domingo, 6 de septiembre de 2015

Deseos





Levantó la mirada y allí lo vio. Al final del sinuoso camino, entre tinieblas y árboles secos, entre rocas volcánicas y un manto de neblina, se encontraba a la espera. Detrás de las miles de ramas esqueléticas y sin hojas, aguardaba con paciencia por el encuentro. Parpadeó varias veces, como si tratase de despertar de un sueño que llevaba siglos soñando. Y allí, en la cima de una montaña, arriba, en lo alto, observarlo le provocó escalofríos. Era una figura aparecida de la nada, casi dibujada por el destino. 

La luna blanca, brillante y gorda iluminó el camino. En contraste, la neblina se quedó baja, al ras del piso, ocultando lo prohibido, lo macabro. Ocultándolo. Calculó que el recorrido era largo, quizás inalcanzable; pero en definitiva, luego de transitar la irremediable distancia que los separaba, se encontrarían. Después de todo, luego del mundo, luego de dar paso tras paso, se verían cara a cara, nuevamente. Y en ese instante reconocería el horror de su mirada de fuego, el ardor de sus manos esqueléticas, la tristeza del frío en el alma. Reflejado. ¿Le molestaba? No. Había esperado ese encuentro durante tanto tiempo que, lentamente, la ansiedad lo había carcomido. Lo había transformado. Ahora era una cuestión personal. Ahora se parecían demasiado…

Le echó una mirada. Estaba envuelto en sus ropas, en esas túnicas que una vez habían sido claras, inmaculadas. Prácticamente no podía verle el rostro. Pero no lo necesitaba. Tenía muy claro a quién se enfrentaba. A ese que siempre posponía todo. A ese que se escabullía en los confines de la Tierra. Se enfrentaba al que, de a una, le había quitado todas las cosas más hermosas de la vida. Le había arrebatado el amor, la felicidad, la amistad. Lo había despojado de lo más básico: de una vida. Porque allí, atascado como estaba, no podía decir que tenía una vida. Era un infierno viviente, un limbo cotidiano. 

Su existencia se había transformado en un mero vagar por el mundo, en una sombra agónica, en una pena constante. Se había transformado en su empleado. En uno horroroso que obedecía órdenes de una lista casi mágica. Aunque de magia nada tenía. Era la ley de la vida. “Es mentira que traigo paz”, le gritó desafiante y el eco de su voz rebotó hasta en los lugares más remotos del universo. Era mentira, sí. Cada día podía ver el horror en los ojos de los otros. La agonía, el pánico por lo desconocido. Por ese futuro incierto del que se despedían para transformarse en un objetivo cumplido. En la no existencia. En la determinación del fin. “Nadie les dice la verdad…”, gimió luego de que su amo y creador no emitiese un sonido. 

Dio un paso, el primero. Quería amedrentarlo o aunque sea, necesitaba ver alguna reacción. Pero él no se movió. Sino que esperó devolviéndole el desafío, esperando a que lo tome, a que luche. “Me entregaste esto, me prometiste poder, me dijiste… tantas cosas que no fueron reales.” Pero él no le contestó. Quizás no lo escuchó. Quizás todo se resumía a esa frase: me prometiste poder. Un poder que tenía en sus manos. Un poder único que ejercía pero que no le daba paz. Había recibido de él, el poder de quitar, de cercenar. Y ya no lo quería. Ya no deseaba ser eso nunca más. 

Elevó su mano lo señaló como señalaba a cada una de su víctimas. Le mostró el brillo del metal esperando que reaccionase como todos lo hacían. Espero la tristeza, la resignación o una mueca. Sin embargo nada pasó. Sabía que el traspaso del poder era irreversible. Ya no había remedio.
Bajó la mirada agobiado. Observó la tierra que ya no era suya. Sus pies que ya eran otra cosa. Los yuyos agónicos, la niebla que ni se atrevía a tocarlo. Quiso llorar pero las lágrimas ya no le pertenecían. Levantó sus ojos y miró las túnicas de su contrincante. Estaban manchadas. Había sangre y barro. Marcas de manos de los condenados, de aquellos que otrora habían rogado por clemencia. 
Pero no habían hecho el ritual del arrepentimiento. Algo se le contrajo en el pecho. Quizás una pena antigua, quizás después de todo tenía un corazón. Pero dudó. Dudó porque lo cierto era que él mismo había deseado eso. Él mismo quiso ser eterno, quiso ser el dueño del poder que ostentaba. La ira y el rencor, incluso la pena, se fueron apagando lentamente. La resignación se abrió camino y se acomodó en el lugar donde antes la ansiedad y el resentimiento habían gobernado. Suspiró vapor, sus ojos se encendieron con una llama violácea. Lo observó un segundo más y la furia se disipó en el aire. 

La Parca, entonces, dio media vuelta y derrotada se retiró. Continuó vagando por la tierra, quitando almas, mirando el horror en los ojos de los otros. No pudo reclamarle nada a su eterno contrincante porque después de todo, Él muchos siglos atrás, solo había cumplido con su más íntimo deseo. 

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

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