Observás su
rostro con detenimiento. Su cabello oscuro, sus labios redondeados. Te gusta
hacer eso mientras ella no lo nota, mientras duerme. Mirás su palidez extrema,
su blancura salpicada de pecas discretas. Incluso jugás con encontrarle sentido
a la disposición de sus manchas faciales: “Esta es Orión”, pensás y reís. Te
preguntás si siempre fue así de blanca, sin grandes matices. Es algo que no
sabrás pero que no te inquieta. Esa falta de conocimiento como tantas otras
cuestiones de la vida ya no te provocan nada.
Con tu mirada
recorrés los contornos de su rostro. Los surcos que la conforman, que la hacen
lo que es. Imaginás cuando ella ríe y podés representar en tu mente cada una de
sus arrugas. No tiene muchas, obvio porque solo tiene veinte años. Pero imaginás
esas líneas naturales que aparecen al reír, al llorar, al suplicar.
La viste
llorar, pero no querés recordar eso. No. Preferís observarla dormida e imaginar
el resto.
Por un breve
instante pensás en despertarla porque la ansiedad te carcome, como siempre. Sos
una persona ansiosa, nerviosa en ocasiones, sin embargo fría cuando se
necesita. Ahora, en este preciso momento, tenés esa adrenalina que te inquieta,
que corre por tus venas, que picotea tus terminales nerviosas y que te hace pensar
que otra cosa diferente quizás sería mejor. Pero te frenás. “Siempre es más
interesante ver la reacción luego de que abren los ojos”, pensás. Una sonrisa
se dibuja en tus labios pequeños y la necesidad se disipa. Si la despertás
ahora te perdés la variedad de expresiones. Si, mejor dejarla descansar.
Aguardás y el
tiempo se dilata, se estira como un chicle usado, despreciable y sin sabor. Te aburrís
y eso no te gusta nada. Entonces jugás con las probabilidades porque así es más
excitante y el tiempo pasa y la espera se acorta. Entonces, en tu mente
retorcida se suceden imágenes de las probables reacciones, de todos los
escenarios en los que estás vos y ella. Mirás uno de los tantos momentos probables,
el más oscuro tal vez y en ese pensamiento elegido ella abre sus ojos y aparece
la tan conocida sensación de no saber dónde está. Enseguida, en tu imaginación
ella busca lo conocido. Revolea la mirada para uno y otro lado buscando lo que
sabés muy bien que no encontrará. Ella te verá a vos, en la oscuridad, ansioso,
y por dentro ella se dirá: “¿Dónde mierda estoy?” sí, en tu imaginación ella es
boca sucia y hasta pensás que es capaz de hacer cualquier cosa por irse de ahí.
Incluso… tu corazón se acelera y tratás de frenar la catarata de pensamientos. Volvés
a tu momento elegido, el imaginario y calculado. Entonces, luego del posterior descubrimiento
de saberse en lugar que no le pertenece, el horror se pintará en su expresión… el
miedo teñirá su rostro, su piel, su aroma; esa es la parte que más te gusta.
Ella suspira,
se mueve levemente y sabés que estás por presenciar ese momento. Tu respiración
se acelera, se dispara como cuando tenés un orgasmo. Incluso podés sentir un
calor ascendiendo entre tus piernas anticipando esa agradable sensación de
libertad y desenfreno. Sí. Ella es tu orgasmo. Ella y cada una de las
anteriores son el éxtasis viciado que jamás pudiste tener porque sos un hombre
incompleto, mutilado y tu mente tiene que imaginar todo, incluso cómo sería
penetrarla.
En esa mezcla
de pensamientos mojados, cárneos e imposibles de concretar te enojás al
recordar tu mutilación, tu maldita incapacidad como hombre. Te indignás con el
mundo, con tu madre que no hizo todo lo posible para restituirte, para
completar lo que un accidente te cercenó. La adrenalina da paso al veneno y
ahora todo se tiñe de lo peor del mundo. La rabia te inunda y quita el placer que
saboreabas minutos antes. Querés volver a sentirte bien, pero la bestia
rencorosa y pútrida ya salió de la jaula y es capaz de cualquier cosa.
Pero ella
despierta y sentís que si todo se da como debe ser, tal vez tu bestia se tranquilice
y al final, quede satisfecha. Sin embargo, la joven abre sus ojos cristalinos y
los se clava en los tuyos. Sentís el hielo lacerante de su mirar en tu pecho y
te asombrás porque no debería ser así. “Esto es nuevo”, pensás mientras tu
bestia desgarra tu carne por dentro. Jamás pasó algo así. Ella se salteó todas
las reacciones previsibles y te desafía. “Dale hijo de puta”, te dice “Si me
vas a matar ¡hacelo ya!”, te ordena. Ella te ordena qué hacer. Irónico ¿no?
Pensás que es
una atrevida, una desvergonzada. ¿Cómo se va a saltear todas las etapas? ¿Cómo
se atreve a desafiarte así? Su comportamiento te paraliza, te deja descolocado
y expuesto. La bestia se agazapa y aparece el miedo, el tuyo, ese miedo
visceral e inexplicable. La bestia se esconde, quiere huir, como cuando tu
padre te castigaba de chico. Podés sentir los latigazos de entonces en tu piel,
el ardor y la debilidad. Mientras ella te desafía vos observás que el mundo se
desmorona debajo de tus pies y caés a tu infierno personal, al de los
recuerdos, al de tu impotencia.
Retrocedés.
Tenés que pensar, decidir qué hacer con ella. Si, mejor alejate y pensá muy
bien qué hacer. Si la dejás viva te va a entregar porque ya vio tu cara, ya
identificó tus rasgos. Estás muerto si la dejás ir. Pero esta situación ya no
tiene gracia para vos. Todo se fue a la mierda.
“¡Estúpida!”,
le gritás. Sí, es una estúpida malcriada. “No tenías que…” Pero ella se ríe en
tu cara. A carcajadas como cuando quisiste hacer algo con ese estorbo que tenés
entre tus piernas, a tus quince. La prostituta que te presentó tu padre se te
mató de risa en la cara y saliste llorando como un bebé. Y lo peor no fue eso.
Tu viejo te cagó a palos por pelotudo. Sí, eso te dijo. Inútil, pelotudo y
maricón.
“¡Basta!”,
gritás y ahora ella se asusta. Observás la tensión de su cara, la dureza del
terror. Sus ojos abiertos, las pupilas agrandadas que ocupan casi todo el iris.
Podrías ver su alma si te animaras. Pero no es algo que necesites o desees ver.
Volvés a su dureza, al terror que le provocás. Cada músculo de su cuerpo está
tenso, a la espera de que hagas un movimiento. Sí, algo quiere volver. La
sensación de poder, quizás. Pero la amargura y el odio son más fuertes. Y los
recuerdos te atormentan.
Caminás de un
lado a otro, impaciente. Te frenás delante de la mesa donde están tus
herramientas. Las mirás. Ahora todo se desdibuja, hasta pierde el sentido. El mundo
pierde su dirección natural, la tuya. Pensás en que habría sido divertido,
placentero torturarla, mutilarla como estás vos. Pero te agobian los recuerdos,
la ansiedad y el dolor que cargás en tu espíritu. Mirás otra vez las
herramientas que tanto placer te hubieran dado. Tu pecho se cierra, una lágrima
se derrama, las manos te tiemblan.
Entonces
agarrás el camino fácil. Le disparás a ese rostro que te observa con
desesperación y luego te volás los sesos de una vez.
Autor: Soledad
Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017
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