El ruido de la locomotora que se
acerca te despierta. En un segundo te querés incorporar pero las amarras están
tan tirantes sobre tu cuerpo que no te podés mover ni un milímetro. Ni siquiera
te cuestionás qué hacés ahí. Sólo intentás en vano desatarte pero es imposible,
por supuesto.
El tiempo pasa. El ruido se acerca.
Bocinas, luces. Sentís el acero de las ruedas del tren atravesando tu carne.
Lacerando tus huesos. Tu corazón se detiene luego de que tu tórax explota por
la presión. Y el dolor se queda grabado en tu espíritu que aún lucha por
desaparecer de aquel sitio. Pero no. Seguís ahí, entre huesos astillados,
tierra y metal. Cada costilla se desprende del esternón, la columna se te hace
trizas y dejás de existir.
Solo para abrir los ojos y entender
que estabas soñado. Suspirás. El corazón, ese que segundos atrás había sido
expulsado de tu cuerpo, late a miles de pulsaciones por minuto. Tus pupilas
dilatadas aun buscan el metal. Tus manos tiemblan y hasta podés sentir que unas
gotas de orina se te escaparon. Te serenás. Respirás hondo y decidís seguir
durmiendo. Querés darte vuelta, pero algo te lo impide. Sentís barras metálicas
en tu dorso y el miedo aparece otra vez en tu mente. Una brisa fresca y
desubicada te indica que no estás en tu habitación. “No puede ser”, te decís
angustiado. Pero el tren aun no se escucha.
La luna esta sobre tu cabeza,
redonda. Y ves miles de estrellas que se disputan la primacía del brillo en el
firmamento oscuro. Querés levantar los brazos, pero no podés. “Tengo que salir
de acá”, pensás pero ya es tarde. Escuchás el tren a la distancia. Y todo
comienza otra vez. La desesperación. Las luces. El terror. La frenada
imposible. Los chispazos de las ruedas sobre las vías. Y el dolor. La sangre
que se esparce por todos lados. Tu carne destrozada. Oscuridad.
Tus ojos se abren desesperados y una
vez más despertás. Te prometés salir de esta. Aunque si supieras de qué se
trata sería más fácil. Intentás recordar algo pero sólo se te viene a la cabeza
el tren y el dolor “¡Concentrate!”, te decís pero no funciona. Respirás hondo y
tratás de entender donde te encontrás ahora. No estás al aire libre y eso es
casi un consuelo. Sin embargo tampoco estás en tu habitación. Sentís voces, alguien
habla. Putea. Un sacudón te indica que estás en el baúl de un auto. “¿Qué
carajo pasa?”, pensás y agudizás el oído. Un freno en seco. Un par de
encapuchados te arrancan del baúl y te depositan en las vías. “Esto es para que
aprendas hijo de puta. Con los amigos no se jode” dice uno de ellos y se van a
toda velocidad en un auto que se te hace conocido.
Y todo empieza otra vez. Y el dolor
se graba en tus neuronas a fuego. En el último segundo previo a morir recordás algo,
un flash. Una minucia tal vez. Junto al dolor, unos ojos claros y una noche
sudorosa se impacta en tu recuerdo.
Estás sobre ella. La penetrás una y
otra vez. Con rabia. Con locura. Sólo sabés que se llama Catalina y que no es
de acá. No importa de dónde mierda sea. Ahora es de acá. De entre tus sábanas.
Ahora es tuya. La lujuria se agota y la observás. No imaginaste nunca que ella
se te regalaría de esa manera. No luego de conocerla por unos minutos.
Abrís los ojos porque alguien te
zamarrea. Te incorporas aunque un cuchillo en la garganta te frena en seco.
Mirás a todos lados. Hay una humedad en las sábanas. Algo caliente discurre. Es
la sangre de la rubia degollada. Entendés que es por ella. Todo es por ella. El
dolor, la muerte. Todo pasa de nuevo. Todo se repite. El viaje, los golpes, las
vías, el tren. La carne destrozada, el dolor agudo hasta en los huesos. La
sangre y la oscuridad.
Estás en el bar del centro con una
cerveza. Tus manos tiemblan, tu corazón está acelerado. Una gota de sudor
recorre tu cara y nerviosamente te la limpiás. “Estoy soñando despierto”,
pensás. “El tiempo no salta así. Es un sueño. Nada más”. Las luces del bar te
provocan dolor en los ojos y el ruido retumba en tus oídos. Pensás que quizás
abusaste del alcohol. “Sí, es eso”, te convencés y por un instante tu cuerpo se
serena.
A lo lejos divisás a tu mejor amigo.
Hace meses que no sabés nada de él. Te alegrás de por fin verle la cara. Se
acerca con una sonrisa mientras vos deliberás si contarle o no lo de tu sueño. Quizás
te trate de loco o tal vez te mande a uno de esos curanderos que conoce. Sin
embargo algo te arranca del pensamiento. Detrás de él una rubia cabellera
asoma. “Te presento a mi hembra, amigo. Se llama Catalina y es colombiana. ¿Qué
te parece?”, dice y un recuerdo de tu abuela inmigrante de Albania se te
materializa: “paralajmërim”. Tus
pensamientos se acomodan, los recuerdo del sueño se hacen vívidos.
Pensás en ella, en tu abuela. Paralajmërim repetía cuando algo no andaba bien,
cuado tenía un mal presentimiento.
El terror reaparece. Tus huesos
recuerdan el dolor de un futuro que se dibuja claro, límpido. Tu corazón da un
vuelco y sin decir una palabra salís corriendo del bar. Espantado vas a tu
departamento, hacés las valijas y desaparecés de los lugares que solías
frecuentar.
Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016
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