sábado, 10 de octubre de 2015

Inseguridad







Vaciás de un sorbo el vaso que está frente a vos y te abalanzás sobre ella. Ponés tus manos alrededor de su cuello y apretás. Apretás mucho, tanto que tus dedos se ponen blancos y duelen. Sentís cada relieve de su cuello, su pulso obstruido, su laringe a punto de quebrarse. No hay vuelta atrás. La decisión está tomada. La odiás. Detestás su oscuridad, su malhumor, sus celos. Este es tu último día junto a ella. Lo sabés y tus ojos toman un brillo particular. 

No es fácil. Ella te manipula aun estando en las puertas del su ocaso. Aun teniendo un pie en el más allá, ella intenta recuperar tu confianza o mejor dicho, intenta que continúes confiando en su palabra, en su presencia. Por eso te mira desesperada. Porque sabe que así toca tu fibra más íntima, tu sensibilidad femenina y casi maternal. Al principio te perdés en esos ojos agónicos y deseosos de oxígeno. Por un breve instante hasta te sentís culpable. Ella te hace sentir una desgraciada. Pero eras desgraciada mucho antes. Por ella eras miserable y triste. Y recordás tu pasado y de esa manera te recuperás de inmediato. Porque es lo mismo de siempre; porque ella hace con vos lo que quiere y manipula tu espíritu. 

“¡Basta!”, te decís. Y cuando te reafirmás, cuando tomás la decisión final de continuar con tu cometido, ella lo comprende y se resiste a tu ataque. Se defiende tirándote trompadas e intentando arañar tu rostro. Grita con un aullido sordo, con un sonido mudo que queda atrapado en esa garganta oprimida. Sabés que ella tiene todas las de perder y eso te hace sentir poderosa. Vos tenés el mando de la situación, vos sos dueña de tu destino, del mundo entero. 

Mientras ella agoniza, tu espíritu se va serenando. Se va desintoxicando de ese malvado y dañino ser. La tranquilidad que habías perdido por su culpa, retorna a tu cuerpo. Porque durante años soportaste sus “cositas”, como le decías a su comportamiento errático. A sus mañas y sus desplantes. Era una desquiciada que siempre te quitaba lo mejor de las cosas. Lo brillante se opacaba, lo alegre se volvía triste. Soportaste año tras año sin decir nada, sin emitir una queja. Pero hasta aquí habías llegado. Tenías que poner un punto final. Y lo ponías de esta forma, con violencia y determinación. 

Mientras ella expira, los momentos más oscuros de tu vida junto a ella aparecen como en una película de terror. Recordás tu primer amor. Y como con todos los que alguna vez te quisieron, como con cada cosa nueva que emprendías, ella te hacía cuestionamientos horribles. “¿Por qué no te lleva a su departamento?”, dijo una tarde y vos sentiste que tu pecho se estremecía. No querías escucharla, pero como siempre, la frase era emitida y tu cabeza no paraba un segundo. “¿Y si tiene otra? No sos lo suficientemente hermosa para él”. Entonces cada vez que lo veías se te aparecían sus frases, tus dudas. Con cada beso imaginabas las caricias que él le profesaba a la otra. Incluso imaginabas como se reía de vos con la otra.

Y lo peor de todo era que ella no le erraba. Siempre tenía razón. Él era casado y vos eras la otra. Sin embargo ¿eso le daba el derecho a arruinarte todo? “Te está usando. No te das cuenta porque no sos inteligente como ella”, decía cuando una amiga nueva aparecía. Y vos desconfiabas de ella, de ellos, de todo el mundo. Porque todos tenían segundas intenciones y ella te advertía y vos descubrías la otra cara del universo. ¿Era eso o eras vos que fracasabas con todo? Ya no lo sabías. Ya no sabías qué era pensamiento tuyo y qué de ella. 

Y otro amor apareció y ella te advirtió. Te dijo que a una gordita jamás el amor le llega. Y lloraste por no saber qué hacer. Por no poder arriesgarte por él. Por no creerle a tu corazón. Y la odiaste porque siempre estaba un paso antes que vos. La odiaste con todo tu corazón.

El tiempo junto a este amor pasó y viviste una nube rosa junto a él. Ella estaba al margen, silenciosa, aunque amenazante. Esperaba cualquier excusa para volver y cuchichear en tu oído su amargura. Pero mientras ella callaba, él apareció con flores y un anillo. “Casate conmigo”, te dijo y supiste que ese era el momento crítico. Que ella aparecería en cualquier momento y arruinaría todo. Te haría sentir una fracasada. Ella estaba por ahí, lo presentía. Seguramente se hallaba escondida esperando a que estuvieras sola. Acechando con dudas, con pensamientos turbios. “Si”, te apresuraste a decir antes que ella apareciese. Y él te besó con extrema felicidad.
Pero no te quedaste tranquila. La esperaste durante largo rato. Incluso deseaste que apareciese con su oscuridad habitual. Y por la noche, cuando un trueno rompió el silencio sepulcral que te rodeaba, te miraste al espejo y la viste. La viste luego de varias copas de alcohol y unas cuantas pastillitas rosas que te hacían ver todo doble. Viste a esa que siempre corrompió lo bello, la que arruinó tu vida. Divisaste en el espejo a la culpable de tus dudas y la tomaste por el cuello y la arrancaste del reflejo, mientras ella pataleaba intentando defenderse. 

La tormenta amaina y mientras la observás palidecer entre tus manos te preguntás si es correcto matarla. A pesar de todo, ella siempre había estado con vos, aun en los peores momentos. Si bien había teñido de oscuridad los mejores, ella siempre te alertó cuando no te dabas cuenta del daño que los demás te hacían. Ella era quien te despertaba, quien te mostraba la realidad del color que era y no de ese rosa que tanto amabas. Ella era realista a diferencia tuya. Esperaste, tal vez había algo que escuchar, algo que cambiar.
Por un segundo tus dedos se aflojan. Por un segundo pensás en dejarla vivir, en escuchar lo que tiene para decirte ahora. Le das la oportunidad de zafar. Le das tiempo para que se recupere, para que se levante y vuelva a ser ella misma. Pero no lo hace. Se deja matar por vos. Se deja asesinar por tus manos, por tu optimismo y cursilería. Se deja morir por tu ingenua felicidad. 

Y así es que la Inseguridad, esa parte oscura en vos, muere sin remedio. El cielo se limpia del todo y tu mente también. Y salís a enfrentar la vida sin pensar mal de los otros, sin dudar de tus capacidades, sin creerte menos que los demás. Salís con la ingenuidad original, aquella misma que tenías de niña. Y te sentís optimista, y bastante más segura. Sentís que la vida por fin te sonríe y que el mundo, a través de estos nuevos ojos, es mucho mejor que antes. 

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

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