Hay cosas que la naturaleza no puede explicar y tu muerte es una de ellas.
Gregorio siempre quiso ser
independiente, siempre quiso una vida nueva. A estrenar. Como el cartel de
alquiler que le provocó entrar a la inmobiliaria. “Firme aquí y luego de pagar
el depósito, la llave será suya”, fue lo único que la administrativa dijo. Y un
guiño. Un guiño que le hizo sentir importante, deseado. Porque ahora podía
llevar a una minita a su departamento “y no a la casa de mamá”. Así, Gregorio
se independizó.
Se instaló de inmediato en la modesta
casita. Pequeña, con una sola habitación, pero con el más hermoso parque que
alguien podía imaginar. Una inmensidad de verde casi selvático rodeaba la
pequeña construcción. Una pileta, un pequeño quincho, un enorme cañaveral. Sí,
un cañaveral lindaba con el terreno dándole un particular aspecto. Único,
quizás. Ahí en ese rincón, Gregorio decidió colocar un pequeño sembradío de
tomates. Varias plantitas de ají. Albahaca y perejil. Zapallos y berenjenas. Ahí,
en ese sitio verde y lleno de sombra todo crecería.
Y así Gregorio se dedicó a la siembra
y cosecha como nunca había hecho. Leyó, se instruyó. Diseñó un futuro con las
plantas. Les hablaba. Les contaba sus secretos más profundos. Nunca se
cuestionó que quizás ellas no eran las únicas que escuchaban. Él hablaba y sus
palabras, como los deseos de cumpleaños, volaban por el éter. Oídos invisibles escuchaban.
Poco a poco, Gregorio comenzó a amar
las tardes de charla con sus plantíos. Él sabía que debía ser paciente, que llevaría
meses cosechar algo bueno, comestible. Pero el fruto del sacrificio sería
enorme. Así lo imaginaba. Sin embargo, todo llegó más rápido de lo que
esperaba. “El abono”, pensó más de una vez. Pero lo cierto era que esa tierra
tenía maravillosas propiedades. Casi mágicas. Y así, en unas semanas nada más, estaba
disfrutando de una exquisita cosecha.
Los días de Gregorio pasaban, cálidos
y agobiantes. Trabajaba sin parar. Recolectando, plantando nuevos ejemplares,
regando, abonando. Y las noches…las noches eran el descanso divino.
Y esa noche fue bastante particular
para él. Serían cerca de las once. La luna estaba redonda y luminosa. El calor
era insoportable y Gregorio se sentía asfixiado en la pequeña casa que no tenía
ventilación; así que decidió caminar en su parque a pesar de ciertas
advertencias que había recibido.
“¿Qué me puede pasar?”, había dicho
como quién intenta vencer sus miedos más profundos. Recientemente se había
enterado de los secretos de la finca. Ese secreto a voces, llegó a sus oídos
luego de comenzar la venta de las hortalizas. Todo iba tan bien que comenzó a
vender “Verduras orgánicas”. Le fue excelente y alguien, un hombre viejo, le
advirtió: “No abuses de las bondades de la tierra, m´hijo…te lo van a cobrar”.
Aunque qué podía saber aquel hombre.
“¿Quién me va a cobrar? ¡Si esto es mío!”,
gritó a la luna Gregorio con una carcajada gutural. Y aquella noche salió con
un vaso de cerveza en la mano. Se sentía fantástico, poderoso. Festejaba su
buena suerte. Pensaba que con una racha así, en breve podría comprar la
propiedad. Y mientras imaginaba ese prometedor futuro, caminando de aquí para
allá y observando la luna redonda, tropezó con algo. Trastabilló varias veces y
casi cayó de cabeza al suelo. Mientras hacía malabares para no matarse, el vaso
se le resbaló de los dedos y cayó al suelo estrellándose contra una piedra. Se dio
cuenta de que si no fuera por su equilibrio y porque aun estaba sobrio, se habría
golpeado la cabeza contra una de las rocas ornamentales. Por un breve instante
imaginó su cráneo estallando como el baso. Imaginó la sangre salpicando los
tomates y la albahaca. Parte de su materia gris volando por los aires y
perdiéndose en el cañaveral. La desesperación lo invadió e hiperventiló
horrorizado. Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por el dolor
físico: uno de los pedazos de vidrio se había incrustado en su mano. Observó la
carne roja abierta y gritó del dolor mientras corrió a la pileta para
enjuagarse. Y ahí el horror continuó: en el fondo de la piscina, debajo de
litros de agua clara había cientos de sapos. Enormes. Quietos. Observándolo.
Quizás esperando por su sangre. Quizás sólo esperando por él.
No supo qué hacer y solo rio con otra
carcajada para cortar esa sensación extraña. Respiró hondo y una vez que el
terror pasó observó el fondo de la pileta una vez más. Estaba vacía. No sin
desconfianza se enjuagó la mano mientras despejaba su mente aturdida. ¿Qué
había sido todo eso? Alcohol. Sí, seguramente la cerveza le había caído mal.
Continuó lavando su mano que sangraba mucho, quizás demasiado. El agua se tornó
de un extraño color tinto y eso mareó a Gregorio que temiendo caerse de cabeza
al agua, fue tambaleante hasta la reposera y se sentó. Allí recuperó su
espíritu mientras que buscó el origen de su casi muerte. Entonces vio algo
tirado en el césped. Parecía un pedazo de madera cilíndrico, algo amarillento y
lleno de barro.
Con esfuerzo fue hasta donde estaba
el palo y lo recogió para observar mejor de qué se trataba. Parecía desenterrado
recientemente. Su forma era extraña, algo redondeada en uno de sus extremos. Gregorio
lo giró de un lado a otro observando sus detalles. Miró y analizó hasta que se
dio cuenta de que se trataba de un enorme hueso. Un fémur, quizás. El descubrimiento
le puso los pelos de punta porque ¿sería humano? No estaba seguro, pero la
posibilidad le aceleró el corazón. ¿De dónde había salido? ¿Quién sería su
dueño? Eran muchas preguntas. Y la peor: ¿quién lo había dejado en su terreno? Se
convenció de que un perro lo habría desenterrado aunque su mente no dejó de
notar que no había ni perro ni pozo de donde el hueso había surgido.
Paralizado como estaba no supo que
hacer. Entonces el dolor en la mano lo volvió a la realidad. Pidiendo perdón a
Dios o quien correspondiese arrojó el hueso y todas sus incógnitas bien lejos,
al medio del cañaveral y se fue a dormir.
Esa noche, en sus sueños, aparecieron
fantasmas merodeando la casa, el plantío. Sintió temor por lo que su mente era
capaz de provocar. Tuvo miedo del viejo que se le apareció riendo a carcajadas,
sin dientes y con los ojos blancos. Lo señalaba mientras reía con su huesudo
dedo. Gregorio dio miles de vueltas en la cama. “¿Y si estoy loco?”, gritó y despertó agobiado, temiendo por su vida.
Sin embargo, con el correr del día y el
incremento de las ventas se convenció de que la cerveza le había caído mal.
“Soy un hombre pragmático”, se dijo y por el momento eso lo dejó tranquilo. Gregorio
se fue convenciendo de que lo que había ocurrido (si es que había ocurrido) no
podía ser posible; ni en la vida, ni en un sueño.
Solo por precaución, por unos días se
alejó del parque, al menos en las noches. El recuerdo de su casi muerte, pero
sobre todo, de los cientos de sapos observándolo en el fondo de la pileta, lo
mortificaba. Aunque era algo en lo que no quería pensar. Solo pensaba en la
cosecha, en la productividad, en las ganancias.
Y así, las semanas se acumularon como
el dinero. Las ventas iban de para bienes y en el interior de Gregorio esa
pequeña, minúscula voz que le advertía por la forma en que las cosas se daban,
se fue acallando. La facilidad con que la tierra ofrecía sus frutos a cambio de
un cuidado mínimo y casi sin lluvias, era asombroso, y Gregorio se convenció de
que eran sus manos, su cuidado. Ya no lo amedrentaba soñar cada noche lo mismo:
fantasmas que cuidaban las plantas; energías malignas que se alimentaban del
abono; un submundo a costa de la avaricia indiscriminada y el viejo ciego
riendo y blasfemando. El consciente acalló todo eso y sin darse cuenta, las
palabras de aquel viejo se le hicieron lejanas. Lentamente fue perdiendo el
miedo; a las pesadillas y a las posibilidades sobrenaturales de su parque.
Atrás quedaron las amenazas del viejo
loco y la visión de los sapos mortales, y sin pensarlo, llegó el día en el que
pudo comprar la propiedad. “En cuanto firmes los papeles, la casa será tuya”,
dijo nuevamente la administrativa de la inmobiliaria y otro guiño. Sin embargo a
Gregorio no se le escapó un temblor en los labios de la mujer. Una sonrisa
forzada, tal vez. Una mano dudosa al rubricar la firma de la inmobiliaria. Pero
a pesar de eso, el trato se cerró y Gregorio quedó más que satisfecho.
Aquella noche se animó a salir al
parque. “No puedo vivir pensando pavadas. No existen los fantasmas. No en mi
casa”, dijo y puso un pie en el césped cortado al ras. La luna nuevamente
estaba redonda y blanca. La claridad era extrema y una brisa agradable lo
envolvió llevándolo en un baile exótico al límite del cañaveral. Tomó varias
cervezas frescas, las saboreó y se alegró cuando vio que nada sucedía. “Fue un
sueño. Uno malo”, se dijo mientras daba otro sorbo al vaso.
Pero fue entonces que la brisa se
detuvo de repente. Las nubes taparon la luna y la oscuridad sobrevino. El
silencio que se instaló en el parque de Gregorio fue mortal, pesado. Ni él se
atrevió a decir nada en esos segundos. Solo enmudecieron, él y su pequeña voz
interior.
Lentamente giró sobre sus talones;
quizás para huir. Quizás porque había sentido algo en su nuca. Solo giró y
observó la inmensa negrura a la que se enfrentaba. Una oscuridad profunda,
impenetrable. Sintió que la temperatura bajaba a gran velocidad y de su boca
salió un vapor cálido y agónico. Sus manos se pusieron azules y su piel
palideció de repente. Lejos estaba la pequeña luz de la casita. Demasiado
lejos. Inalcanzable. Las nubes, con extrema cautela se corrieron y la luz de la
luna apareció iluminando aquella tétrica realidad. Gregorio sintió sus piernas
acalambradas, tiesas. Y el terror remplazó todas sus sensaciones. Ese terror que
paraliza y que te impide correr. No hubo adrenalina ni gritos.
Solo se escuchó el vaso que cayó en
el pasto estrellándose contra una de las rocas ornamentales y miles de sapos
enormes que avanzaron sobre Gregorio y lo devoraron sin piedad.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2016
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