jueves, 30 de marzo de 2017

Cuatro mujeres





Hoy es uno de esos días y en cada rincón de la ciudad aparecen destellos de aquella imagen absurda y aterradora. Por supuesto eso me pasa cada vez que los nervios se me ponen de punta o cuando la situación se me escapa de las manos. Hoy es un día...trágico, nervioso. Pero lo que me espanta no es recordar la imagen o la parte de los tres embriones en un nido de pájaro que ya es escalofriante por si misma. No. Lo más perturbador es recordar esas caras, las de ellas. Sus gestos. Y el contexto. 


Hoy me dan un resultado que me aterra recibir. Diría “el” resultado. Ese que tiene el poder de cambiar el rumbo de mi vida, de todas las cosas tal y como las vengo viviendo. Yo sé que va a dar positivo y esa certeza me trastorna porque el mundo se me acaba. Sin embargo, me pregunto por qué voy a buscar el bendito sobre si ya sé que va a decir y sobre todo, por qué voy a llevárselo al médico. Desde hace una semana que no pego un ojo por la noche y tal vez el médico me tranquilice. Sí, por eso voy: para poder dormir de ahora en más, aunque en el mientras tanto, no pueda evitar tener unas ojeras tremendas y un humor de perros. Y esa imagen que se me aparece a cada rato. El cuadro de la tía Carlota que se dibuja a sí mismo cada vez que cierro los ojos. 


Apurada llego al consultorio del médico. Lo primero que me choca es la pulcritud y esos mármoles blancos en las paredes. No es que yo sea sucia, pero ese aroma a lo sanitario me da escalofríos, y las luces penetrantes me provocan un dolor tremendo en los ojos. Pavadas, en realidad. La realidad es que tengo el sobre con el bendito resultado en la cartera. Cerrado porque no me animo a mirar adentro ya que la cobardía es parte de mi vida y esto es demasiado. Y aunque sé que es positivo mi mente quiere tener ilusiones. La ilusión de que todo va a seguir igual, que nada va a cambiar. Pero entonces me acuerdo de la imagen y de la tía y no estoy tan segura de lo que debo querer o sentir.


¿Por qué nuestros peores momentos nos llevan a lo más oscuro de nuestros recuerdos? ¿A los más tristes?

La tía Carlota es y fue mi tía favorita. Nuestra relación se encontraba dentro de la definición de surreal, porque ella era de esas personas mágicas y hasta inalcanzable en algunos aspectos. Yo quería ser como ella y la tía Carlota lo sabía. De chica pasaba casi todos los fines de semana en su casa de Villa Elisa. Ella era soltera, hermosa, inteligente y no necesitaba de nadie para tener lo que quería. Carlota trabajaba de secretaria y estaba siempre bien presentada, como decía mamá. 


A mis diez años ella me acercó al arte del maquillaje y la manicuría. Me enseñó cómo delinear mis los ojos con negro y a pintarme las pestañas de forma que parecieran postizas. Yo me sentía hermosa y por supuesto presumía de saber hacer cosas de grandes antes que mis compañeras de la escuela. Tonterías adolescentes alimentadas por una tía solterona, pero eso nos mantenía unidas.


Por supuesto no era todo ganancia para mí: Carlota disfrutaba de mis historias de competencia juveniles y las comparaba con las suyas, esas de sus años jóvenes. Con una mirada suya yo entendía qué debía hacer o cómo comportarme. Y cuando me explicaba de sus "épocas", la escuchaba como una alumna a su profesor, como si mi vida futura y el respeto de otras mujeres dependieran de eso. Y a mi corta edad era algo así. 


Luego, en mi adolescencia ella era mi confidente respecto de mis anhelos de amor; le contaba mis conquistas y lloraba junto a ella por los rechazos. Ya no iba tan seguido, pero la visitaba y cuando tenía una salida importante, con el chico que me gustaba, pasaba por lo de la tía y seleccionaba de entre sus innumerables pares de zapatos y carteras. Pero lo más interesante: escuchaba sus consejos. Me decía cómo sobrevivir aquella batalla con el sexo opuesto y yo aprendía porque sabía que la tía Carlota era una sobreviviente del amor y de la adolescencia y eso era casi un título de la vida. 


“Y vos tía ¿encontraste un amor?”, recuerdo que le pregunté más de una vez al verla sola día tras día. Ella se hacía la interesante pero sus ojos brillaban y eso me decía que alguien era dueño de ese corazón que parecía orgulloso y hasta autosuficiente, pero que por dentro era tierno y casi frágil. 


“Gomez”, dice la secretaria del doctor y una mujer entra al consultorio. Mi corazón se dispara y las manos me tiemblan. Saco el sobre de la cartera y lo observo durante un largo rato. ¿Y si lo abro? Otra vez la imagen del cuadro que se hace nítida. Me detiene, me paraliza. Cuatro mujeres. Así se llamaba el cuadro. Apareció una tarde en la que fui a visitar a la tía. Estaba ubicado en el living, en una posición central, donde cualquiera que entrara a la casa lo podía ver. Era imposible no notarlo, no encontrarse con esas pequeñas mujeres de mirada severa y algo desquiciada. 


“Tía…¿qué pasa?”, recuerdo que pregunté enseguida y el silencio fue la respuesta. Ella estaba apagada, su espíritu en realidad. Había una sombra en sus ojos, una tristeza indescriptible y el cuadro era resultado de esa sensación agónica. “Lo perdió”, recuerdo que mamá explicó. Y yo no entendí mucho. “¿A quién, ma…?, no entiendo”. 


Las semanas pasaron y la tía Carlota ya no salió de su casa. La mujer fuerte, independiente y arreglada ya no existía y en su lugar había una anciana despedazada por un acontecimiento oscuro. Unos cuantos meses después la encontramos muerta en su cama con una carta: “Ya no puedo más”, decía. 


“Piñeiro” dice la secretaria y me levanto con el corazón acelerado. Las cuatro mujeres me miran severas, con sus tacitas de te y los embriones en el canasto, y me siento intimidada. Me falta el aire y pienso en la tía. “Perdió su única oportunidad de ser madre. Tuvo un aborto espontáneo. Él no quería hijos porque era un compromiso y en cuanto supo del embarazo la dejó. Estaba casado pero la tía se aferró a ese bebé…y luego no tuvo a qué aferrarse más que a su soledad”, recuerdo una tarde con mamá. Ella tenía 47 años y se quitó la vida porque no quería estar más sola. 


Saco el sobre y se lo doy al doctor. Él lo abre y antes de que diga nada entiendo que no quiero ser como ella, que quiero que las cosas cambien, que mi vida sea diferente todo el tiempo. Que haya luz y que el dolor y la incertidumbre se alejen. “Negativo”, dice y mi corazón se ensombrece. Salgo del consultorio algo mareada y sorprendida. Miro la gente que pasa por la calle y pienso en la tía. 


No sé cómo, pero de pronto me encuentro en la casa de Carlota observando el cuadro. Está lleno de telarañas pero las miradas están intactas, penetrantes como entonces, bizarras y desafiando el tiempo. “Soy igual”, me digo y eso me entristece más. Voy hasta su cuarto y tengo la sensación de que ella sigue ahí, en el aire, en los muebles. Miro su ropero, pienso en los zapatos que estaban alineados despampanantes como ella y los recuerdos me invaden. 


"Sigo tus pasos, tía. En tu casa y en mi vida. Yo quería ser así, como vos pero nunca entendí que tu pena era grande, que tu soledad era una consecuencia dolorosa. ¿Por qué nunca me contaste? Quizás te daba vergüenza mostrar ese costado débil, esa vulnerabilidad oculta. Y ahora ¿qué hago con tu recuerdo y mi presente? Cómo seguir…"


Me recuesto en su cama y siento su presencia junto a mí. La escucho reír, llorar, suspirar. Veo a través de su historia y una lágrima se me escapa. “No llores mi niña”, diría y es verdad. 


Voy hasta el jardín y observo el atardecer: es maravilloso como lo fue ella. Una brisa suave me despeina y siento la primavera en mis venas. Sonrío mientras emprendo el camino a casa. Mi corazón está más ligero porque ahora sé que es lo que quiero…y voy a ir a buscar ese destino para que se haga realidad. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos losd erechos reservados 2017


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