Esperaste este día durante meses.
Pensaste que iba a ser grandioso. Un día feliz. Pero ¿qué felicidad te pueden
brindar los otros? ¿Qué esperabas de
ellos? Ahora entendés que nada. Que ninguna felicidad es posible para vos. Esa
palabra, ese sentimiento está vedado para tu ser marchito y agotado de un vida
vivida a medias.
Entendés que tu existencia está
vacía. Rodeada de ellos, pero solitaria como una tumba en un cementerio. Una de
esas descuidadas, jamás visitada por los familiares que ya olvidaron el
significado del recuerdo. Ya ni eso sos. Ni un recuerdo dulce como fuiste
antes.
En este día negro, árido y
desesperanzado te preguntás si alguna vez conociste la felicidad. Buscás entre
tus recuerdos, los dulces, los cálidos. Exploras tu memoria cansada, agotada de
tanto malo y amargo. Caminás por recovecos de sinsabores, de melancolías, de
amores truncos. Doblás en la esquina del desamor y te encontrás con la agonía
de la desesperanza. Seguís intentando porque “algún buen recuerdo debe haber”.
Pero el camino entre tus memorias se hace denso y doloroso. Un abandono
inesperado, una tarde gris a pesar del sol, una pérdida irreparable y la distancia.
Una distancia con los otros que
aunque no entiendas, construiste. Un muro que te separa de ese mundo exterior. Entre
falsas sonrisas y extrema predisposición, por querer sentirte necesitada,
siempre estuviste para los otros. ¿Será que esos otros se dieron cuenta de que
lo hacías por interés? Al parecer es así. Un interés que no era otro que
sentirte necesitada, sentir la desesperación del otro por lo que vos pudieras
darle. Una sonrisa, una palabra. Su desesperación es tu alimento. Pero ahora
vos sos la que querés, la que necesita algo: compañía. Una compañía real, una
presencia. Necesitás que esos otros sean genuinos como vos no fuiste. Necesitás
que la distancia sea eliminada, suprimida. Necesitás el calor de otra piel, la
caricia de una mano suave. Necesitás una palabra real y no esa escrita que
aparece por todos lados. “En este día tan especial te deseo lo mejor”. Estás
llena de palabritas escritas, de conceptos huecos. Pero estás sola.
Tu corazón late agónicamente.
Esperabas que este día especial lo fuera de verdad. Pero ¿qué tiene de especial
un día más que te acerca a tu muerte? Una hora menos de vida, una hora que se
resta a lo que falta. ¿Y si lo acelerás? Se te ocurre que el dolor puede
terminar. Puede acabar esta eterna agonía de días sin sentido, de amargas
distancias. Está en tus manos y lo sabés. Sabés que podés terminar con todo,
con los otros, con las distancias. Sabés que tenés el poder de eliminar la
tristeza infinita que te invade desde hace tiempo. Pero como siempre sos una
cobarde. Te quedás ahí, sentada, mirando la pantalla llena de mensajes de buen
augurio. Te llenas de palabras vacías, de gestos automáticos, de frases hechas.
Lo hacés porque seguís pensando en esos otros. Porque crees que en los otros
está tu felicidad. Pensás en qué pasará si no existís ya nunca más.
Te imaginás el momento en que ellos
te encuentren tirada. ¿Qué harán? Pensás que te llorarían en el mejor de los
casos. ¿Se sentirían culpables? En tu mente egoísta y enferma lo deseás. Deseás
que ellos sientan la culpa de tu destino trunco. Porque en tus pensamientos, ellos
son responsables de no verte. De estar encerrados en sus cositas y de
esconderse de la vida, de la tuya. Pensás que por eso no te ven, no te dan
nada. Son una pared en blanco, un témpano de hielo: ven tu sufrimiento y no
hacen nada. Sus días son iguales uno al otro y vos morís cada día y a ellos no
les importa. Entonces entendés que jamás van a sentir culpa si hoy dejás de
existir. Sabés que se van a sentir liberados. Que la luz va a llegar a sus vidas
en el momento en que las tinieblas se apoderen de la tuya. Que tu agonía, tu
desaparición será el comienzo de una nueva vida para ellos. Quizás una mejor.
¿Se lo merecen? Los odiás por esa futura e inexistente vida. Por esa
posibilidad que vos no tenés. Porque estás tan sumergida en tus miserias que ni
siquiera ves las posibilidades.
Entonces te preguntás cuál fue el
momento. En qué instante de tu vida perdiste la chance, la posibilidad de
elegir. Buscás otra vez entre esos recuerdos y te sentís morbosa como quien
hurga en un cadáver, entre sus tripas, solo para sentir un placer carroñero. Te
sentís así porque tus recuerdos están tan o más muertos que vos. Rastreas
pensamientos, recuerdos y buscás el momento de tu última posibilidad. Y el
camino se te hace largo, demasiado. Te das cuenta de que aunque toda la vida
descreíste del destino, vos no tenías otra chance. Entendés que nunca hubo
posibilidades para vos. Lo entendés porque treinta años atrás tomaste una
decisión que te marcó para el resto de tu vida. Esa decisión tomada a corta edad, determinó tu futuro y tu
realidad actual y no hubo desde entonces otra posibilidad que este, tu
presente.
Te desesperás. Buscás de nuevo los
mensajes de buen augurio en la pantalla. Los releés. Los saboreás como si se
tratase de una exquisitez. Te empapas de esas frases. Porque este nuevo
hallazgo en tu vida, este sin futuro, te aterra. Te estremece pensar que tu
vida fue escrita por esta única decisión. Que este vacío que hoy sentís, esta
desgracia que vivís es un castigo por una única decisión. “No era consciente,
entonces”, llorás en un intento de redimirte. Llorás mientras lees: “Te deseo
en este día lo mejor”. ¿Qué es lo mejor en tu caso? ¿Lo mejor del mundo? ¿Lo
mejor que se pueda esperar? ¿O lo mejor que lo puedas pasar? Y sabés que lo que
va con tu día y tu vida es lo último; que esto que vivís es lo mejor que podés
hacer con tu día especial.
Lo mejor que te sale es sentirte
sola, triste, amargada. Lo mejor que podés en un día como hoy es pensar en tus
decisiones, en esas que te llevaron al hoy que te deprime, al futuro que te
agobia. Tu mejor versión del día de hoy es la oscuridad que te envuelve y el
deseo de no ser. Porque cada consecuencia de aquella decisión fue el
aislamiento, la pena, el desamor.
Entonces suena el teléfono. Es él que
te habla al oído aunque esté lejos y el rencor de minutos antes se disipa. Te
sentís brevemente acompañada y una promesa nace en el horizonte. Se te escapa
una sonrisa efímera y se te llenan los ojos de lágrimas. Colgás. Te levantas y
apagás la maldita pantalla. Vas al baño, mirás el reflejo que te devuelve el
espejo. Secás tus lágrimas y te maquillás. Te dibujás una sonrisa de labial
rojo y unos ojos amistosos de rímel negro. Te ponés lo mejor que encontrás y
esperás. “En quince minutos te paso a buscar”, fue la mejor frase del día.
Sabés que a él, después de todo, algo le importás. “Vamos a salir a comer, ¿te
parece? Así festejamos tu día” y sonreís otra vez. Sabés que lo que te hace
falta es el contacto humano, con ese humano. Que los otros ya no importan. Que
tu vida no puede ni quiere regirse por esos otros. Entendés que ya no vas a
estar tan presente para ellos, que ya no te va a importar lo que esos otros
necesiten. Que vas a empezar a decir que NO. Y que aunque te cueste y te duela,
no vas a estar tan disponible para ellos y si más para vos. Que al fin de
cuentas sos la importante de tu vida, porque sin vos nada existe, solo oscuridad.
Y lo esperás y deseás que este
momento no termine nunca y que quede almacenado en un rincón de tu mente, entre
todos los recuerdos oscuros, iluminando tus días.
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
Todos los derechos reservados 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario