—¿Estás seguro de que todo va a salir bien,
Alfredo?
Carmela miró a su esposo como hizo tantas
otras veces en los últimos 45 años. Aunque sus ojos estaban nublados por las
cataratas y las palpitaciones ya no eran sólo por amor, podía detectar cuando
su marido se comportaba “raro”.
“Son muchos años juntos”, pensó. Y era verdad.
Se habían casado muy jóvenes, casi inmediatamente luego de conocerse. “Un
escándalo”, sonrió mientras lo observaba.
—Vos quédate tranquila. Vi un video y lo explica
muy bien. Así que no te preocupes. En tu estado tenés que estar relajada.
Carmela no estaba tranquila ni relajada ni
nada parecido. Amaba a su esposo, pero sabía que él a sus 76 años tenía
“episodios” cada vez más seguidos. Primero las llaves en la heladera, luego la
pava en el fuego hasta casi derretirla. El cuerpo falla luego de cierto tiempo,
todos lo saben. Sin embargo una cosa era cierta, ella ya no podía seguirle el
ritmo a sus desvaríos ni a nada que él propusiese. “Tres meses de vida”, pensó.
Y así como había sido un shock para ella, para Alfredo había sido devastador. Varios
días pareció un zombi. Sin expresión, sin alma. Quizás el alma de Alfredo se
había fugado a otra época, a aquellos años en los que la mayor preocupación eran
la cena de fin de año, con quién pasar navidad o qué hacer en las vacaciones. Sí,
Alfredo estuvo fugado en esos días.
—Bueno…si a vos te parece.
Más allá de los pensamientos preocupados de su
esposa, Alfredo iba y venía a una velocidad mayor de la que sus articulaciones
le permitían a estas alturas. Ahora que había encontrado el bendito video
explicativo estaba más animado. Lo había buscado durante semanas sin suerte. Y
ya estaba al borde de la desesperación cuando lo vio en el estante más alto de
la biblioteca. “Esto nos va a cambiar la vida”, pensó cuando, con esfuerzo,
llegó hasta donde se encontraba el video. Luego del hallazgo comenzó a sonreír
un poco más. No como cuando salieron del médico aquella tarde.
“Alfredo, vas a estar bien…sin mí”. Un nudo en
la garganta había aparecido y un silencio posterior le demostró que nada
estaría bien. Alfredo sin ella no existía. Era un imposible.
Los días que siguieron a la visita del médico
fueron oscuros. Alfredo se encerró en su mundo. Con pesadillas por las noches y
ojos rojos en las mañanas. Él necesitaba una alternativa a la realidad que
vivía. Aunque parecía que el mundo le ofrecía solo malas noticias. Entonces
empezó a averiguar cosas que no se atrevía contarle a su esposa por temor a que
ella lo censurara. O que en realidad no funcionase en absoluto. No quería darle
falsas esperanzas. Pero una idea anidaba en sus envejecidas neuronas, quizás un
recuerdo de la infancia. Sí. De su abuela materna. Ella se decía bruja aunque todos
sabían que era algo más que eso. El problema era que ella estaba muy muerta y
se había llevado a la tumba sus más preciados secretos.
Con una idea casi nublada, buscó respuestas en
lugares que por supuesto no iba a encontrar. En los diarios, en libros de
historia, incluso en la computadora que apenas sabía prender. Y Carmela se
preocupó mucho. “Se va a enfermar”, pensó más de una vez. Pero qué le iba a
decir. Ya no tenía fuerzas y los tres meses estaban llegando a su fin. “Quizás
así se entretenga y todo pase rápido, desapercibido”. Carmela estaba convencida
que si él se entretenía, su muerte pasaría inadvertida.
Sin embargo aquella tarde, las cosas cambiaron
drásticamente.
—¿Ves? Solamente tengo que hacer estos
jeroglíficos acá y allá y poner los cuerpos ahí.
Carmela al escuchar a su esposo hablar de esa
forma sintió algo en el pecho. Como un susto repentino o una palpitación brusca.
Estaba asustada realmente. Sobre todo cuando escuchó “cuerpos” así tan a la
ligera. No sabía si él alucinaba o si realmente había muertos involucrados. O
cuál de las dos opciones era peor. También se preguntó si no debía llamar a
alguien. Quizás al médico.
—¿Qué cuerpos, mi vida?—dijo ella con suavidad
para no alterar a su esposo.
—Vos, tranquila.—fue la respuesta conciliadora
de Alfredo que siguió yendo y viniendo por la casa.
Dos minutos después el anciano apareció arrastrando
con dificultad a alguien, un joven hombre inconsciente. Lo colocó en el centro
de uno de los jeroglíficos circulares de suelo y desapareció otros dos minutos.
Carmela escuchó la respiración agitada de su marido y supo que estaba
recuperando el aliento. Pensó en decir algo, pero enseguida lo descartó.
Entonces Alfredo reapareció con el cuerpo de una mujer de unos veinte años. Hizo
exactamente lo mismo que con el muchacho y descansó una vez más. Los cuerpos
así dispuestos en sendos círculos, quedaron enfrentados apenas rozándose las
rodillas en posición fetal. Al ver semejante cuadro, Carmela se tapó la boca
para no gritar. Algo en su interior le decía que esas dos personas estaban
muertas y que todo iba a terminar muy mal. Sin embargo la realidad era que nada
podía hacer u objetar. Lo hecho, hecho estaba. Y ella no podía moverse siquiera
para ir al baño.
Entretanto y omitiendo las reacciones de su
mujer, Alfredo prendió el televisor y puso el video.
—Viste Carmela…tengo la situación bajo
control. Acá dice cómo llevar adelante todo.
Carmela se preguntó qué sería todo, pero ni se animó a cuestionar a su
esposo con el que había compartido toda una vida. Alfredo se sentó a su lado y
le instó a beber un vaso de jugo. Él hizo lo mismo, la tomó de la mano y la
besó. Dijo varias veces unas palabras extrañas que Carmela tuvo que repetir y
eso fue todo.
Unos minutos después, ambos estaban sin vida
frente al televisor que aún encendido mostraba la película “The skeleton Key”. Al
finalizar los créditos, los cuerpos depositados en los círculos despertaron. Se
miraron, se tomaron de la mano y sonrieron pícaramente.
Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016
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