Amalia
era una mujer común. Tan común que hasta sus sueños se habían contagiado de esa
mediocridad. Desde hacía bastante tiempo soñaba lo mismo: se soñaba sentada, con
la mirada perdida, en el salón comedor de alguien, quizás el de ella. Lo llamativo
de su sueño, además de que se repetía consistentemente, era que todo ahí tenía
un tono marrón, oscuro y aburrido. Ella tenía frente de si una mesa redonda de
madera, marrón también. Un vaso con agua y varias pastillas colocadas una al
lado de la otra. Y ese era todo el sueño. Horas nocturnas de una situación
estática y monocromática. Hasta que algunas cosas empezaron a ser diferentes.
Y
la noche en que todo comenzó a cambiar ahí estaba Amalia. Casi todo era igual: el
comedor, la mesa, ella sentada en una silla. Pero en lugar del vaso con agua y
los comprimidos, había ahora un tablero de ajedrez. Un lujoso y muy trabajado a
mano, tablero. “Extraño”, pensó al despertar esa mañana “yo no sé jugar al
ajedrez”.
A
pesar del cambio, el día de Amalia pasó de forma desapercibida. Como siempre
pasó sus horas diarias caminando en un hermoso parque lleno de flores, regando
las plantas que tanto amaba y observando las mariposas que revoloteaban felices
y llenas de vida. El sol era intenso como lo habían sido cada uno de los días
anteriores. Y el cielo despejado y azul.
Al
llegar la noche sintió intriga. Tenía curiosidad acerca de qué encontraría
arriba de la mesa. ¿Sería un plato humeante de su comida favorita? O acaso lo
contrario: ¿todo aquello que detestaba? Esa noche se fue a dormir con la
imaginación encendida y la expectativa puesta en una insulsa mesa de madera. Y al
cerrar los ojos, los abrió en su sueño.
Esta
vez, los tonos marrones eran sepia. Podía divisar algunas cosas mas coloridas
como un cuadro en la pared que siempre había estado borroso y una diminuta
estatua sobre un modular que era tan blanca que parecía hecha de luz. Pero lo
que a Amalia le interesaba era lo que se encontraba sobre la mesa.
Otra
vez estaba el tablero de ajedrez y de alguna forma se decepcionó. Del sueño y
de si misma porque se consideró tan insípida como la casa que la rodeaba. Se pensó
carente de gracia y de la capacidad de pensar cosas interesantes, al menos en
un sueño. Pero algo sí había cambiado: en el tablero había muchas fichas
acomodadas. Ella era las blancas, o así lo entendió.
La
noche pasó invariable y el día llegó. Como siempre fue a su parque de ensueño,
con su vestido de muselina blanca, y las sandalias de charol rosa. Pero enseguida
notó que el día estaba nublado, a diferencia del resto de los días su vida que
habían sido esplendorosos y llenos de sol. Sus hermosas flores se veían algo
opacas y por ello su pecho se estremeció. Pensó que los sueños estaban
perjudicando sus días y entonces decidió que por la noche trataría de cambiar
los hechos, como si todo fuese tan simple.
Alterada
se durmió y nuevamente apareció en la desabrida cocina. Aunque notó de
inmediato que había más luz y color. Junto a la estatuita que ahora tenía forma
de querubín, había un portarretrato y una foto borrosa. Aunque sin saber por
qué, sintió que la imagen le era conocida. Observó a su alrededor como los
sueños permiten que uno haga y vio todo con mayor claridad. El piso era azul y
las paredes se habían convertido en un blanco opaco aunque agradable. La única
lamparita que siempre la alumbraba ahora era una hermosa araña. Sus cristales tintineaban
con la brisa que se filtraba por la ventana. Una ventana que ahora aparecía
entreabierta y traía consigo aromas nuevos. Las cortinas rojo oscuro flotaban y
afuera Amalia pudo divisar lo que parecía un jardín. Aunque borroso como la
foto. Solo verde y unos puntos rojos.
En
la mesa, el tablero seguía ahí aunque las piezas estaban movidas. Se asustó
porque al parecer su contrincante la tenía acorralada. ¿Quién era el jugador
misterioso que le ganaba esta partida? No sabía. Tampoco llegaba a comprender
cómo estaba próxima al jaque mate si no tenía recuerdo de haber movido ni una
ficha. Y sin embargo, todo estaba diferente. Fichas entremezcladas en jugadas
imposibles de hacer por ella. Y a pesar de no entender el juego, su corazón supo
que estaba acorralada como la reina del tablero.
Despertó
angustiada y como siempre fue a su jardín. Necesitaba la paz que ese lugar le
brindaba. Pero con dolor vio que llovía. El agua caía sobre el pasto como sobre
su corazón. Y el cielo estaba revuelto y oscuro como sus pensamientos. Había un
dolor profundo en Amalia que se resistía a reconocerlo. Un dolor latente y
viejo que tomaba ímpetu para pegarle. Para noquearla.
Y
la noche llegó y Amalia tuvo miedo de dormir. Temía que el juego hubiese
terminado así como también la paz de su espíritu. La falsa paz de su
conciencia.
Esta
vez ni notó el momento en que se durmió. Apareció como cada noche en la cocina,
sentada frente al tablero de ajedrez. Acorralada como la noche anterior. Esta vez
podía ver con nitidez el jardín que era verde y estaba lleno de flores. Aquí
había sol. Quiso ir pero algo la mantenía fijada a la silla y entendió que
debía terminar el juego si quería avanzar. Entonces la vio. Y la reconoció de
inmediato. Ella era quién la había puesto en jaque. Ahora como antes. Miró con
angustia el querubín y la foto que ahora era dolorosamente nítida. Recordó con pena
lo que su corazón se había empecinado en ocultar. “Pero todo vuelve, Amalia”,
dijo la Muerte moviendo la última ficha.
Amalia
miró los ojos vacíos de su oponente. Recordó en ellos el dolor de su pasado, la
pérdida de lo único que había amado sin cuestionamientos. Vio en esos huecos
horrorosos el hospital y a su hijito muriendo a pesar del esfuerzo vano de
todos, de ella.
Miró
a su alrededor y reconoció su hogar. Escuchó la risa de sus otros hijos y su
esposo afuera. Vio el vaso y las pastillas a un costado. Entendió que moriría
de pena en ese momento. Entendió que perdería el resto de su vida en ese
estado. Miró de nuevo a la Muerte que estaba deseosa de llevársela. Vio las
ansias en su sonrisa esquelética, en sus ojos que le seguían mostrando el dolor
del pasado.
Sintió
el peso del dolor, el agobio de sus días más oscuros. Sintió las amarras que la
mantenían cautiva en ese lugar, en ese rincón oscuro de su vida. Entonces, con
un grito de rabia Amalia rompió sus ataduras y tiró el tablero al suelo. Las fichas
volaron por el aire mientras ella, con un nuevo color en su espíritu, se levantó
y corrió hacia el parque. Amalia despertó de su letargo y la Muerte se
desvaneció.
La
paz llegó a la vida de Amalia, y ella comenzó a ser feliz otra vez. Aunque
todos sabemos que solo postergó el trabajo de su oponente por un tiempo nomás. Un
tiempo que durará en parte, lo que Amalia esté dispuesta a vivir.
Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016
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