Ella toma mi mano. “¡Es tan pequeña!”,
pienso. Debe estar aterrada, se me ocurre. Ella está sola en la calle, con su
pequeño vestido blanco y descalza. Es de noche. La oscuridad nos envuelve a
ambas, pero solo puedo pensar en ¿qué hace una niña tan pequeña sola en este
lugar? Ni siquiera me cuestiono qué hago yo en este lugar.
Comenzamos a caminar. Es automático. No
media ninguna palabra, solo nos movemos a un ritmo cansino, pero firme.
Avanzamos hacia la oscuridad, hacia un camino que se dibuja a mi paso o eso me
parece. Quiero pensar en otra cosa, y vuelvo a la niña, a la incógnita de
encontrarla allí, sola. La miro y me devuelve unos ojos negros como la noche,
sin respuesta, sin sentido. Miro el cielo en busca de algo, quizás de la luna
que ilumine el camino, pero no aparece. Las nubes la tapan caprichosamente y un
escalofrío me recorre. “¿A dónde vamos?”, pienso y la niña dice: “Más allá del
horizonte”. Quiero pensar que es una coincidencia. Que ella quiso decir algo en
el momento exacto en que mis pensamientos se dispararon. Pero algo me dice que
no es así, que no existen ese tipo de coincidencias. Pero hoy sucede, me sucede.
Pienso si debería llamar a alguien que me ayude. Pero a los costados está tan
oscuro como el sendero que transito con ella.
¿Y si me voy? Ella se aferra más
fuerte a mi mano. No me suelta. Instintivamente aprieto su mano, intento
tranquilizarla ya que sigo pensando que está aterrada. Su cabello rizado y
rubio me enternece. Me hace acordar a alguien, aunque no puedo identificar a
quién. “Yo tenía el pelo así rizado”, digo suavemente para relajar la tensión
de la noche. “Enfocate en el destino”, dice y no entiendo cuál sería. Sobre
todo porque no creo en el destino. Pero tampoco puedo recordar el origen, la
causa de este presente. ¿Estaré soñando? Sería algo tranquilizador. Vuelvo a
las palabras de la niña. Entonces me convenzo de que el destino es un lugar.
Sí, seguro que ella me habla de un lugar. Me pregunto cuál sería ese lugar.
Nada, silencio.
Una brisa se cuela. Está helada y tiemblo.
¿Tendrá frío? La miro y ella sigue inmutable caminando junto a mí. Observarla
evoca cosas perturbadoras. Tristezas lejanas, miedos actuales. Miro a mi
alrededor para pensar en otra cosa que no sea lo que ella me provoca. Entonces
todo muta. Algo se clarea. Quizás es la luna que asoma y me permite ver algo.
Pero lo que veo no es nada tranquilizador. A los costados del camino aparecen bultos.
De la nada brotan sombras imprecisas y sin nitidez. Intento darles forma, una
entidad que no me enloquezca, pero no lo logro. “Pensá en el destino”, dice
ella y miro hacia el frente. Nada. ¿Por qué?, pienso asustada. “De esa forma es
más fácil”. Mi corazón se acelera. Su voz angelical dice cosas en un tono
lúgubre. No es normal. Así no se expresan los niños. Y mi preocupación es que ella
habla sólo para responder a mis pensamientos. Descarto la idea. Prefiero creer
que me estoy volviendo loca, pero la alternativa sobrevuela mis pensamientos. Seguimos.
El camino bajo mis pies se va definiendo. Aparecen adoquines y pasto entre
piedra y piedra. Quiero concentrarme en algo, en el supuesto destino, pero no
sé a dónde voy, a donde me lleva. “Necesito saber...”, me digo. Quiero
preguntar pero no me atrevo ni a formular la pregunta en mis neuronas. Sigo y
miro a los costados. Lo que antes eran bultos, a medida que avanzamos se
transforman en lápidas. Una lágrima se me escapa.
Recuerdo cuando mamá murió. Fue muy
triste y violento. Yo tenía la edad de la niña que está a mi lado. No más de
seis o siete años. Ella sufría mucho aunque no recuerdo por qué. ¿Sería por
papá? A él no lo recuerdo. Murió tiempo después, muy poco tiempo después de
mamá. Otra vez la niña me mira y mi respiración se entrecorta. O eso parece.
Sus ojos negros se clavan en los mío y me duele el alma. Quizás ella me
recuerda a mi cuando era pequeña. No sé, todo está tan mezclado, oscuro. Miro
hacia adelante. Vuelve mamá. Ella sufría y una tarde de abril, mientras yo
jugaba con mis muñecas junto a ella en el suelo, se cortó la garganta. Recuerdo
todo rojo y su mirada perdida. Recuerdo lo que sentí: ya nada volvería a ser
igual.
El recuerdo se disipa. Se va y se
pierde en el camino que dejo junto a mi pequeña guía. Se estaciona junto a una
de las lápidas abandonadas. Miro de nuevo las lápidas. Muchas están dañadas.
Nadie las cuida. Me quiero ir a casa, lo sé y ella también. Quiero zafar mi
mano pero la niña no me deja. Me vuelve a mirar. Me atraviesa, penetra mi alma,
la toca. Siento que algo dentro de mí se comienza a marchitar. Duele. Sus ojos
duelen. Su mirada me acusa. ¿De qué? No puedo recordar. Como tampoco puedo
recordar por qué estoy ahí.
Las lápidas se siguen sucediendo una
tras otra. Y mientras avanzo siento un ruido que hace eco y rebota en mi mente.
Algo metálico golpea contra la tierra, la revuelve y vuelve a golpear. La
sangre se me hiela al imaginar al enterrador y su pala. Al agujero en la tierra
que será la cuna de un ser que ya no es más persona, que fue algo y que dejó de
existir. Y otro recuerdo se desprende, uno más doloroso que el de mi madre
suicidándose frente a mí. “No quiero recordar”, pienso y ella contesta
“Entonces enfocate en el camino” y una idea me asalta por sorpresa. Entiendo
que ella, esa pequeña que minutos atrás parecía una inocente criatura perdida
en la calle, es la que manipula mi mente, mis recuerdos. Esa pequeña soy yo que
me torturo como cada día de mi vida.
Quiero zafarme otra vez pero su mano se
transforma en una garra y me atraviesa. La sangre discurre y suelda a su mano,
a la mía. “¿A dónde vamos?”, grito con desesperación y ella no contesta. Y me
ataca con un recuerdo. Un pequeño ataúd y una tristeza indescriptible. La
oscuridad que nos rodea se hace más densa y mi alma se torna más negra. “Si no
te enfocás en el camino, en el destino, esto va a ser más doloroso.”, ella dice
y no entiendo qué significan sus palabras. La angustia llega y se instala. Las
lápidas crecen y se hacen paredes enormes. El camino se transforma, se hace
sinuoso. Las nubes descienden y se transforman en bruma densa, asfixiante.
Miro el suelo. Hay mucha sangre y no
es de mi mano. Quiero hablar pero las palabras ya no salen. Algo arde en mi
cuello. Es un fuego que quema y que me extingue. Siento que desaparezco a pesar
de la niña que se fusiona conmigo. Ella es tragada por mi cuerpo y mi sangre
derramada tiñe todo de un escarlata vivo. Miro a mi costado, a la niña, y solo
quedan sus miembros que están adosados a mi cuerpo. Se mueven como quien mueve
las manos al ahogarse. Y sí, se ahoga en mi pena, en mi amargura. Me horroriza
la imagen, lo que veo. Quiero arrancarla, sacar la niña de mí. Pero ya es
tarde. Ella soy yo. “Entendelo”.
Me detengo. Decido quedarme allí
parada hasta entender qué pasa. A pesar de la sangre, a pesar de la fusión, a
pesar de no poder emitir un sonido. Ella ya está por completo dentro de mí. La siento
moverse en mi cuerpo y los pensamientos oscuros me invaden otra vez. Recuerdo
más sangre y no es de mi madre. Recuerdo un cuchillo frente a mí que
pacientemente espera a ser usado. Entiendo lo rojo, entiendo el dolor. Mis
pensamientos se acomodan. El terror me invade, me aprisiona, me asfixia. Miro a
los costados en busca de algo, de una salvación. Veo una niña que se encuentra
parada en la oscuridad y me pregunto “¿Qué hace una niña tan pequeña sola en la
calle?” y mi mente se pone en blanco y ella toma mi mano. Entonces, comenzamos a
caminar, al unísono, otra vez.
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
Todos los derechos reservados 2015
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