domingo, 31 de enero de 2016

Visiones





Mi mundo se derrumbó cuando papá me envió a aquel convento. Siempre supe que éramos pobres, pero la verdad golpeó cuando el único hombre que amé en mi vida, me rechazó por falta de una dote.

Luego papá murió y solo pude ser parte de ellas. De ese silencio agobiante. De la prohibición del amor carnal. De un día para el otro la vida se me rió en la cara y solo pude callar. Solo pude ser una paria entre las monjas que socarronamente me hacían a un lado. Porque estaba de prestada. Porque no pertenecía. Todo lo contrario, ellas estaban forzadas a tolerarme.

Al principio lloré mucho. Por la injusticia de la vida, por el amor trunco, por la falta de hombría del único ser que debió luchar por mí. Luego llegó el silencio en forma de obligación. El voto así impuesto provocó en mí un daño terrible. La soledad me invadió y se hizo mía. Sentí que me sumergía en un pantano de oscuridad del que jamás saldría con vida. Y ese silencio de la boca, se hizo propio, se hizo silencioso frío del corazón. Me convertí en una roca viviente y vagué cada día por los inmensos parques del convento. Buscaba. Necesitaba encontrar un motivo para seguir viviendo en esta tierra infeliz.

Los días pasaron, la pena fue aumentando. Extrañaba mi vida, a papá y a él. Lo extrañaba horrores y no poder decirlo era peor. Sentía un cuchillo permanente en mi pecho y en mi estómago. En cada rincón oscuro del convento lo veía, o en realidad ansiaba ver ese rostro pálido y maravilloso que tan elegantemente me había rechazado. “Nada tiene que ver el amor en esto, mi querida. Por supuesto que te amo, pero no hay forma de que estemos juntos” y esa había sido la sentencia de muerte. La muerte de mi espíritu, de mi vida, de mi futuro.  

Una tarde de las que muda de espíritu y palabras, decidí dar un paseo. Uno más de los miles que ya había dado. Uno más esperando a que algo cambiase. Y llegué a un rincón del convento en el que nunca había estado. Era casi en los límites más lejanos del bosque, donde un pequeño riacho avanzaba con el agua cristalina y el sonido de la naturaleza a cuestas. Recuerdo que me quedé observando las piedras del lecho. Eran doradas y los peces jugueteaban entre ellas. Recuerdo que en ese momento extrañé tanto al amor negado que grité de pura bronca y unos pájaros salieron volando asustados, como estaba yo, por la ausencia del mundo que solía conocer. Y allí mismo, debajo de un árbol la visión más hermosas y maravillosa apareció. Él, con su traje blanco, el que usaría en nuestra frustrada boda, me sonreía.

Mi corazón saltó de alegría y no pude más que correr a nuestro encuentro. Solo eran unos metros, lo juro. Unos metros que semejaron kilómetros de distancia con mi amor. Corrí sin descanso. Con la larga sotana blanca que me obligaban a usar enredándose en mis pies. Tropecé pero mantuve mi equilibrio. Solo desvié la mirada para saltar el arroyo que tenía ímpetu en su caudal. Entonces, al levantar la mirada, él ya se había ido.

Lloré desesperada. “Iván”, le grité con amargura. “No me dejes”, le rogué mientras solo pude caer de rodillas al suelo y desfallecer.

Desperté en el convento, en mi cama, en el momento justo en que una de las monjas cerraba la puerta. Intenté hablar pero la voz se me hizo ronca y agónica. Miré a mí alrededor. En mi mesita de luz había una vela encendida, un jarrón lleno de agua y un vaso. Quise moverme para tomar agua. Mi garganta estaba seca y mi cuerpo débil. Pero no pude moverme. “¿Cuánto hace que estoy acá?” me pregunté pero no hubo respuesta. Sentí que mi cabeza ardía. Estaba segura de que me había atacado una fiebre maligna. Seguramente por mi desobediencia, por emitir un sonido intenso. Intenté recordar el momento del desmayo. Pero solo pude recordarlo a él, a su sonrisa y su silencio.

Lo intenté otra vez. Necesitaba con desesperación tomar agua. Pero el cuerpo parecía ajeno. El cuerpo se había transformado en una roca pesada y no lo podía mover ni un centímetro. Mi pecho se agitó por el miedo a estar incapacitada, para siempre.

Intenté calmarme, intenté no desesperar. Observé el cuarto para concentrarme en otra cosa que no sea mi propia quietud. La penumbra era intensa, envolvente. Mis pensamientos querían huir, fugarse a otro mundo. Pero permanecían ahí a pesar de todo. Pensé que ese sería mi fin. Y no expiré en ese instante porque me concentré en uno de los extremos oscuros de la habitación. Una sombra entre las sombras, un suspiro en mi silencio. No podía creer lo que estaba viendo. Iván, mi Iván. Estaba ahí, observándome. Le rogué con mi voz arrastrada y él se acercó. Acarició mi frente y se sentó junto a mí.

La noche se hizo larga, angustiante. Pero él jamás se movió de mi lado. Puso hielo en mis labios y una venda empapada en mi frente. No quería dormirme porque temía no encontrarlo al despertar. Pero finalmente el agotamiento venció a mi cuerpo y caí en un sueño pesado, oscuro. Sentí que nadaba en aguas pantanosas intentando emerger pero sin lograrlo. Todo lo que me rodeaba era negro. Excepto por un solo punto luminoso. Intenté seguirlo. Pensé que Iván estaría ahí. Vi sus manos, su sonrisa. Sí, era él que me esperaba. Pero el camino era largo y doloroso. Mi cuerpo se desintegraba con cada movimiento. Mis manos se transformaron en huesos y lo mismo el resto de mi cuerpo que vio su carne caer hecha girones. Hasta que llegué y tomé su mano.
Y emergí de las profundidades.

Abrí los ojos solo para ver los rostros asombrados de las monjas. Ellas me explicaron que durante varios días deliré. Que se turnaron entre ellas para cuidarme y que en ese tiempo murmuraba palabras sin sentido. “Creímos que estabas poseída por un demonio”, dijo la Madre superiora. Y lo único que pude pensar fue en Iván. “¿Dónde está?”, pregunté ansiosa y ellas no dijeron nada. “¿Dónde está Iván?”, grité llorando.

La madre superiora les ordenó a las demás que salieran. Al quedar solo nosotras dos me entregó un sobre. “Llegó el día en el que te desmayaste en el bosque”, dijo y se fue. Desesperada abrí el sobre y leí la carta. Solo derramé una lágrima. Eso fue todo.


Los días pasaron mientras recuperé mis fuerzas. Cuando pude caminar sola otra vez, fui al bosque. Busqué nuestro lugar. Aquel donde había comenzado toda esta locura y sin pensarlo dos veces me uní a Iván. Él había partido aquel día. Se había suicidado porque me extrañaba y nada podía hacer para recuperarme. Entonces lo seguí como se siguen los grandes amores, los amores imposibles en esta tierra, aunque eternos en el más allá. 

Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016

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