―¿Qué buscás? ¿Qué querés de mí?
―Tranquilízate… soy yo…
―¡No me digas lo que tengo que hacer! Sé quién sos ¿Qué
querés?
―Nada… quizás salir… no sé.
―Andate. No te necesito. Ya no. Puedo solo…
―Está bien… si así lo deseás me voy.
―Sí. Así lo deseo.
El silencio
invade la habitación. Durante mucho tiempo Mariano no supo que era esa palabra:
silencio. Era una utopía, un lugar inalcanzable en su universo de tinieblas.
Por culpa de Él nunca pudo encontrar la paz ni la felicidad. Por Él su vida
había estado plagada de desgracias. De soledad. Sobre todo de soledad. Una
amarga y oscura. Pero ahora ya podría, solo. Ahora que lo había echado era su
momento y no lo desperdiciaría pensando en Él. No. Ahora estaría mejor que
nunca. Libertad.
Mira por la
ventana. Está abierta. La brisa nocturna mueve suavemente las cortinas baratas
del lugar. Se asoma. Es un largo trayecto hasta el suelo. Minutos antes había
considerado arrojarse, pero ya no. Ahora tiene una perspectiva diferente, un
futuro. Luego de su decisión, de aquella sanguinaria decisión, sabe que estará
bien. Respira hondo. La habitación está en el décimo piso y aún siente que el
aire le duele al entrar porque segundos atrás había corrido escaleras arriba
sin piedad, sin parar. Aterrorizado. Pero ahora está mejor. Se lo repite una y otra vez para convencerse. Está bien porque lo echó, lo expulsó.
Mira otra vez.
Es muy alto incluso para alguien como él. Para alguien que vivió toda su vida
en la cornisa, en el borde de la insania. Saca una de sus manos intentando
palpar la distancia. Es imposible, lo sabe. Pero lo intenta. Siente que el
abismo lo succiona, que clama por él. Enseguida se aparta. Quiere sentirse a
salvo. Ahora quizás pueda. “No sos tan valiente
como parecés”, escucha una voz ronca y su corazón se acelera por la adrenalina
y el terror. Instintivamente busca algo con que defenderse y solo encuentra una
lámpara vieja. Está encendida pero no le importa. La toma y se da vuelta para
confrontar a su agresor. Pero se encuentra con la habitación vacía y en
penumbras.
Como siempre
está solo. “Te dije que me dejaras solo…”, dice titubeante. Sabe que no es Él.
Sabe que es alguien más, otra voz. Aunque no está del todo seguro. Nunca lo
está. Quizás es otro ser que se suma a la interminable lista de personajes. De
esos que quieren destruirlo. Uno de los tantos que Él deja entrar cuando la
situación se pone tirante. Siempre fue así. Cuando todo se ponía mal Él traía
refuerzos y alguno de los personajes llegaba y se instalaba para atormentarlo
hasta que aflojase, hasta que volviese a acunarse en la voz de Él. Por eso sabe
que una nueva voz nunca es algo bueno. Esa presencia, esa voz no es un alma
gentil. Es un ente oscuro, perverso. Porque a fin de cuentas ¿qué otra cosa
podrían ser? Y quieren dañarlo, lastimarlo.
Una risa, una
carcajada espantosa resuena entre las cuatro paredes. Por instinto se aleja de
la ventana y sin soltar la lámpara camina hasta uno de los rincones. Está todo en
penumbras, excepto por la lámpara. Su espalda choca con la pared. Entonces
Mariano entiende que no hay a dónde ir, que no hay escapatoria. Al menos no una
como cualquier ser humano esperaría encontrar. Mira su entorno, intenta
calmarse. Ya conoce la situación por más terrible que sea. La conoce por
haberla vivido más de una vez. Y aunque le cuesta ver con nitidez ese entorno,
puede sentir. ¿Qué tipo de vida es esa? Una cruel, una dolorosa. Otra carcajada.
El corazón de Mariano está desbocado por el terror. Ahora que lo piensa Él, su
otra voz, era una presencia, algo que le deba cierto coraje.
Pero ahora, se
sentía desprotegido, abandonado. En algunos momentos de su vida de miserias, Él
le hizo compañía. Incluso le dio consejos. “Esa mujer no es para vos, Mariano.
Ella anduvo con todos los tipos de la ciudad. Es una arrastrada, una sucia
mujer sin escrúpulos. No podés amar a un pedazo de carne como ella. Te merecés
mucho más que esa prostituta barata. Por qué no la hacés tuya y después…”
Así había comenzado
su martirio. Al creer que Él era la buena compañía, alguien en quien confiar,
le permitió un lugar en su mente. Y Él la carcomió como un gusano que pudre
todo lo que toca. Y sí que destrozó su cabeza. Luego de la prostituta barata
siguió Manuel. Aquel joven fue el único amigo de verdad de Mariano. Sin embargo
jamás pudo ver ese hecho. La voz era celosa. Él le marcaba todo el tiempo que
su amigo no era tal. Que algo buscaba, que todo era por interés. Y se dejó
persuadir, porque a fin de cuentas, Él era el único que lo acompañaba siempre.
Pero un día
todo cambió. Una voz apareció y allí las cosas se complicaron. Hubo discusiones
y altercados. Noches de furia y sueños trastornados. La voz en este caso era de
mujer y Mariano se convenció de que se trataba de aquella prostituta. Que ella
había llegado para vengarse de sus actos, de su muerte a manos de él. Ella
estaba triste. Ella era depresiva y siempre quería morir. “¿Por qué la
invitaste?”, gritaba Mariano en sus noches de insomnio. Pero Él no contestaba
cuando ella aparecía. Y Ella era incansablemente destructiva, oscura. Con cada
palabra le hacía sentir las tinieblas, la infelicidad.
La vida se
tornó agónica para Mariano y una noche quiso sacarse la voz definitivamente de su
cabeza. Al principio no supo cómo pero luego de deliberar consigo mismo durante
horas, una madrugada de tormenta tomó un picahielos y decidió terminar con sus
malos compañeros. Sabía que, si lo hacía con cuidado, llegaría a esa porción
mínima de su cerebro que guardaba la voz de Ella y tal vez, con suerte, la de
Él. Lo sabía, aunque no quiso pensarlo demasiado. No fuera que Ella o Él
apareciesen para arruinarlo todo. Esa noche se sentó en la cama con una botella
de licor. Luego de varios sorbos a la botella, tomó el instrumento salvador y
lo observó. Brillaba como su futuro, como la posibilidad de una vida en
silencio, con voz propia. Introdujo el picahielos en su nariz y con un martillo
pequeño comenzó a dar golpecitos certeros. Golpe tras golpe, centímetro tras
centímetros, las voces se fueron acallando al son de la sangre derramada.
Cuando llegó el momento de Ella, Mariano cayó inconsciente y despertó cuatro
días después en un charco de su propia sangre.
Feliz con su hazaña,
salió del departamento y comenzó a recorrer la ciudad. Las luces eran
diferentes, intensas y de colores jamás vistos. El silencio reinante era ahora
su nuevo amigo. Y pasó el día caminando. Y las horas volaron hasta que la noche
llegó. Entonces para su desgracia Él comenzó a hablarle, otra vez. “¿Te creíste
que me matarías así de fácil?”. Y se rio de Mariano que desesperado comenzó a
correr sin rumbo fijo, mientras que Él le gritaba lo inútil y despreciable que
era. Ya no había palabras dulces, ni celos por los otros, ni consejos vanos. Ahora
era agresivo. Y dolía en el alma y en la cabeza.
Luego de correr incesantemente durante casi toda la
noche, Mariano se metió en un viejo hotel para resguardarse, pero ¿de qué? ¿De
su propia conciencia? ¿De sus delirios? Ya nada tenía sentido. Ahora la
desesperación era su consejera. Subió corriendo las escaleras. Con terror y
ahogado llegó hasta el piso más alto y allí fue hasta la ventana abierta. Quería
tirarse, terminar con todo. “¿Qué buscás? ¿Qué querés de mí?” Silencio. Una
carcajada…
Mariano con la lámpara en su mano está a la
expectativa de esta nueva voz. Por primera vez le teme. Tiene pánico de
enloquecer en manos de la nueva presencia. ¿Es nueva? Sabe que está en su
cabeza ¿lo está? Sin embargo, en el extremo opuesto de la habitación ve algo.
Ese algo acecha, espera. Las gotas de sudor corren por la piel de Mariano,
empapan su ropa. Piensa en cómo llegó hasta ese lugar. Piensa en el picahielos,
en que todo se sentía demasiado bien. Se acuerda de estar tirado, agonizando. Su
mano tiembla. La lámpara pesa una tonelada. ¿La tiene en la mano? Sabe que si
la luz se va todo termina. Sabe que si titubea, los demonios lo harán suyo.
Sabe…
Mariano se desvanece. La lámpara cae. Oscuridad.
Alaridos.
Misceláneas de la oscuridad (Soledad Fernández) - Todos los derechos reservados 2015
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