martes, 29 de marzo de 2016

Hija única





“Mucha gente va a morir hoy”, dijo mi hija y no supe qué contestar. Sólo nos invadió un tremendo y pesado silencio. El de siempre. El que se había colado en nuestra relación desde el primer día.

Lo primero que pensé fue que había escuchado aquello en la televisión y lo repetía. Pero era algo demasiado perturbador como para quedarme sólo con eso.

Entonces ella dijo algo más. Algo que me preocupó hasta los huesos: “Mamá, ¿escuchaste lo que te dije? Todos van a morir hoy”. No era ella. Era su voz pero no era ella. Estaba segura de eso.

―Sí, hija te escuché. ¿Cómo lo sabés?―le pregunté y entonces ella me observó con asombro.
―¿Saber qué, mamita?―y esa mirada, la de siempre apareció.

“No estoy loca”, me dije como tantas veces. “No estoy loca”

Emilia era mi primera hija. La única que pude tener. Luego de traerla al mundo mi útero no paró de sangrar y tuvieron que quitármelo. Sufrí muchísimo. El dolor físico fue tremendo. Pero el otro dolor, ese que es del alma fue peor. Sentí que el mundo me daba un aviso: no debía multiplicarme más. La depresión apareció poco después y casi nada puedo decir de los tres primeros meses de mi hija. No lo recuerdo.

Ella era especial, como lo son los hijos únicos. Irrepetible. Y la cuidé quizás demasiado ya que siempre pensé “Si algo le pasa, si Dios me la quita, ya siempre estaré sola”.

Recuerdo a su padre. Él se encargó de todo en mis meses de depresión. O así lo dijo mi madre. No lo tengo presente. Pero sí recuerdo su mirada después de despertar, como le digo al momento en que aquella espesa nube en mi cabeza se desvaneció. Desperté una mañana de agosto, cuando Emilia cumplió su cuarto mes de vida. Fue el mismo día que su padre se quitó la vida frente a mí. Se voló los sesos. Fue terrible. Algo que me marcó porque no sólo lo amaba. Sentí en aquel entonces que lo había descuidado o que yo tenía algo que ver con su pena. Que no había hecho lo suficiente. Aunque jamás lo había visto apenado o triste. Jamás.

El primer año de Emilia fue difícil. Su llanto era tremendo. Sentía que perforaba mis neuronas y traspasaba mis pensamientos. Y la soledad. Extrañaba horrores al padre de mi hija. Luego de ello, Emilia creció de golpe. Maduró con gran velocidad y ya nunca me dio trabajo. Excepto por pequeñeces que alteraban nuestra paz familiar.

La primera vez fue en su segundo cumpleaños. Ella dijo “Papá vendrá a visitarnos hoy, mamá”. La claridad de sus palabras excedió la pequeña voz de esa nena de dos años. Y me aterró. No sólo por lo que decía, que era extraño y perturbador, sino por la posibilidad de que fuese cierto. Y peor aún, de que en esa visita él me culpase por su infelicidad. O incluso que tomara venganza llevándose a mi nena.

Las horas que me aguardaron hasta llegar la noche fueron de extrema ansiedad. Las palpitaciones me invadieron y una sensación en el pecho de asfixia mezclada con temor a morir se instaló de pronto. Aquella noche tomé píldoras. Las suficientes como para dormir de un tirón dos o tres días. Sin embargo, apenas dormité. Entre sueños y lágrimas de dolor recuerdo que vi a Emilia hablando sola, vestida con su pequeño camisón rosa de volados. Le hablaba al aire y gesticulaba. Se reía a carcajadas y de tanto en tanto me señalaba con ironía. Fue horrible.

Quise levantarme para llevarla a la cama conmigo y protegerla de esa nada que le hablaba; pero mi cuerpo drogado con los somníferos no respondió. Y entonces la oscuridad me arrulló. 

A la mañana siguiente ninguna de las dos dijo una palabra. Quizás por miedo de estar volviéndome loca. Quizás por el temor de que todo haya ido realidad. Ese silencio se fue instalando entre nosotras.
A sus tres años comenzó el jardín. Varias veces la maestra me llamó la atención por la poca sociabilidad de Emilia. “Falta su padre…él murió”, era mi respuesta en cada caso. Por supuesto no era excusa. Lo peor de todo es que a medida que creía, los sueños en que ella hablaba con su padre se multiplicaban. “Un amigo imaginario”, me decía yo ante la falta de respuestas. Pero no me quedé tranquila.

Un año más pasó. Mis nervios hicieron lo suyo mientras que Emilia se fue transformando en una preciosa niña. Ella hablaba sola ahora a cualquier hora y nuevamente mi excusa era el amigo imaginario. Lo perturbador de todo era que ella hablaba y me señalaba con desdén o con sorna. Hablaba con su amigo de mí y eso me trastornaba. Se reía burlona y me daba vuelta la cara cuando notaba mi mirada de desaprobación o de miedo.

En aquel año  perdí quince quilos y me pelo encaneció por completo. Había mañanas en las que no podía levantarme y Emilia se encargaba con sus cuatro años, de los quehaceres de la casa. Muchas veces me preguntaba si no sería todo una tremenda pesadilla. Imaginaba que de un momento a otro despertaría y que Emilia sería aún un bebé y que mi amado esposo estaría con vida. Y que seríamos una familia feliz. Nunca lo habíamos sido y estaba segura de que el motivo de esa imposibilidad era ella, mi hija única.

Llegaron los cinco de Emilia. Esta vez intenté encarar la situación un poco diferente. Decidí festejar su cumpleaños. Invitar a sus amiguitos y demostrarle que estar solo y aislado no era algo bueno. Lo planeé durante meses. Le hablé a mi hija, intenté conocer sus gusto. Sería todo de princesas con una torta rosa y globos violetas. “Eso te hará feliz, hija”, le decía. Pero no había felicidad en su rostro. No había nada en sus ojos. Y llegó el día de la fiesta y entonces ella me dice que todos morirán.

El terror se apoderó de mí una vez más. Quise pensar que sus palabras eran más una amenaza para que cancele todo que una posible realidad. Pero también imaginé que si habría muertos serían los niños. Estaba segura de que la soledad de mi hija era firmemente elegida por ella o por algo más. A veces fabulaba con que ese algo más era una entidad maligna que la había poseído. Pero ¿cómo comprobarlo? Cualquiera diría que la loca era yo. Y eso era, en realidad, lo más probable.

Entonces decidí calmarme y hacer oídos sordos a aquella sentencia de muerte colectiva. Ella era una niña ¿Qué mal podría hacer? Estaba decidida. Iba a festejar su cumpleaños como Dios mandaba. Como los chicos normales tenían. Me convencí de que ella era normal. Que en el fondo, en algún lugar de su pequeña alma, había una niña buena.

Y la tarde llegó. Ella estaba de punta en blanco. Sus maravillosos ojos azules observaban por la ventana a la espera de que sus compañeros de clase aparecieran. Los minutos transcurrieron y nadie apareció en la puerta. Ni un alma. Ni una madre piadosa trajo a su hijo al cumpleaños de Emilia y observé el efecto en mi hija. Vi en sus ojos una nube. Vi en sus labios la palabra ahogada.

Me acerqué a ella y la abracé. Fue como tocar una roca helada. Un ser sin alma, sin espíritu y ahí lo vi. Vi el demonio que la visitaba y a quien ella le hablaba cada noche creyéndome dormida. Vi al ser que suponía mi esposo y a quien ella denominaba padre. Y mi corazón se paralizó de terror.

Esa noche, en la televisión vi la noticia que tanto temía: “Treinta niños y sus madres fallecieron hoy de manera misteriosa. Simultáneamente cayeron muertos en sus casas sin vida y con sus labios y ojos quemados. Se abrirá una investigación…” yo supe que jamás se encontraría un culpable. En todo caso la culpable era yo por no entenderla, por no dejarla ser.

Ahora que lo entendí pasos mis días en el cuarto, encerrada bajo llave. Salgo cuando ella se va al colegio. La lleva su papá. Sí, él la cuida muy bien. No como yo que le temo, que ya no puedo mirarla a los ojos. Sin embargo espero a que en algún momento haya un instante, unos pocos minutos en donde él se ausente. Sí, sucederá. Tengo un cuchillo debajo de la almohada que espera a ser usado. En cualquier momento. Solo tengo que esperar.

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) - Todos los derechos reservados 2016 

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