Vaciás de un sorbo el vaso que está
frente a vos y te abalanzás sobre ella. Ponés tus manos alrededor de su cuello
y apretás. Apretás mucho, tanto que tus dedos se ponen blancos y duelen. Sentís
cada relieve de su cuello, su pulso obstruido, su laringe a punto de quebrarse.
No hay vuelta atrás. La decisión está tomada. La odiás. Detestás su oscuridad,
su malhumor, sus celos. Este es tu último día junto a ella. Lo sabés y tus ojos
toman un brillo particular.
No es fácil. Ella te manipula aun
estando en las puertas del su ocaso. Aun teniendo un pie en el más allá, ella
intenta recuperar tu confianza o mejor dicho, intenta que continúes confiando
en su palabra, en su presencia. Por eso te mira desesperada. Porque sabe que
así toca tu fibra más íntima, tu sensibilidad femenina y casi maternal. Al
principio te perdés en esos ojos agónicos y deseosos de oxígeno. Por un breve
instante hasta te sentís culpable. Ella te hace sentir una desgraciada. Pero
eras desgraciada mucho antes. Por ella eras miserable y triste. Y recordás tu
pasado y de esa manera te recuperás de inmediato. Porque es lo mismo de
siempre; porque ella hace con vos lo que quiere y manipula tu espíritu.
“¡Basta!”, te decís. Y cuando te
reafirmás, cuando tomás la decisión final de continuar con tu cometido, ella lo
comprende y se resiste a tu ataque. Se defiende tirándote trompadas e intentando
arañar tu rostro. Grita con un aullido sordo, con un sonido mudo que queda
atrapado en esa garganta oprimida. Sabés que ella tiene todas las de perder y
eso te hace sentir poderosa. Vos tenés el mando de la situación, vos sos dueña
de tu destino, del mundo entero.
Mientras ella agoniza, tu espíritu se
va serenando. Se va desintoxicando de ese malvado y dañino ser. La tranquilidad
que habías perdido por su culpa, retorna a tu cuerpo. Porque durante años
soportaste sus “cositas”, como le decías a su comportamiento errático. A sus
mañas y sus desplantes. Era una desquiciada que siempre te quitaba lo mejor de
las cosas. Lo brillante se opacaba, lo alegre se volvía triste. Soportaste año
tras año sin decir nada, sin emitir una queja. Pero hasta aquí habías llegado.
Tenías que poner un punto final. Y lo ponías de esta forma, con violencia y
determinación.
Mientras ella expira, los momentos
más oscuros de tu vida junto a ella aparecen como en una película de terror.
Recordás tu primer amor. Y como con todos los que alguna vez te quisieron, como
con cada cosa nueva que emprendías, ella te hacía cuestionamientos horribles.
“¿Por qué no te lleva a su departamento?”, dijo una tarde y vos sentiste que tu
pecho se estremecía. No querías escucharla, pero como siempre, la frase era
emitida y tu cabeza no paraba un segundo. “¿Y si tiene otra? No sos lo
suficientemente hermosa para él”. Entonces cada vez que lo veías se te
aparecían sus frases, tus dudas. Con cada beso imaginabas las caricias que él
le profesaba a la otra. Incluso imaginabas como se reía de vos con la otra.
Y lo peor de todo era que ella no le
erraba. Siempre tenía razón. Él era casado y vos eras la otra. Sin embargo ¿eso
le daba el derecho a arruinarte todo? “Te está usando. No te das cuenta porque
no sos inteligente como ella”, decía cuando una amiga nueva aparecía. Y vos
desconfiabas de ella, de ellos, de todo el mundo. Porque todos tenían segundas
intenciones y ella te advertía y vos descubrías la otra cara del universo. ¿Era
eso o eras vos que fracasabas con todo? Ya no lo sabías. Ya no sabías qué era
pensamiento tuyo y qué de ella.
Y otro amor apareció y ella te
advirtió. Te dijo que a una gordita jamás el amor le llega. Y lloraste por no
saber qué hacer. Por no poder arriesgarte por él. Por no creerle a tu corazón.
Y la odiaste porque siempre estaba un paso antes que vos. La odiaste con todo
tu corazón.
El tiempo junto a este amor pasó y
viviste una nube rosa junto a él. Ella estaba al margen, silenciosa, aunque
amenazante. Esperaba cualquier excusa para volver y cuchichear en tu oído su
amargura. Pero mientras ella callaba, él apareció con flores y un anillo. “Casate
conmigo”, te dijo y supiste que ese era el momento crítico. Que ella aparecería
en cualquier momento y arruinaría todo. Te haría sentir una fracasada. Ella estaba
por ahí, lo presentía. Seguramente se hallaba escondida esperando a que
estuvieras sola. Acechando con dudas, con pensamientos turbios. “Si”, te
apresuraste a decir antes que ella apareciese. Y él te besó con extrema
felicidad.
Pero no te quedaste tranquila. La
esperaste durante largo rato. Incluso deseaste que apareciese con su oscuridad
habitual. Y por la noche, cuando un trueno rompió el silencio sepulcral que te
rodeaba, te miraste al espejo y la viste. La viste luego de varias copas de
alcohol y unas cuantas pastillitas rosas que te hacían ver todo doble. Viste a
esa que siempre corrompió lo bello, la que arruinó tu vida. Divisaste en el
espejo a la culpable de tus dudas y la tomaste por el cuello y la arrancaste
del reflejo, mientras ella pataleaba intentando defenderse.
La tormenta amaina y mientras la
observás palidecer entre tus manos te preguntás si es correcto matarla. A pesar
de todo, ella siempre había estado con vos, aun en los peores momentos. Si bien
había teñido de oscuridad los mejores, ella siempre te alertó cuando no te
dabas cuenta del daño que los demás te hacían. Ella era quien te despertaba,
quien te mostraba la realidad del color que era y no de ese rosa que tanto
amabas. Ella era realista a diferencia tuya. Esperaste, tal vez había algo que
escuchar, algo que cambiar.
Por un segundo tus dedos se aflojan. Por
un segundo pensás en dejarla vivir, en escuchar lo que tiene para decirte ahora.
Le das la oportunidad de zafar. Le das tiempo para que se recupere, para que se
levante y vuelva a ser ella misma. Pero no lo hace. Se deja matar por vos. Se
deja asesinar por tus manos, por tu optimismo y cursilería. Se deja morir por
tu ingenua felicidad.
Y así es que la Inseguridad, esa
parte oscura en vos, muere sin remedio. El cielo se limpia del todo y tu mente
también. Y salís a enfrentar la vida sin pensar mal de los otros, sin dudar de
tus capacidades, sin creerte menos que los demás. Salís con la ingenuidad
original, aquella misma que tenías de niña. Y te sentís optimista, y bastante
más segura. Sentís que la vida por fin te sonríe y que el mundo, a través de
estos nuevos ojos, es mucho mejor que antes.
Autor: Misceláneas (Soledad Fernández)
– Todos los derechos reservados 2015
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