Nunca imaginaste
que el dolor se sentiría de esa forma. Acaso ¿no se te cruzó por la mente que sufrir
sería algo terrible? ¡Qué ibas a pensar! O suponer… eras un ignorante de
sentimientos, de penas y de tantas otras cosas. Te creías un experto, pero la
realidad te había pasado por encima. Te destrozó.
Sin embargo
¿era tu culpa? Quizás tu único pecado había sido esa ignorancia existencial o haberte
creído único. Porque jamás pensaste que semejante capricho te sería concedido. Nunca,
en tus fantasías insulsas, creíste que él iba a dignarse a escuchar tu pedido.
Pero lo hizo y para colmo de males te preguntó: “¿Estás seguro?”, y vos, que imaginaste
un no por respuesta, contestaste:
“¡Por supuesto!”. Y pensaste ¿qué podría pasar que ya no haya pasado? ¿Qué
cambiaría? Después de todo, todo era una leyenda, un mito imposible de
realizar.
Sonreíste irónicamente,
aunque no tenías idea qué se trataba la ironía o para qué servía, y él hizo lo
suyo: disparó directo a tu pecho. Y vos te sentiste parte de un experimento.
Uno desmitificador que te hizo sentir importante, único. Porque la negación de la
leyenda tenía un solo resultado: la transformación sería imposible. Como consecuencia
vos probarías que aquella ideología era sólo una ilusión para los pobres de
espíritu, de los débiles. Y lo peor, creíste que sería sencillo. Que nada se
alteraría.
Entonces, él
elevó un dedo, direccionado al centro de tu cuerpo, y un rayo de luz te
atravesó por completo. Duró un instante, apenas unos segundos que te provocaron
algo raro, ansiedad tal vez. Pero como imaginabas, nada pasó y una sonrisa de
triunfo se dibujó en tu rostro. Glorioso, fuiste a tu lugar en el universo y
ahí continuaste con tu existencia, con tus actividades ordinarias, con la vida
usual y esperable para alguien como vos.
¡Iluso! Continuaste
con tu monotonía. Eras parte de una red de observadores del universo. Uno de
los millones de entes que observaba y anotaba para que alguien más tomase
decisiones. Nunca habías cuestionado tu lugar, aunque ahora pensabas que quizás
sería interesante tomar decisiones. “¿Para qué tanta observación y anotación si
no voy a modificar nada?”. Aunque ese pensamiento nuevo no te correspondía. No.
Anulaste eso en tu conciencia y continuaste con tus tareas como antes.
“Nada pasó”,
te dijiste con una mezcla de sensaciones. Con eso de sentir que una expectativa
minúscula había nacido y muerto muy prematuramente. Porque por un lado todo lo
que no había pasado confirmaba tu teoría de que el cambio era mitológico o que
incluso podía estar reservado para ciertos seres superiores. Pero lo peor era
que ahora te dabas cuenta de que no eras especial, en lo absoluto. Y esa
revelación te hizo sentir raro.
Durante días le
diste vueltas al asunto. Las cosas no encajaban, los pensamientos nuevos se
agolpaban en tu enmarañado cerebro. Entendiste que en realidad te habías
ilusionado. Que habías caído en la creencia que tanto criticabas. La creencia
de las masas, de los seres que pensaban que había “algo más” aparte de esa
realidad cotidiana. Y esa sensación era peor aún que la certeza de que nada
había más allá. Ahora querías ser algo que no eras y eso te mostró la
miserabilidad de tu existencia. La imposibilidad de modificar tu entorno. Porque
ahora que habías creído en algo, en esa ilusión chiquita, la vida se te hacía
monótona, aburrida y sin futuro. Y cada día era lo mismo: observar y reportar.
Y la tristeza
te invadió. Una tristeza que era extraña en tu raza. Porque vos y los de tu
clase eran alegres desde la creación. Desde el minuto cero.
Los días pasaron
uno atrás del otro. Tu ansiedad e insatisfacción aumentaron, tanto que
necesitaste contarle a alguien. Aunque ¿quién te escucharía? Tal vez se te
reirían en la cara o peor, te recordarían cuando no creías en nada. Cuando las
cosas eran al revés. Estabas solo. Pero alguien sí podía escucharte. Y fuiste otra
vez hasta dónde él estaba. No sabías cómo empezar a contarle o si debías
molestarlo con tales banalidades, pero era más fuerte que vos y llegaste hasta
la puerta de su oficina. Por un instante extrañaste la sensación de bienestar a
la que habías renunciado. Por un segundo añoraste tu monotonía de antes. Incluso
tu incredulidad.
Elevaste tu
mano para tocar la puerta y de inmediato te arrepentiste. Saliste corriendo de
ahí y te encerraste en tu “hogar”. Y ahí empeoró todo.
Lo primero
que sentiste fue el dolor. Uno que ardía en tu pecho como si miles de flechas
te hubiesen atravesado. Pero claro, no podías saber qué era eso porque jamás
habías sentido el dolor. Ese el de la carne. De inmediato, ese dolor
desgarrador trepó por tu cuello. Fue directo a tu rostro y cataratas de agua
emanaron de tus ojos cristalinos.
Habías
escuchado hablar de las lágrimas, pero nunca habías conocido a nadie que
hubiese llorado. Y ahí estabas llorando por un dolor profundo. Por un peso en
ese lugar donde se lleva el corazón. O incluso el alma.
Te sentiste
idiota por haber dudado. Te sentiste estúpido por querer ser humano. Pero ahí
estabas. Te habías convertido en un ser de carne y hueso, de ilusiones y
miedos, de corazón y alma. Y derrotaste el mito de que los ángeles jamás se
transformaban. Te viste cayendo a la Tierra, naciendo y creciendo en un cuerpo
diferente. Ahora ya no tenías alas, ya no eras solo bondad y la felicidad y el
gozo no eran tus únicos sentimientos. Ahora sentías temor, pena, alegría,
ansiedad, dolor y tantas otras cosas. Tu cabeza estaba enredada y tus
decisiones llenas de preguntas.
Miraste el
cielo y deseaste volver… “Deberás ganártelo, ser recto en tu vida, tomar buenas
decisiones para vos y los demás, y quizás, luego de una agónica existencia, las
puertas del cielo se abran nuevamente para vos”. Y de esa manera comenzaste a
transitar la vida por primera vez.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2016
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