Entrás a la
casa de la avenida 54 y en el segundo en que atravesás la puerta,un aire espeso
se filtra en tu nariz. Te penetra. Avanza por tus fosas nasales y se anida en
tu cerebro. Esa es tu señal. La señal de peligro, de que algo no anda bien. Aunque
como siempre, no hacés caso.
Mientras
tratás de no enredarte en una guirnalda, saludás a unos cuantos que se te hacen
conocidos. A Marcia la conocés de la oficina. Ella te sonríe. Estás casi seguro
que quiere acostarse con vos. Pero no te gusta. “Quizás cuando esté muy
desesperado”, te decís y sonreís. La imaginás gimiendo y te causa repulsión.
No, ni siquiera cuando estés desesperado.
“Hay que dar
una vueltita y ver”, pensás mientras agarrás de una mesa un vaso con una bebida
naranja. Tiene mucho hielo. No es jugo, obvio. El alcohol quema tu garganta y llega
enseguida a tus neuronas. Sabés que no deberías tomar. Pero hoy te lo permitís.
Después de todo, es 31 de diciembre. “Venite a la fiesta de fin de año”, decía
la tarjetita que encontraste en tu escritorio, “La vas a pasar bomba”,
continuaba. “¿Por qué no?”, te digiste. A pesar de todo lo que eras, a pesar de ser el jefe mal
arreado, rezongón e incluso, a pesar de ser casi un acosador de las secretarias,
te apreciaban. ¿Lo hacían? Por supuesto. Nadie se resistía a tus encantos.
Si, sos
irresistible. Sobre todo para Laura, la de las fotocopias. Ella te guiña el ojo
cuando le mirás las tetas y le hablás de la minita que te llevaste la noche
anterior a la cama. También te escucha cuando te burlás de Marcia. Todos lo
saben. Ella y vos son incompatibles, aunque ella te vea como la madre de sus
hijos.
Por ahí fue
ella la que te invitó. Eso te deja pensando. Junto a la notita había una flor,
una rosa negra. “Extraño color”, pensaste. Pero te pareció adecuado llevarla.
Como un código secreto de encuentro. En la solapa del saco, la llevás puesta. Esa
es tu entrada triunfal: el traje de la oficina y la rosa. Estar presentado es
tu fuerte. Y tus ojos claros. También los oyuelos que se te hacen al sonreír.
Esos son tus atributos. Y hacerlas gemir en la noche. Con una copa de champán y
esa pastillita que las relaja. Así no preguntan, así no te exigen. O no te
demandan por acoso.
Marcia seguro
que quiere probar. La pastilla, la tuya, todo. Pero te hacés el difícil. Aunque
hoy está más presentable. Maquillada y con tacones tiene un aire misterioso.
Como por la mañana. Ella nunca usa perfume, pero hoy le sentiste un aroma
sensual. Diferente. Muy raro. ¿Estás seguro que nunca te la llevaste la cama? Ya perdiste la cuenta de cuántas
fueron y hasta tenés dudas. Quizás en una noche de desesperación y
alcohol…quizás una noche como la de hoy, de fin de año solitaria. Las burbujas
de alcohol te juegan una mala pasada en momentos así. Tus recuerdos se
alborotan. Pensás en Marcia y la mantenés ahí por si no surge otra alternativa.
Siempre como última opción.
Aunque cuando
llegás al living de esa casa llena de gente, mujeres al parecer (todas?), observás
unas curvas vestidas de rojo. Unos tacos aguja negros, un cuello blanco. “No
puede ser ella”, pensás. Pero estás seguro de que es. Esos rulos recogidos en
un rodete se te hacen demasiado familiares. Querés escaparte, pero ya es tarde.
Ya te vio. “Hacete el boludo”, pensás y te bajás de un saque el vaso que venías
saboreando. Hacés que saludás a otra compañera que ni te mira y amagás con irte,
pero ella avanza hasta vos. No podés evitar observarle las tetas que están
apretadas en ese vestido escotado. Tampoco podés evitar pensar en la noche en
que te la llevaste a tu departamento e hiciste con ella todo lo que se te
antojó. La pastilla funcionó mágicamente. María fue tu primera. El debut de las
mujeres empastilladas. Luego de ella, lo demás se te hizo vicio.
La saludás
ausente. Ella te habla pero no le entendés. La música te ensordece. Las
lucecitas que se encienden y se apagan dan un fulgor extraño, con sombras
grotescas en las paredes, demoníacas. Querés irte, pero ella te toma de la mano
y esa sensación extraña se disipa. “Bueno”, pensás, “Si empezamos así…” y te
lleva por una escalera. Caminás detrás de ella, observando su culo enorme,
rojo, ajustado. Aunque sentís que todo te gira. “No voy a poder”, pensás. Pero
no te importa. Quizás te quedes dormido entre sus tetas. Sería el cielo, aun
sin hacer nada. Sí, estás seguro de que esta noche es perfecta para dormir
sobre su cuerpo desnudo.
Subís las
escaleras. Se te hacen eternas como la mañana en que ella fue a encararte. Te
acusó de violarla. “Yo no te obligué a nada, amor”, le habías contestado. Pero
ella insistió. Tuviste que encerrarla en aquella clínica. Cuando se es el jefe
es fácil tener abogados poderosos que estén a tu disposición. “Parece que la
estancia en el sanatorio le hizo bien…en todos los aspectos”, pensás mientras
de refilón te parece ver a Mónica, otra de tus conquistas.
Alguien, otra
chica vestida de traje negro, te da un vaso con una bebida verde. “Es especial para
vos”, te susurra al oído y la tomás. No es sed lo que te impulsa, es la
misteriosa mujer de labios carnosos que casi roza tu piel cuando te habla.
Querés irte con ella, pero tu dama de rojo te tironea y obedecés como un niño
tonto.
Atrás queda
la de negro e imaginás su puchero. “Hay para todas”, pensás mientras tus pies
tropiezan con un escalón. Caes de rodillas, pesado. El equilibrio te abandona
momentáneamente y casi rodás escaleras abajo. Te agarrás de la baranda y sentís
la adrenalina en tu pecho. Ese acelere peligroso, el calambre en el estómago. La
taquicardia se instala mientras tratás de despejarte del alcohol. “Vamos
tontito”, dice tu guía femenina y te parás condificultad para seguirla, “Ya
falta poco”, te susurra mientras te ayuda a seguir. “¿Tan desesperada estás?”,
le preguntás y ella te sonríe. O eso parece esa mueca en sus labios. Algo
maquiavélico se filtra en sus ojos y por un segundo dudás. Pero alguien te
empuja. Una mano en tu espalda, más abajo tal vez. No podés distinguir, aunque
te gusta. Es la de negro. “Así, sí”, te reís estúpidamente.
Entran los
tres a la habitación. Hay velas y una cama con dosel bordó. Como aquella vez.
Como todas las veces. Es una réplica de tu habitación. El aire espeso te
penetra otra vez y sentís que el piso se mueve. En un segundo todo se oscurece
a tu alrededor.
Un ardor
penetrante te despierta. Estás agitado. Tus pupilas están dilatadas, tu
respiración se entrecorta. El terror inunda cada uno de tus poros. Buscás a tu
alrededor. Todo está borroso. Te querés levantar pero algo te lo impide. Estás
atado. Hay risas y murmuraciones a tu alrededor. Son ellas. Son todas. María
sobresale. El rojo llamativo que viste se te hace incandescente. Ella sonríe.
Vos no tanto.
Un dolor en
el costado te hace mirar a tu derecha. Está Marcia ahí. “A ella no le hice
nada”, pensás, aunque el desprecio puede ser terrible para alguien que te
desea. Llorás de dolor. “¿Qué es esto?”,decís con la palabra entrecortada. Algo
te molesta en el costado y sentís la humedad en tu espalda, caliente, viscoso.
Hacés un esfuerzo sobrehumano y alcanzás a ver algo clavado en tu costado ¿es
un zapato? Es un tacón, son muchos. En el pecho, en la panza, en tus piernas. Llorás
como un nene. Suplicás como un cobarde.
Son ellas que
clavaron sus zapatos en tu cuerpo. ¡Reaccioná! Los mismos zapatos que exigías
que usaran en tus encuentros, en tus sesiones dopadas de sexo abusivo y sin
control. Aullás de dolor. Agonizás. Rogás que se termine.
María se acerca
con su zapato. Tiene un taco de 15 centímetros, extremadamente fino, afilado
como ella, como el odio que juntó durante tanto tiempo en la clínica. Eleva el
zapato y con la violencia de quien estuvo encerrada, privada de una vida, te
clava el último tacón en el corazón, y aunque parezca que no tenés uno,
enseguida queda demostrado que sí. Cuando de pronto deja de latir.
Autor:
Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017
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