“¿Qué sucede?”, se preguntó mientras
que el viento helado golpeaba en su rostro y cortaba su piel con diminutos
pedacitos de hielo.
Las lágrimas bañaban sus mejillas no
por llanto, ni siquiera por felicidad. No. Se escapaban una a una porque el
aire filoso, gélido y veloz le lastimaba los ojos.
Una nube blanca la envolvió de
repente y por un breve instante se sintió acunada, aunque cuando entendió qué significaba
eso, se despertó del todo. “¿Qué está pasando?”, gritó con voz ronca y ante el
silencio reinante, esta vez sí lloró. Su corazón se aceleró de repente cuando
se dio cuenta, espantada, que estaba cayendo. Y lo hacía a extrema velocidad.
Las nubes, como enormes columnas -casi edificios-, se sucedían una a una sin
parar. Y la tierra se acercaba y se agrandaba con cada segundo que ella pasaba
en el aire. Y lo que era un punto diminuto segundos antes, ahora comenzaba a
tomar forma. Gigantesca y aterradora forma.
Miró a sus lados en busca de alguna respuesta,
pero estaba sola. El único observador, era el sol que a la distancia, seguía su
trayecto impávido y sin interferir con nada. Trató de observarse a sí misma, a
sus ropas, pero lo único que pudo ver fue su túnica blanca, que con la
velocidad a la que caía, se iba haciendo girones hasta casi desaparecer. Se sintió desnuda y expuesta, aunque sin saber
a qué o a quien.
Sus pensamientos desordenados y
agitados, viajaban a la misma velocidad que su caída. Intentaba buscar razones
que explicasen su situación, pero nada surgía. Su mente estaba alterada y rota,
como la túnica que vestía. Quiso recordar donde había estado antes de eso, pero
tampoco hubo respuesta. ¿Y antes? ¿Ayer? Su vida era una página inmaculada y
así como no tenía nada malo, tampoco tenía algo en absoluto. Era la sumatoria
de la nada misma y lo preocupante fue que se sintió una especie de cabo suelto
que se deshecha. Un programa perdido que anduvo mal y se descarta. Era un ser
que jamás había existido y a pesar de ello, caía. Y la tierra se acercaba a
gran velocidad. “Pensá…” y notó que tampoco sabía su nombre.
“¡Tengo amnesia!”, se dijo y
comprendió que alguien la había arrojado luego de borrar sus recuerdos. Si, era
lo más probable aunque desquiciado como la situación que estaba viviendo. Pero ¿desde
dónde la arrojarían? No había nada en el mundo que fuese tan alto… quizás un
avión. Pensó que tal vez alguien se deshacía de ella porque había sido testigo
de algo o peor aún: quizás ella era la villana y había matado a alguien. Quizás
tenía conciencia, una que pesaba, y se había arrojado de… ¿dónde?
Nada cerraba en sus pensamientos. Lo
único contundente además de viajar a gran velocidad, era el dolor en su
espalda. Un terrible ardor corría por sus escápulas y juraría que estaba
lastimada, muy severamente. Aunque era imposible constatarlo. Y siempre lo
mismo: ¿Quién le habría hecho algo semejante? En ese estado de cosas, la joven
comenzó a desesperarse más y más. Su respiración se agitó al extremo y en su
garganta se le formó un nudo. Sintió una especie de mano que aprisionaba su
cuello y que el aire se iba extinguiendo de su cuerpo. “Voy a morir”, pensó y eso
le provocó un dolor angustiante en su pecho. Sí, moriría en cualquier momento y
lo peor era que no tenía recuerdos a los que aferrarse. “Dicen que en el último
segundo de tu vida, ésta pasa como en una película, con los momentos más
significativos”, pero ella no los tenía.
Velocidad, más velocidad. Lo que era
un manchón se transformó en un prado con una hermosa casita. Se horrorizó, porque
caería justo en medio del techo. Pero no pensó en su dolor. Rogó que la casa
estuviese vacía, que hasta fuese abandonada así no sentiría la culpa de
lastimar a otro ser humano. “Otro ser humano… ¿lo seré yo?”. Otra incógnita que
se presentaba sin tiempo para una respuesta.
Trató de concentrarse en lo que veía
para no pensar en su cruel e inmediato destino. Divisó el techo de la casa: era
rojo, a dos aguas. El lugar era prolijo e invitaba a pensar en cosas dulces,
ricas, en un domingo por la tarde y en familia. Lloró otra vez por sus
recuerdos perdidos, por su futuro trunco, por su vida a medio vivir. A los
costados de la modesta casita, había árboles y de uno de ellos pendía una hamaca.
Imaginó como sería hamacarse y el viento en el rostro…
El viento… “Ya no queda tiempo”,
pensó y comenzó a transitar su último segundo de vida. Y allí aparecieron
imágenes difusas: una luz blanca, unas alas maravillosas, su dolor en la
espalda, un cometido en la vida. Las cosas se fueron acomodando lentamente,
aunque ya era demasiado tarde.
El techo se transformó en un manchón
rojo. Quiso cerrar los ojos para no sufrir, sin embargo no pudo. Veía todo así
como sufría también. “La vida es sufrimiento”, escuchó en un suspiro. Traspasó
el techo y la habitación y vio a una mujer que gemía con los ojos y los puños
cerrados. Vio que tomaba la mano de alguien que estaba a su lado, pero la velocidad
impidió ver quién era. Solo vio a la mujer y su rostro se quedó grabado en su
retina. Sintió una conexión con ella, una inexplicable. Pensó en sus alas
perdidas. ¿Eran suyas? No estaba claro.
Pensó en la luz y se aferró a eso. Y en
el segundo exacto, en el instante único en el que la mujer gritaba y daba a luz
a su bebé, se estrelló en él; se fundió con su piel cálida y suave y nueva. Miró
a través de ojos nuevos y respiró un aire diferente. Y luego de aquel segundo
último, la joven que caía, pudo llorar como humana por primera vez.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derecho reservados 2015
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