertinaje. Era dueño prácticamente de todo el mundo, dirigía la multinacional
más notoria, aunque turbia, y eso no era suficiente. No para Arnoldo Samaniego
que siempre necesitaba más: más poder, más desafíos. En realidad, el único
desafío pendiente era el dejar herederos, pero para cuando se dio cuenta de esa
necesidad ya era tarde.
Y el tiempo continuó su curso
natural.
Había pasado los noventa y ocho años,
cuando sintió que su corazón por primera vez le fallaba. Un dolor atroz se
instaló en su pecho y una certeza: esa sería la última vez que vería el mundo. Era
una noche oscura, en la que la luna de repente se vio obstruida por nubarrones
premonitorios, como los que atravesaban su mente atormentada por el mal que
había diseminado por el mundo. ¿Acaso el cielo estaba indicando el inminente
fin? Así lo esperaban todos, así lo temía él. Su médico personal, en aquel
momento, le armó una sala de cuidados intensivos en su oficina, en el edificio
en el que vivía y que además hacía las veces de oficina y centro de
convenciones; y allí él, Samaniego y todos en el edificio, esperaron a que la
naturaleza y la Parca hicieran lo suyo. Después de todo, había vivido lo
suficiente.
Una terrible tormenta se desató a eso
de las once de la noche. El viento arreció con furia dantesca y arrancó unos
cuantos árboles de raíz que terminaron insertados en varias casas del lugar,
mientras que la lluvia castigó durante interminables horas. Pero nada más pasó
y él, como el tiempo, mejoró.
Contento con su suerte, dejó
instalada aquella sala de cuidados intensivos y reconoció al médico como su
salvador. Lo cual trajo el odio de la humanidad hacia aquel profesional, por
supuesto.
Y la vida continuó. Unas cuantas
décadas más pasaron y el corazón otra vez amenazó con detenerse. Para este
entonces, el médico que lo “salvase” la primera vez, había dejado el mundo de
los vivos y otro, de igual reputación, lo había suplantado. A la sala de
cuidados intensivos original le habían agregado cuanto aparato de avanzada
encontraron: monitoreaban su corazón, su respiración y hasta sus pensamientos.
Otra vez, aquella noche una tempestad se desató sobre la tierra. En aquella
nueva tormenta cientos de almas perecieron por inundaciones y rayos que cayeron
a la tierra buscando a Samaniego que, en su edificio ultramoderno y custodiado,
convalecía una vez más. Y como entonces, nada pasó.
Muchos creyeron que el cielo se
estaba cobrando miles de almas a cambio de aquella supuesta inmortalidad de la
que Samaniego gozaba, y por ello en varias ocasiones intentaron eliminarlo. Usaron
venenos, armas blancas, incluso lo asustaron en más de una oportunidad, para
que su corazón se detuviese.
Pero por supuesto, todos aquellos
intentos fracasaron. Y Samaniego comenzó a creer en su propia inmortalidad.
Ciertamente, al principio solo fue
una idea, una suposición y coqueteó con esa sensación, con ese poder eterno que
se le había otorgado. Porque de alguna forma eso significaba que él podría
seguir acumulando dinero y poder, y que tendría una eternidad para disfrutar.
Ese pensamiento se cristalizó en sus neuronas y lo hizo más tirano; y si
quedaba algún negocio –aunque fuese pequeño- por conquistar, él arremetió
contra esos dueños que durante tanto tiempo habían resistido.
Entre tanto, había cumplido 213 años.
Sus vasallos, que en todo este tiempo habían sido reemplazados por razones
obvias, decidieron prepararle una fiesta. Ya que, después de todo, ¿cuántas
veces verían algo semejante?
Y Samaniego se preparó para tal acontecimiento.
Esa noche, el salón de eventos del
edificio donde vivía Samaniego, fue preparado para el agasajo. Miles de
invitaciones habían sido enviadas semanas atrás y aquella noche concurrieron
desde presidentes hasta personajes del espectáculo, reyes y príncipes, barones
y baronesas. Todos se presentaron con sus mejores galas pero con algo más que
los nucleaba: la incógnita de ver a este ser que según se decía, era inmortal.
Muchos creían que era una mentira, que el hombre sería un anciano, hijo de
aquel original presidente de la compañía. Otros juraban que sus abuelos y hasta
sus bisabuelos, lo habían conocido y que juraban, era la misma y anciana
persona. Por una cosa u otra, todos se hicieron presentes esa noche y esperaron
con ansias por aquel hombre poderoso.
Luego de que lo ayudaran a vestirse, Samaniego
se miró en un enorme espejo que se encontraba en su habitación. Hacía tiempo
que no se observaba. Por una cosa u otra, siempre pasaba de largo y evitaba su
reflejo. Pero esta vez no pudo evitar mirarse y allí lo notó: se había
convertido en un vejestorio, enclenque y escuálido, arrugado por donde se lo
mirase, con sus carnes estiradas colgando por doquier, aunque –hay que
admitirlo- con una lucidez asombrosa. Odió esa imagen de inmediato. Si hubiese
tenido fuerzas para arrojarle algo al espejo lo hubiese hecho, lo hubiese
destrozado. Pero su cuerpo decrépito le obligó a pedir ayuda a sus lacayos y
estos lo cubrieron por él. Ya no observaría su reflejo nunca más…
La fiesta pasó, la gente se asombró y
los murmullos se elevaron. “No puede ser inmortal, fíjate lo desahuciado que se
ve”, decían despacio creyendo que él no escuchaba. “En cualquier momento se cae
y se quiebra todo, por Dios”, seguían diciendo, mientras que Samaniego se
indignaba con cada palabra. Pero lo dejó pasar, mientras que se dedicó a
oprimir a los que ya estaban oprimidos.
Unas cuántas década más pasaron y
Samaniego seguía en pie. Aunque en pie es una forma de decir. Su debilidad lo
obligaba a usar bastón o –la mayoría de las veces- una silla de ruedas
eléctrica. Era obvio que cada día necesitaba más y más ayuda con las cuestiones
cotidianas. Pero si a los reyes los vestían, los bañaban, los peinaban ¿por qué
a él no? Ese pensamiento lo consolaba en ocasiones, ya que ser observado y
notar los gestos de repugnancia de sus ayudantes, era algo duro de tolerar. Por
supuesto, no todos le proferían esos gestos. No. Había un muchacho que era
estoico, devoto. Era delgado como Samaniego y algo bello también. Él podría
haber sido su hijo. Si…
Una mañana, en la que sus lacayos lo
ayudaban a vestirse, notó con intenso asco, que uno de sus pies se estaba
desgranando. Si, desgranado, desintegrándose, haciéndose polvo. Enseguida echó
a todos de allí. A pesar de sus casi trescientos años, no quería demostrar
debilidad, la de la carne, esa que se desarmaba con sólo mirarla. Como todos le
temían, hicieron caso omiso a sus directivas, entonces en soledad miró el pie a
medio caer y pensó en qué haría ahora. Fue así que decidió vendar aquella parte
deshecha de su cuerpo y por unos cuantos días pasó desapercibido.
Sin embargo, otra mañana descubrió
que su otro pie, el izquierdo ahora, estaba corriendo el mismo destino que el
derecho. Quitó la venda para comparar y con horror notó que el pie derecho había
desaparecido por completo: solo se veía piel y parte de su tibia y peroné que
también se estaban apolillando. Vendó ambos miembros para disimular, pero
aquello, esa desintegración, continuó lenta pero determinadamente.
Para fines de la semana ya no tenía
piernas y su rostro, cual momia del antiguo Egipto, estaba agrietándose
también. Si alguien se detenía a mirar, podía ver a través de su mejilla, parte
del hueso de la mandíbula y sus muelas superiores. Pero nadie lo observaba, por
órdenes estrictas suyas.
Ante semejante y horroroso cuadro, obligó
a sus ayudantes a que no entrasen más a su habitación, excepto por aquel
muchacho. Él era el único que Samaniego dejaba entrar, aunque nunca lo dejó
observar su lenta desintegración.
Una mañana de febrero, su fiel
asistente entró a la habitación para ayudar a su amo. Se asombró al no
encontrarlo sentado en su cama como cada mañana. En cambio, encontró unas vendas
llenas de arena sobre las sábanas. Pensando en lo que su jefe diría al encontrarse
con semejante cuadro en la habitación, el joven sacudió el polvillo como pudo.
Pero para su sorpresa, una leve brisa que se filtró a través de una de las
ventanas, levantó esas partículas que comenzaron a volar casi con vida propia.
Al principio, se formó un remolino que simuló un huracán en miniatura y luego, aquel
polvo, como si tuviese vida propia, fue a parar a las narices del muchacho,
penetrándola con violencia a pesar de que intentó resistir.
¿Y Arnoldo?, se preguntarán. Algunos
juran que Samaniego jamás murió. Que vive en las miles de partículas
suspendidas en el aire. Lo más extraño del caso fue la historia de aquel
asistente, que con rapidez se convirtió en presidente de la compañía y que el
próximo mes cumplirá cien años.
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
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