Sandra observó su reflejo en la hoja de la enorme
cuchilla de carnicero. Era un magnífico instrumento. Filoso y brillante. Con un
mango de madera lustrada. Herencia de su abuela, por supuesto. A ella le
gustaban las cosas brillantes y afiladas. Sobre todo lo filoso y lo extremo a
diferencia de su esposo, Manuel. Le sonrió al reflejo, acomodó su flequillo y
leyó las indicaciones del antiguo recetario familiar.
“Rehogar dos cebollas medianas en un sartén con aceite
de oliva…”
Con gran maestría cortó las cebollas, derramó una
lágrima mínima, y volcó todo en la sartén. Sintió el ruido crujiente de la
preparación y aspiró una enorme bocanada. El aroma era exquisito. “Preparar la
carne cortándola en fetas gruesas”
Fue hasta la heladera. Por unos segundos dejó la
puerta abierta admirando el orden de las cosas: cada alimento en su recipiente
plástico y rotulado, con mucho esmero. Zanahorias ralladas, papas peladas y
cortadas en cubitos, ajíes y remolachas. Todo impecable, todo prolijo “como Dios
manda”, pensó. Ubicó los ingredientes faltantes y los fue sacando de a uno. Los
acomodó en la mesada y volvió a la heladera. Solo faltaba la carne.
Miró una vez más. Las porciones de carne estaban
separadas del resto de los alimentos como le había enseñado su mamá. Y eso era
importante para no contaminar nada. “Los gérmenes son peligrosos, son los
verdaderos enemigos de las personas, hija”. Un escalofrío le recorrió el
cuerpo, no porque le impresionara ver la carne ahí acomodada o porque recordase
a su madre que ya estaba en el más allá. No. La emoción la embargó de repente.
Casi con la misma brusquedad con que decidió hacer la receta de familia. “La
vida a veces se precipita de manera vertiginosa”, pensó.
Durante años había imaginado aquel día. La receta era
una especie de ritual familiar, aunque más bien le pareció un rito de
iniciación. Incluso de liberación espiritual. Primero su abuela y luego el
resto de las mujeres habían continuado con la labor. Incluso su madre fue parte
de la herencia. “Mágico”
Se trataba de una única receta, una vez en la vida. Sandra
pensó que era casi como contraer matrimonio. Como enamorarse. Como dejar de ser
virgen. Una sola vez. Y había crecido obsesionada con aquel instante, deseando que
llegase el momento que ahora se presentaba. Vislumbrando detalles mínimos,
sentimientos no explorados.
Suspiró para no llorar de la emoción. Pensó en sus mujeres
¿Cómo habían hecho para no repetir el ritual luego de la primera vez? “Imposible
no repetirlo”, se dijo. Estaba segura que recaería. Que eso que se le escapaba
de sus manos una vez finalizada la receta, debería repetirse.
Despejó sus pensamientos y tomó uno de los muslos. Era
pesado, demasiado. Mientras lo llevaba a la mesada recordó el momento en que se
hizo del ejemplar. Recordó cómo le dio caza a su presa y eso fue más excitante
aún. Recordó el filo del metal, la sangre. Recordó por sobre todas las cosas,
la sorpresa.
Llevó una mano a su pecho intentando serenar las
palpitaciones de su corazón. Por un breve instante temió por su integridad
mental y eso la alarmó. No quería perderse en banalidades, pero imaginar el
instante en que pasó aquella cuchilla por la garganta de su futura cena, aún
recordando la sangre que brotaba a chorros, se le ocurrió tremendamente excitante.
A pesar de que luego tuvo que limpiar todo y ordenar.
“Suficiente”, se dijo y continuó con la receta. Una
vez que el muslo estuvo en la tabla de cortar carnes, Sandra tomó la cuchilla y
lo cortó en fetas gruesas. La carne era tierna como su presa. Débil. El metal
se deslizó con suma facilidad, provocando un ligero temblor en las manos de la
joven mujer. Desechó las sobras para el perro y acomodó las porciones ovaladas
dentro de la sartén junto a la cebolla que estaba ya dorada. Agregó una pizca
de sal, pimienta y unas hojas de albahaca. Todo al pie de la letra. Todo como
debía ser.
El aroma a carne frita la invadió rápidamente y la
transportó a su vida de antes, a sus días felices. Pensó en Manuel. En cuando
le cocinaba su comida favorita: salteado de carne con cebollas. “Irónico”,
pensó. Imaginó en qué se le habría pasado por la cabeza en aquel segundo, el
último. Imposible saberlo con exactitud. Inimaginable. Diez años atrás se
habían casado. Ni un hijo le quiso dar. Ni uno. Quizás eso la decidió. Quizás…
Tal vez la forma en que él ordenaba las cosas. O desordenaba. Recordó que él no
era una persona amante del orden. De esa estructura que Sandra tanto necesitaba
y que había aprendido de su madre.
Como hija única supo que sería igualita a ella. Y
ahora lo confirmaba.
La carne estuvo a punto y Sandra, con cuidado, puso
todo en una enorme bandeja de plata y la llevó al comedor. Ahí había preparado
la mesa para tres. Una enorme mesa de roble se encontraba en el centro de la
habitación con su mantel blanco y pulcro. Usó la vajilla de las ocasiones
especiales y las servilletas rojas que habían comprado cuando eran novios. Sus
invitados estaban por llegar.
Miró nerviosa el reloj de pared mientras ultimaba los
detalles. Sus suegros no eran puntuales y se caracterizaban por ser personas
raras. Obviamente desde la visión de Sandra. Ella nunca los había visto como
familia. Nunca los sintió cercanos. Pero los toleraba. ¿Les diría la verdad?
No, por supuesto. “La ignorancia es una bendición”, se dijo divertida.
En cuanto ellos llegaron, el ritual de la cena
familiar comenzó como cada sábado por la noche. Como cada semana de los últimos
diez años. Esperó la crítica “constructiva” de ella, el comentario irónico por
la falta de hijos de él, la mirada de desaprobación por el decorado de la mesa.
Y con una sonrisa evadió todo y pensó en su vida futura. En su liberación.
Sirvió la cena y todo transcurrió como siempre. Aunque
esta vez algo era diferente: él no estaba compartiendo la mesa. Ellos
observaron a Sandra con interrogación en la mirada y con pena ella les contó
cómo su esposo la había abandonado. “Él decidió dejarme hace tres días, Marta”,
contó con lágrimas en los ojos.
Su suegra le tomó la mano con condescendencia, aunque
Sandra percibió cierta alegría y sobre todo alivio, en su mirar; a la vez su
suegro, sin inmutarse, llevó una enorme porción de carne a su boca y masticó
con la boca abierta. “Estas cosas pasan, Sandra”, dijo él. “No será por la
comida porque cocinás muy bien, querida”, acotó tragando con dificultad. Ella
le hizo una media sonrisa y finalizó: “Él seguirá en mi corazón y en mis
pensamientos por siempre”.
La cena terminó en silencio entre miradas furtivas, preguntas
no enunciadas y gestos ahogados. Mientras que sus suegros se retiraban, Sandra
recordó los ojos de su esposo en el instante en que le rebanó la garganta. Lastimeros,
débiles como siempre. Como su carne.
“¿No quieren llevarse una porción? Esto es demasiado
para mi sola…”, les dijo y el hombre se apuró en aceptar el ofrecimiento de su
ahora ex nuera. Ella les hizo una enorme sonrisa y así se retiraron, con el tupper lleno de carne. “Espero que no se
indigesten”, dijo Sandra con falsa preocupación a la vez que saludaba con la
mano, con la convicción de que jamás volvería a ver a esas personas.
Una vez sola sintió la liberación y la certeza de que
esta experiencia debería de repetirse. Limpió la casa, eliminó toda evidencia y
suspiró una única vez por él. Luego fue hasta la heladera una vez más y embolsó
los restos de carne para frezarlo por si acaso. Al fin y al cabo, Sandra era
vegetariana y no resistía ver a su esposo eternamente apilado en la heladera.
Autor: Soledad Fernández – Todos los derechos
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