sábado, 8 de octubre de 2016

Rival





—Cecilia está tísica. Van tres que mueren en la casa de esa misma enfermedad.
—¡Dios ampare a esa mujer! Es todo tan triste que me cuesta pensar en eso…ellos vivían bien, estaban acomodados… ¿Quién es ese médico que dice saber la causa? ¿Cuáles son sus credenciales?
—No lo sé—dijo Carmen con cierta preocupación en el rostro. —Jamás pensaría en cuestionar al doctor. Jamás.

Juan la observó. Vio a su mujer. Tiempo atrás, él hubiera dicho lo mismo, pero ahora tenía sus dudas. Que la pequeña Diana, una flacucha y desgarbada niña, se hubiera muerto de tuberculosis era una cosa. ¿Pero el resto? Era demasiado. Diana era la hija de la ama de llaves. Jamás había estado en contacto con los otros. En cambio Cecilia era la más fuerte de la casa. Había sobrevivido a la pérdida de dos hijos y un aborto espontáneo que la había postrado durante seis largos meses. 

 —Lo único que sé es que este hombre no hizo nada por salvar a los otros. Ahora Cecilia enfermó también. ¿Notaste algo extraño cuando visitaste a Cecilia?
—No, nada. Es todo muy raro. Y el doctor tiene una credencial. ¿Qué podemos a hacer? —dijo ella mirando el bordado que la mantenía entretenida cada tarde.
—Proteger a los que quedan. Voy a buscar a otro doctor. 

La joven mujer dejó la labor en el regazo sin levantar la mirada. Como siempre se quedó callada, con miles de palabras en su cabeza. El doctor no era un problema, lo sabía. Lo que la dejaba perpleja era la actitud de su esposo. De repente explotaba con toda esta cosa de la duda. ¿Sería por ella? Temía siquiera pensarlo. Cecilia era una mujer con todas las letras. Era de esas personas que a pesar de tener casi cuarenta, mantenía un porte majestuoso que solo pocas mujeres sabían llevar. Y era humilde en sus actos a pesar de estar en una posición muy favorable. ¿La envidiaba? Ahora se daba cuenta de que sí y que temía perder a su esposo por ella. Sobre todo porque uno de los muertos era el propio marido de Cecilia. 

—Vos andá a visitar a nuestra querida amiga…—dijo de Juan al marcharse.
—¿Estás segura que deba? Apenas ayer estuve en la casa…
—Ella nos necesita ahora. Te necesita. Yo…te pido que cuides de ella, Carmen.  

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Cecilia estaba bastante pálida aquella tarde en la que Carmen llegó a visitarla. Al entrar en la habitación, Carmen tuvo la sensación de que observaba a un ángel. Eso le chocó porque incluso en la enfermedad, Cecilia se distinguía. Era hermosa a pesar de su padecimiento.

—¿Cómo se siente Señora Cecilia?
—Podés decirme Cecilia. Me has estado cuidando todo este tiempo… te estoy tan agradecida. 

Carmen sonrió y se puso colorada. No estaba segura de por qué tenía esa reacción. Quizás sentía que sus pensamientos estaban expuestos ante aquella tremenda mujer. No lo sabía.
—Quedate tranquila que esto no va a terminar conmigo. Pasé por tantas cosas que esta va a ser una anécdota más. 

Carmen la escuchó en silencio mientras fue hasta la cómoda a enjuagarse las manos. Así debía ser, le había dicho Juan. “Todo debe ser pulcro antes de tocar algo de ella o a ella misma, Carmen”. Suspiró. Mientras se secaba las manos se observó al espejo. Se notó delgada e insignificante. Vio arrugas en su rostro a pesar de no llegar a los treinta. Nunca antes se había sentido así, amargada. “Es ella”, pensó “Ella me hace sentir así”.

Carmen había construido su familia con esfuerzo. “Familia…sólo somos Juan y yo”, se dijo. Ella venía de la pobreza y Juan fue su única salvación. Llevaban seis años juntos y recién ahora podía decir que tenía sentimientos por él. Aunque “los sentimientos no son importantes, hija. Lo importante es que te cases bien”. Tal vez no era amor. Tal vez era miedo. Ese temor de saberse sola si él decidía ir tras Cecilia, ahora que era viuda. 

—Creo que mañana ya podré levantarme. Mi malestar es mas leve y siento que la fuerza está volviendo a mi cuerpo. ¿No te parece Carmen?
—Si, claro—contestó la joven con la cabeza en otra cosa. 

“Si se salva de esto van a decir que es inmortal. Que es una especie de diosa amazona que volvió de entre los muertos. Seguramente harán una fiesta en su honor y estará hermosa e inmaculada. ¿En qué lugar quedo si pasa eso?”, siguió pensando la atormentada mujer. Sus puños se cerraron casi como en un reflejo. Imaginó su futura soledad, su pérdida. Pensó en Juan y Cecilia rearmando una vida. Formando la familia que ella no pudo porque su vientre se negaba a albergar a un niño como Dios manda. Una lágrima recorrió su mejilla y se estrelló en el suelo junto a sus sueños de maternidad.  

—¿Estás bien Carmen? —preguntó Cecilia al verla ahí, frente al espejo, callada. Pensativa. 

Carmen respiró hondo. Se preguntó porqué el veneno que le estaba dando cada día no surtía efecto. “No importa”, pensó y se dio valor como cuando había dado el “Si”, a un casi desconocido. A Juan. Pensó en sus orígenes, en su presente y supo que debía defender lo suyo. 

—Estoy más que bien—concluyó mientras se daba vuelta y le sonreía a Cecilia.

“Es ahora. Debo hacerlo ahora”, pensó. Caminó hasta la cama. Observó a su rival, le sonrió con desdén y tomó el almohadón del sillón. Con firmeza lo colocó en el rostro de Cecilia que batalló por su vida. “Tranquila”, dijo con suavidad “El descanso eterno pronto llegará y por supuesto te vas a sentir mucho mejor… en realidad no sentirás nada, mi querida Cecilia”. Entonces la mujer ya no se movió y Carmen salió a avisar que la tuberculosis se había cobrado una vida más. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2016
Imagen hallada en la web

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