viernes, 7 de abril de 2017

Mutilación





Observás su rostro con detenimiento. Su cabello oscuro, sus labios redondeados. Te gusta hacer eso mientras ella no lo nota, mientras duerme. Mirás su palidez extrema, su blancura salpicada de pecas discretas. Incluso jugás con encontrarle sentido a la disposición de sus manchas faciales: “Esta es Orión”, pensás y reís. Te preguntás si siempre fue así de blanca, sin grandes matices. Es algo que no sabrás pero que no te inquieta. Esa falta de conocimiento como tantas otras cuestiones de la vida ya no te provocan nada. 

Con tu mirada recorrés los contornos de su rostro. Los surcos que la conforman, que la hacen lo que es. Imaginás cuando ella ríe y podés representar en tu mente cada una de sus arrugas. No tiene muchas, obvio porque solo tiene veinte años. Pero imaginás esas líneas naturales que aparecen al reír, al llorar, al suplicar.
La viste llorar, pero no querés recordar eso. No. Preferís observarla dormida e imaginar el resto. 

Por un breve instante pensás en despertarla porque la ansiedad te carcome, como siempre. Sos una persona ansiosa, nerviosa en ocasiones, sin embargo fría cuando se necesita. Ahora, en este preciso momento, tenés esa adrenalina que te inquieta, que corre por tus venas, que picotea tus terminales nerviosas y que te hace pensar que otra cosa diferente quizás sería mejor. Pero te frenás. “Siempre es más interesante ver la reacción luego de que abren los ojos”, pensás. Una sonrisa se dibuja en tus labios pequeños y la necesidad se disipa. Si la despertás ahora te perdés la variedad de expresiones. Si, mejor dejarla descansar. 

Aguardás y el tiempo se dilata, se estira como un chicle usado, despreciable y sin sabor. Te aburrís y eso no te gusta nada. Entonces jugás con las probabilidades porque así es más excitante y el tiempo pasa y la espera se acorta. Entonces, en tu mente retorcida se suceden imágenes de las probables reacciones, de todos los escenarios en los que estás vos y ella. Mirás uno de los tantos momentos probables, el más oscuro tal vez y en ese pensamiento elegido ella abre sus ojos y aparece la tan conocida sensación de no saber dónde está. Enseguida, en tu imaginación ella busca lo conocido. Revolea la mirada para uno y otro lado buscando lo que sabés muy bien que no encontrará. Ella te verá a vos, en la oscuridad, ansioso, y por dentro ella se dirá: “¿Dónde mierda estoy?” sí, en tu imaginación ella es boca sucia y hasta pensás que es capaz de hacer cualquier cosa por irse de ahí. Incluso… tu corazón se acelera y tratás de frenar la catarata de pensamientos. Volvés a tu momento elegido, el imaginario y calculado. Entonces, luego del posterior descubrimiento de saberse en lugar que no le pertenece, el horror se pintará en su expresión… el miedo teñirá su rostro, su piel, su aroma; esa es la parte que más te gusta. 

Ella suspira, se mueve levemente y sabés que estás por presenciar ese momento. Tu respiración se acelera, se dispara como cuando tenés un orgasmo. Incluso podés sentir un calor ascendiendo entre tus piernas anticipando esa agradable sensación de libertad y desenfreno. Sí. Ella es tu orgasmo. Ella y cada una de las anteriores son el éxtasis viciado que jamás pudiste tener porque sos un hombre incompleto, mutilado y tu mente tiene que imaginar todo, incluso cómo sería penetrarla. 

En esa mezcla de pensamientos mojados, cárneos e imposibles de concretar te enojás al recordar tu mutilación, tu maldita incapacidad como hombre. Te indignás con el mundo, con tu madre que no hizo todo lo posible para restituirte, para completar lo que un accidente te cercenó. La adrenalina da paso al veneno y ahora todo se tiñe de lo peor del mundo. La rabia te inunda y quita el placer que saboreabas minutos antes. Querés volver a sentirte bien, pero la bestia rencorosa y pútrida ya salió de la jaula y es capaz de cualquier cosa. 

Pero ella despierta y sentís que si todo se da como debe ser, tal vez tu bestia se tranquilice y al final, quede satisfecha. Sin embargo, la joven abre sus ojos cristalinos y los se clava en los tuyos. Sentís el hielo lacerante de su mirar en tu pecho y te asombrás porque no debería ser así. “Esto es nuevo”, pensás mientras tu bestia desgarra tu carne por dentro. Jamás pasó algo así. Ella se salteó todas las reacciones previsibles y te desafía. “Dale hijo de puta”, te dice “Si me vas a matar ¡hacelo ya!”, te ordena. Ella te ordena qué hacer. Irónico ¿no? 

Pensás que es una atrevida, una desvergonzada. ¿Cómo se va a saltear todas las etapas? ¿Cómo se atreve a desafiarte así? Su comportamiento te paraliza, te deja descolocado y expuesto. La bestia se agazapa y aparece el miedo, el tuyo, ese miedo visceral e inexplicable. La bestia se esconde, quiere huir, como cuando tu padre te castigaba de chico. Podés sentir los latigazos de entonces en tu piel, el ardor y la debilidad. Mientras ella te desafía vos observás que el mundo se desmorona debajo de tus pies y caés a tu infierno personal, al de los recuerdos, al de tu impotencia. 

Retrocedés. Tenés que pensar, decidir qué hacer con ella. Si, mejor alejate y pensá muy bien qué hacer. Si la dejás viva te va a entregar porque ya vio tu cara, ya identificó tus rasgos. Estás muerto si la dejás ir. Pero esta situación ya no tiene gracia para vos. Todo se fue a la mierda.

“¡Estúpida!”, le gritás. Sí, es una estúpida malcriada. “No tenías que…” Pero ella se ríe en tu cara. A carcajadas como cuando quisiste hacer algo con ese estorbo que tenés entre tus piernas, a tus quince. La prostituta que te presentó tu padre se te mató de risa en la cara y saliste llorando como un bebé. Y lo peor no fue eso. Tu viejo te cagó a palos por pelotudo. Sí, eso te dijo. Inútil, pelotudo y maricón. 

“¡Basta!”, gritás y ahora ella se asusta. Observás la tensión de su cara, la dureza del terror. Sus ojos abiertos, las pupilas agrandadas que ocupan casi todo el iris. Podrías ver su alma si te animaras. Pero no es algo que necesites o desees ver. Volvés a su dureza, al terror que le provocás. Cada músculo de su cuerpo está tenso, a la espera de que hagas un movimiento. Sí, algo quiere volver. La sensación de poder, quizás. Pero la amargura y el odio son más fuertes. Y los recuerdos te atormentan.

Caminás de un lado a otro, impaciente. Te frenás delante de la mesa donde están tus herramientas. Las mirás. Ahora todo se desdibuja, hasta pierde el sentido. El mundo pierde su dirección natural, la tuya. Pensás en que habría sido divertido, placentero torturarla, mutilarla como estás vos. Pero te agobian los recuerdos, la ansiedad y el dolor que cargás en tu espíritu. Mirás otra vez las herramientas que tanto placer te hubieran dado. Tu pecho se cierra, una lágrima se derrama, las manos te tiemblan. 

Entonces agarrás el camino fácil. Le disparás a ese rostro que te observa con desesperación y luego te volás los sesos de una vez. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017

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