Levantó la mirada y allí lo vio. Al final del sinuoso
camino, entre tinieblas y árboles secos, entre rocas volcánicas y un
manto de neblina, se encontraba a la espera. Detrás de las miles de
ramas esqueléticas y sin hojas, aguardaba con paciencia por el
encuentro. Parpadeó varias veces, como si tratase de despertar de un
sueño que llevaba siglos soñando. Y allí, en la cima de una montaña,
arriba, en lo alto, observarlo le provocó escalofríos. Era una figura
aparecida de la nada, casi dibujada por el destino.
La luna
blanca, brillante y gorda iluminó el camino. En contraste, la neblina se
quedó baja, al ras del piso, ocultando lo prohibido, lo macabro.
Ocultándolo. Calculó que el recorrido era largo, quizás inalcanzable;
pero en definitiva, luego de transitar la irremediable distancia que los
separaba, se encontrarían. Después de todo, luego del mundo, luego de
dar paso tras paso, se verían cara a cara, nuevamente. Y en ese instante
reconocería el horror de su mirada de fuego, el ardor de sus manos
esqueléticas, la tristeza del frío en el alma. Reflejado. ¿Le molestaba?
No. Había esperado ese encuentro durante tanto tiempo que, lentamente,
la ansiedad lo había carcomido. Lo había transformado. Ahora era una
cuestión personal. Ahora se parecían demasiado…
Le echó una
mirada. Estaba envuelto en sus ropas, en esas túnicas que una vez habían
sido claras, inmaculadas. Prácticamente no podía verle el rostro. Pero
no lo necesitaba. Tenía muy claro a quién se enfrentaba. A ese que
siempre posponía todo. A ese que se escabullía en los confines de la
Tierra. Se enfrentaba al que, de a una, le había quitado todas las cosas
más hermosas de la vida. Le había arrebatado el amor, la felicidad, la
amistad. Lo había despojado de lo más básico: de una vida. Porque allí,
atascado como estaba, no podía decir que tenía una vida. Era un infierno
viviente, un limbo cotidiano.
Su existencia se había
transformado en un mero vagar por el mundo, en una sombra agónica, en
una pena constante. Se había transformado en su empleado. En uno
horroroso que obedecía órdenes de una lista casi mágica. Aunque de magia
nada tenía. Era la ley de la vida. “Es mentira que traigo paz”, le
gritó desafiante y el eco de su voz rebotó hasta en los lugares más
remotos del universo. Era mentira, sí. Cada día podía ver el horror en
los ojos de los otros. La agonía, el pánico por lo desconocido. Por ese
futuro incierto del que se despedían para transformarse en un objetivo
cumplido. En la no existencia. En la determinación del fin. “Nadie les
dice la verdad…”, gimió luego de que su amo y creador no emitiese un
sonido.
Dio un paso, el primero. Quería amedrentarlo o aunque
sea, necesitaba ver alguna reacción. Pero él no se movió. Sino que
esperó devolviéndole el desafío, esperando a que lo tome, a que luche.
“Me entregaste esto, me prometiste poder, me dijiste… tantas cosas que
no fueron reales.” Pero él no le contestó. Quizás no lo escuchó. Quizás
todo se resumía a esa frase: me prometiste poder. Un poder que tenía en
sus manos. Un poder único que ejercía pero que no le daba paz. Había
recibido de él, el poder de quitar, de cercenar. Y ya no lo quería. Ya
no deseaba ser eso nunca más.
Elevó su mano lo señaló como
señalaba a cada una de su víctimas. Le mostró el brillo del metal
esperando que reaccionase como todos lo hacían. Espero la tristeza, la
resignación o una mueca. Sin embargo nada pasó. Sabía que el traspaso
del poder era irreversible. Ya no había remedio.
Bajó la mirada
agobiado. Observó la tierra que ya no era suya. Sus pies que ya eran
otra cosa. Los yuyos agónicos, la niebla que ni se atrevía a tocarlo.
Quiso llorar pero las lágrimas ya no le pertenecían. Levantó sus ojos y
miró las túnicas de su contrincante. Estaban manchadas. Había sangre y
barro. Marcas de manos de los condenados, de aquellos que otrora habían
rogado por clemencia.
Pero no habían hecho el ritual del
arrepentimiento. Algo se le contrajo en el pecho. Quizás una pena
antigua, quizás después de todo tenía un corazón. Pero dudó. Dudó porque
lo cierto era que él mismo había deseado eso. Él mismo quiso ser
eterno, quiso ser el dueño del poder que ostentaba. La ira y el rencor,
incluso la pena, se fueron apagando lentamente. La resignación se abrió
camino y se acomodó en el lugar donde antes la ansiedad y el
resentimiento habían gobernado. Suspiró vapor, sus ojos se encendieron
con una llama violácea. Lo observó un segundo más y la furia se disipó
en el aire.
La Parca, entonces, dio media vuelta y derrotada se
retiró. Continuó vagando por la tierra, quitando almas, mirando el
horror en los ojos de los otros. No pudo reclamarle nada a su eterno
contrincante porque después de todo, Él muchos siglos atrás, solo había
cumplido con su más íntimo deseo.
Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015
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