Hoy es uno de esos días y en cada
rincón de la ciudad aparecen destellos de aquella imagen absurda y aterradora. Por
supuesto eso me pasa cada vez que los nervios se me ponen de punta o cuando la
situación se me escapa de las manos. Hoy es un día...trágico, nervioso. Pero lo
que me espanta no es recordar la imagen o la parte de los tres embriones en un
nido de pájaro que ya es escalofriante por si misma. No. Lo más perturbador es
recordar esas caras, las de ellas. Sus gestos. Y el contexto.
Hoy me dan un resultado que me
aterra recibir. Diría “el” resultado. Ese que tiene el poder de cambiar el rumbo
de mi vida, de todas las cosas tal y como las vengo viviendo. Yo sé que va a
dar positivo y esa certeza me trastorna porque el mundo se me acaba. Sin
embargo, me pregunto por qué voy a buscar el bendito sobre si ya sé que va a
decir y sobre todo, por qué voy a llevárselo al médico. Desde hace una semana que
no pego un ojo por la noche y tal vez el médico me tranquilice. Sí, por eso voy:
para poder dormir de ahora en más, aunque en el mientras tanto, no pueda evitar
tener unas ojeras tremendas y un humor de perros. Y esa imagen que se me
aparece a cada rato. El cuadro de la tía Carlota que se dibuja a sí mismo cada
vez que cierro los ojos.
Apurada llego al consultorio del
médico. Lo primero que me choca es la pulcritud y esos mármoles blancos en las
paredes. No es que yo sea sucia, pero ese aroma a lo sanitario me da
escalofríos, y las luces penetrantes me provocan un dolor tremendo en los ojos.
Pavadas, en realidad. La realidad es que tengo el sobre con el bendito
resultado en la cartera. Cerrado porque no me animo a mirar adentro ya que la
cobardía es parte de mi vida y esto es demasiado. Y aunque sé que es positivo
mi mente quiere tener ilusiones. La ilusión de que todo va a seguir igual, que
nada va a cambiar. Pero entonces me acuerdo de la imagen y de la tía y no estoy
tan segura de lo que debo querer o sentir.
¿Por qué nuestros peores momentos
nos llevan a lo más oscuro de nuestros recuerdos? ¿A los más tristes?
La tía Carlota es y fue mi tía
favorita. Nuestra relación se encontraba dentro de la definición de surreal,
porque ella era de esas personas mágicas y hasta inalcanzable en algunos
aspectos. Yo quería ser como ella y la tía Carlota lo sabía. De chica pasaba
casi todos los fines de semana en su casa de Villa Elisa. Ella era soltera,
hermosa, inteligente y no necesitaba de nadie para tener lo que quería. Carlota
trabajaba de secretaria y estaba siempre bien presentada, como decía mamá.
A mis diez años ella me acercó al
arte del maquillaje y la manicuría. Me enseñó cómo delinear mis los ojos con
negro y a pintarme las pestañas de forma que parecieran postizas. Yo me sentía
hermosa y por supuesto presumía de saber hacer cosas de grandes antes que mis
compañeras de la escuela. Tonterías adolescentes alimentadas por una tía
solterona, pero eso nos mantenía unidas.
Por supuesto no era todo ganancia
para mí: Carlota disfrutaba de mis historias de competencia juveniles y las
comparaba con las suyas, esas de sus años jóvenes. Con una mirada suya yo
entendía qué debía hacer o cómo comportarme. Y cuando me explicaba de sus "épocas",
la escuchaba como una alumna a su profesor, como si mi vida futura y el respeto
de otras mujeres dependieran de eso. Y a mi corta edad era algo así.
Luego, en mi adolescencia ella era
mi confidente respecto de mis anhelos de amor; le contaba mis conquistas y
lloraba junto a ella por los rechazos. Ya no iba tan seguido, pero la visitaba
y cuando tenía una salida importante, con el chico que me gustaba, pasaba por
lo de la tía y seleccionaba de entre sus innumerables pares de zapatos y
carteras. Pero lo más interesante: escuchaba sus consejos. Me decía cómo
sobrevivir aquella batalla con el sexo opuesto y yo aprendía porque sabía que
la tía Carlota era una sobreviviente del amor y de la adolescencia y eso era
casi un título de la vida.
“Y vos tía ¿encontraste un
amor?”, recuerdo que le pregunté más de una vez al verla sola día tras día.
Ella se hacía la interesante pero sus ojos brillaban y eso me decía que alguien
era dueño de ese corazón que parecía orgulloso y hasta autosuficiente, pero que
por dentro era tierno y casi frágil.
“Gomez”, dice la secretaria del
doctor y una mujer entra al consultorio. Mi corazón se dispara y las manos me
tiemblan. Saco el sobre de la cartera y lo observo durante un largo rato. ¿Y si
lo abro? Otra vez la imagen del cuadro que se hace nítida. Me detiene, me
paraliza. Cuatro mujeres. Así se llamaba el cuadro. Apareció una tarde en la
que fui a visitar a la tía. Estaba ubicado en el living, en una posición
central, donde cualquiera que entrara a la casa lo podía ver. Era imposible no
notarlo, no encontrarse con esas pequeñas mujeres de mirada severa y algo
desquiciada.
“Tía…¿qué pasa?”, recuerdo que pregunté
enseguida y el silencio fue la respuesta. Ella estaba apagada, su espíritu en
realidad. Había una sombra en sus ojos, una tristeza indescriptible y el cuadro
era resultado de esa sensación agónica. “Lo perdió”, recuerdo que mamá explicó.
Y yo no entendí mucho. “¿A quién, ma…?, no entiendo”.
Las semanas pasaron y la tía
Carlota ya no salió de su casa. La mujer fuerte, independiente y arreglada ya
no existía y en su lugar había una anciana despedazada por un acontecimiento
oscuro. Unos cuantos meses después la encontramos muerta en su cama con una
carta: “Ya no puedo más”, decía.
“Piñeiro” dice la secretaria y me
levanto con el corazón acelerado. Las cuatro mujeres me miran severas, con sus
tacitas de te y los embriones en el canasto, y me siento intimidada. Me falta
el aire y pienso en la tía. “Perdió su única oportunidad de ser madre. Tuvo un
aborto espontáneo. Él no quería hijos porque era un compromiso y en cuanto supo
del embarazo la dejó. Estaba casado pero la tía se aferró a ese bebé…y luego no
tuvo a qué aferrarse más que a su soledad”, recuerdo una tarde con mamá. Ella
tenía 47 años y se quitó la vida porque no quería estar más sola.
Saco el sobre y se lo doy al
doctor. Él lo abre y antes de que diga nada entiendo que no quiero ser como
ella, que quiero que las cosas cambien, que mi vida sea diferente todo el
tiempo. Que haya luz y que el dolor y la incertidumbre se alejen. “Negativo”,
dice y mi corazón se ensombrece. Salgo del consultorio algo mareada y
sorprendida. Miro la gente que pasa por la calle y pienso en la tía.
No sé cómo, pero de pronto me
encuentro en la casa de Carlota observando el cuadro. Está lleno de telarañas
pero las miradas están intactas, penetrantes como entonces, bizarras y
desafiando el tiempo. “Soy igual”, me digo y eso me entristece más. Voy hasta
su cuarto y tengo la sensación de que ella sigue ahí, en el aire, en los
muebles. Miro su ropero, pienso en los zapatos que estaban alineados
despampanantes como ella y los recuerdos me invaden.
"Sigo tus pasos, tía. En tu
casa y en mi vida. Yo quería ser así, como vos pero nunca entendí que tu pena
era grande, que tu soledad era una consecuencia dolorosa.
¿Por qué nunca me contaste? Quizás te daba vergüenza mostrar ese costado débil,
esa vulnerabilidad oculta. Y ahora ¿qué hago con tu recuerdo y mi presente? Cómo
seguir…"
Me recuesto en su cama y siento
su presencia junto a mí. La escucho reír, llorar, suspirar. Veo a través de su
historia y una lágrima se me escapa. “No llores mi niña”, diría y es verdad.
Voy hasta el jardín y observo el
atardecer: es maravilloso como lo fue ella. Una brisa suave me despeina y
siento la primavera en mis venas. Sonrío mientras emprendo el camino a casa. Mi
corazón está más ligero porque ahora sé que es lo que quiero…y voy a ir a
buscar ese destino para que se haga realidad.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos losd erechos reservados 2017
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