Emma abre los
ojos. El reloj da las cuatro de la mañana y como cada noche desde que él partió,
algo la despierta. Está oscuro y en la penumbra se dibujan imágenes que la
perturban. Monstruos que invaden su alma y la carcomen.
Parpadea
varias veces. De esa manera logra ver mejor, logra despabilarse. Aunque eso es
lo último que desea. Ella desea dormir por siempre. Pero no puede. De alguna
forma está convencida de que no merece el descanso eterno y no logra dormir y
no entiende por qué. Desde que Ramiro no está, ninguna de sus píldoras es capaz
de dormirla de un tirón. La vida ya no transcurre de un tirón.
Se sienta en
la cama como si se tratase de un ritual. Como si esa simple acción fuese la
disparadora de otras que la llevan a descansar. Se engaña y lo sabe. Sin
embargo, no deja de intentarlo porque “eventualmente me dormiré”, piensa. Pero
esta noche es diferente. Se cumple un año de la partida de su único hijo. De su
bebé. A corta edad, la muerte blanca, el cielo o lo que mierda fuese, se llevó
a su pequeño niño. Lo que más la perturba es pensar en su llanto. El llanto de
su bebé por alimento, por una caricia, por los brazos de su madre. Y ahora todo
es silencio. Un silencio más abrumador que miles de llantos juntos.
Una lágrima
se escapa y recorre su mejilla. No quiere llorar más, pero es inevitable. Su
corazón, su cuerpo, su alma están rotos y jamás volverá a estar con sus partes
juntas.
Se vuelve a
acostar y gira en la cama. Lo hace lentamente para no despertar a su marido. No
están bien y ella lo sabe. Al parecer, y según la visión recortada de Emma, a
Juan el duelo no lo afecta tanto. “Ser madre es distinto, Juan” le había dicho
una vez en la que él intentó intimar sin resultados. Ella lo había rechazado y
eso creó un puente de hielo entre ambos. Él lo intentó cada vez con menos
frecuencia y ella se ahogó paulatinamente en su aislamiento. Las palabras se
fueron agotando como se había agotado la vida de su hijo. Ahora el silencio era
la única comunicación además del ocasional sexo cuando Emma se dejaba, solo
porque temía perder la única compañía que le quedaba.
Los minutos
pasan y Emma sigue despierta. Su oído está más agudizado que de costumbre o
quizás la paz del afuera es mayor que la noche anterior. Entonces escucha,
entonces identifica un sonido que le contrae el alma. Hay un llanto a la
distancia. “Debe ser el bebé de algún vecino”, piensa angustiada. “Jamás
dejaría que Ramiro llorase sin consuelo así”, piensa. Aunque hubo un tiempo en
que el consuelo era una palabra inexistente para él y para ella. Hubo un tiempo
en el que ella estaba agotada, hasta arrepentida. Quizás si él la hubiese
ayudado… y en ese estado deseó que todo terminase. Y lo peor fue que terminó.
Todo terminó.
Emma respira
hondo para ahogar otro llanto que amenaza con invadirla. Con esa tormenta
oscura que siempre está a la vuelta de la esquina queriendo apoderarse de ella.
Esa sensación que suprime con las píldoras. Las condenadas píldoras. ¿Las
tomaste hoy? Creo que… El llanto persiste y ella intenta identificar quién de
sus vecinas es la madre que no atiende a su bebé. Aunque está segura de que
ninguna de las mujeres del edificio estuvo embarazada.
Cierra los
ojos y luego de concentrarse durante largo rato, esa noche logra dormirse. Sueña
con su hijo como cada noche. Sueña el momento exacto en el que espira y pasa a
otro mundo. El momento en que la muerte lo cubre con su manto blanco y él se
va. ¿Existe otro mundo? Emma ya no está tan segura de eso. Aunque su vida es un
infierno y por eso tiene la obligación de creer en un cielo. Uno vedado a ella,
por supuesto.
La mañana
llega, junto al mediodía y la tarde. El día es duro y solitario. Largo porque su
marido trabaja más horas de las debidas. Pero sabe que siempre vuelve. Siempre.
Más tarde, cuando la noche cae, él llega tambaleándose. “Hubo un festejo con
los muchachos, amor”, dice él intentando besarla. Huele a alcohol y perfume
barato de mujer fácil. Ella lo rechaza y con tristeza se va adormir. Afortunadamente
en unos minutos la pastilla hará efecto ¿Tomaste las píldoras? Creo que... Él
se tira en la cama y pone una de sus manos en el seno derecho de Emma. Ella
llora y él se duerme. Ronca como un oso anestesiado y luego de muchos minutos, acunada
por los ruidos de su marido, Emma se duerme también.
Abre sus ojos
y sabe que son las cuatro de la mañana. No necesita mirar el reloj. Lo sabe. Se
sienta en la cama. El llanto a la distancia parece más cercano. Como si viniese
de dos pisos más arriba. “¡Qué pasa!”, gime el marido. “Nada… un bebé llora”.
Él responde con un ronquido y ella sabe que ya no habrá respuestas, está
noqueado. Se levanta. Va hasta la cocina y se prepara un té. El llanto se hace
más intenso, perturbador. Ahora parece que está en el piso de arriba. Arriba de
su cabeza. Arriba…
Toma el té,
busca una píldora. La mira, juguetea con ella. Gracias a ese pequeño comprimido
logra dormir cada noche. Va a la cama. ¿La tomaste? El llanto la persigue aun
en los sueños. Ramiro llora, mucho. Ella se tapa los oídos y llora también.
¡Callate por favor!, grita Emma sin resultados. Ramiro grita, chilla. Es
insoportable. Sus ojos están vacíos y Emma sabe que no tiene alma. No la tiene
porque nació con un demonio dentro de él. El demonio que tenía ella en su
interior, en sus entrañas, pasó al niño. Y Emma lo escucha cada vez que el
pequeño llora.
Despierta de
golpe. Está toda transpirada y sola en la cama. Son pasadas las once de la
mañana. Aún falta mucho para la noche pero a pesar de ello, Emma se levanta. Como zombi va hasta el baño,
se ducha con agua helada. Es lo mismo para ella que no siente nada de lo que la
rodea. Ni siquiera el dolor de cortarse con el vaso que se le acaba de resbalar
de las manos. El tiempo es gracioso. Tiene saltos para ella. Suspira. Se lava
la herida, se la venda. Todo está muy calmo, no como en la noche. Agudiza el
oído pero no logra identificar ningún llanto. Tal vez el niño tenga el sueño
invertido, piensa. Y el día avanza y ella teme a la noche. A sus sueños, al
llanto ajeno. Mira la televisión pero piensa en el llanto. ¿Por qué ahora está
todo silencioso? “No es tu problema”, piensa. Pero se encuentra saliendo del
departamento. El aire es diferente en el pasillo, más frío. “¿Y si me
enfermo?”, piensa. Sabe que no es eso lo que le preocupa y se persuade de
continuar. Necesita saber. Camina dudosa y va hasta la escalera. Todo está callado
y desértico. Mira hacia arriba, al piso superior. Jura que el llanto viene de
ahí pero es imposible saber de dónde. Al menos no ahora que está todo calmo.
Quizás por la noche…
Una puerta
rechina y Emma se asusta. Vuelve corriendo a su departamento. Se encierra y
espera. Sabe que por la noche el niño llorará. Lo sabe.
El reloj da
las cuatro de la mañana y Emma no está en su cama. Juan ronca como siempre,
ajeno a lo que su mujer padece. Ella está convencida de que no le importa. Emma
ya tomó su té, ya intentó dormir y nada de eso funcionó. Está detrás de la
puerta principal y mira, espía el pasillo. ¿Quién va a andar a esas horas por
ahí? Nadie. El llanto se hace más intenso, está sobre su cabeza. Penetra sus
neuronas. Emma desespera, siente que su cuerpo entero va a estallar. Necesita
que se calle, que termine de una vez. “La madre es una hija de puta”, se dice.
“¿Cómo puede dejar a su bebé llorando así?”. Alguien tiene que decirle algo. Y
sale al pasillo. Está decidida aunque no sabe cómo va a reaccionar ante esa
madre, ante ese bebé. Nunca volvió a ver a alguno desde que Ramiro se fue.
Tiene miedo de reaccionar mal… o de reaccionar. Desde Ramiro, ella estuvo
encerrada entre las cuatro paredes de su departamento. Jamás salió, ni siquiera
a hacer los mandados. Él se encargó de todo. De que ella no tuviese contacto
con el exterior. Se lo agradeció. ¿Lo hizo? No está segura. Tampoco está segura
de haberle pedido eso en algún momento. Pero está bien. Ella nunca quiso salir…
pero ahora lo hace.
El pasillo
está helado y desértico. Es de esperar que así sea a las cuatro de la mañana. O
eso quiere creer. Camina. Sube las escaleras. El llanto se torna intenso.
Insoportable. Le recuerda a su Ramiro. No paraba de llorar, nunca. No quería su
leche, no quería sus brazos. Emma llegó a pensar que Ramiro la odiaba. “¿Cómo
puede odiarte un bebé de 8 meses, Emma?”, le había preguntado Juan. Y Emma
lloraba y él se ausentaba durante más horas de las debidas. El llanto le trae
recuerdos, feos recuerdos. Quiere serenarse, quiere pensar en los buenos
momentos. Pero no puede. Necesita resolver esto. Necesita que ese bebé del
demonio deje de llorar.
Emma llega al
segundo piso. Ahí todo está igual de desértico y más helado aun que en el piso
de abajo. Sabe que el llanto proviene de la puerta al final del pasillo y sin
dudarlo va hasta ese lugar. Camina decidida. Hay una luz que se filtra debajo
de la puerta. Contrasta con la oscuridad que la rodea, que la mora desde
Ramiro. Su corazón se contrae cada vez que lo piensa, que recuerda su llanto.
Uno como el que la tortura ahora, como ese niño que no la deja dormir.
Piensa en
golpear pero la puerta se abre sola. Y allí está. La cuna en el medio de un
salón desprovisto de muebles. Sólo la cuna y el llanto. Se acerca. El niño para
de llorar. Quizás la presiente. Emma duda si avanzar o volver a su
departamento. Pero ahora que está ahí necesita ver al niño. Piensa en que
quizás el niño esté abandonado. ¿Quién dejaría a un niño solo toda la noche?
Ella no, con total seguridad. Aun a Ramiro que la odiaba y lloraba todo el
tiempo. Camina, avanza. La cuna está a unos pasos nada más. Su corazón esta
acelerado por la anticipación. Su respiración se entre corta. Hubiese deseado
irse con él, con su Ramiro a pesar del odio. A pesar del rechazo evidente del
niño hacia ella. “¿Por qué no me fui con vos?”, se pregunta ahora como tantas
otras veces. No está segura. Sabe que no fue por Juan. Él ya no la ama y ella
está anestesiada. Sigue avanzando. Ve unas manitos elevadas. El niño juega con
un móvil de aviones que pende sobre la cuna. Siente una carcajada. Es Ramiro. ¿Lo
es? Una lágrima se escapa. Es él, está segura.
Se para
frente a la cuna y una risa se escapa en el aire. Una risa sigue a otra y a una
carcajada diabólica que resuena en sus oídos. Fuerte, muy fuerte.
Enloquecedora. Emma se tapa los oídos y cree perder la razón. El bebé la
observa. Es él el que se ríe poseído por un demonio. Emma grita para no
escucharlo pero es inevitable. El llanto comienza, otra vez. “¡Callate!”, le
dice y pierde el control. Toma una almohada y la posa en la cabeza de del niño.
¿Se parece a Ramiro? Se parece… La deja ahí, blanca, inmaculada, y el llanto se
transforma en un leve gemido. El silencio llega y ella cree que el niño se
durmió. Respira aliviada. Lo toma en sus brazos, acaricia su delicada piel. Pero
está azul, inerte. “¡Yo no lo hice!”, grita. Y el bebé endemoniado vuelve con
las carcajadas. Rasguña el rostro de Emma y ella lo suelta, cae al suelo. Emma
grita desesperada mientras que el niño trepa por sus piernas. ¿Las tomaste?,
escucha de Juan y Emma recuerda las píldoras, esas que se olvidó de tomar
porque la atontaba y no podía cuidar de su bebé. Antipsicóticos, decía el
frasco. “¿Para qué tomo esto?”, preguntó más de una vez. Silencio.
Emma cae al
suelo. El demonio hecho niño la invade, se vuelve ella, se acuna en su vientre.
El departamento se siente pequeño, la asfixia. Se siente oprimida. Algo la
sacude. Algo… “¿Qué hiciste?”, escucha a Juan. “¿Qué hiciste, por Dios?”, él
llora. “Está dormido nada más”, contesta Emma. La cuna del bebé está
silenciosa. ¿Es ahora? No está segura de nada. Teme a la respuesta. “Ramiro
está muerto. ¡Es mi culpa!”, llora Emma, “Es mi culpa…”
Emma abre los
ojos. Son las cuatro de la madrugada. Ahora sabe por qué despierta cada noche a
la misma hora. Ahora, que el silencio y la claridad tocaron su cerebro, sabe
qué tiene que hacer para finalmente dormir en paz.
Autor: Misceláneas
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