―Va a ser divertido Enriqueta.
―No sé, Clotilde. Vos y tus ideas
estrafalarias no tienen fin. Me vas a decir que…
―Sí, lo sé. Pero tampoco se suponía
que la vida iba a ser así.
Ambas hermanas se
observaron. Los ojos opacos por las cataratas, las manos arrugadas apretando el
bastón. La novela de la tarde en la tele del salón principal de la casa de
retiro. Era demasiado aburrimiento aun para dos ancianas. Mellizas de 83 años.
Justo el fin de semana llegarían a sus 84 primaveras. Heladas primaveras para
dos mujeres que supieron bailar al son de la vida.
La idea apareció en el mismo momento en que se festejaban los
carnavales. Quizás en medio de un desvarío triste por recuerdos del pasado. Quizás
solo porque sí. Tal vez no había un motivo claro. Pero definitivamente ese era
el mejor momento. Enriqueta lo había masticado como se mastican las cosas con
las encías enrojecidas por la falta de dientes. Y lo había analizado como puede
hacerlo una mujer al borde de la demencia senil o del olvido cotidiano por la
arteriosclerosis que tapaba sus arterias cerebrales.
Nada podía salir mal, según su punto de vista. Pero convencer
a Enriqueta, Quety, como ella le decía, era algo muy diferente. Quety era 2
minutos y medio más grande y eso siempre se lo había hecho notar a Clotilde. No
se dejaba mandonear así como así y la pobre hermana menor, debía disfrazar sus
intenciones, colorearlas con acuarelas, ponerle guirnaldas para embellecerlas y
de esa forma, quizás, la Quety
accedía a sus ideas. Muchas de ellas eran locuras. Pero ¿quién se iba a fijar
en dos ancianas artrósicas?
Esa tarde Clotilde no dijo nada más. Pero por la noche, antes
de que los empleados de la casa de retiro apagaran las luces, ella abordó el
tema nuevamente. Sería una forma de ser libres una última vez. “Como en los
sesentas, con esa cosa de la liberación femenina y el amor libre. Te acordás
Quety? Fue cuando…”
Enriqueta asintió con su rostro entre sonriente y triste. En
una de esas manifestaciones de amor y paz, había conocido a su marido. El gran
amor de su vida. Cuarenta años juntos. Sin hijos, solo ellos dos. La vida no quiso
que sus embarazos llegaran a término y luego de un tiempo y de mucha pena,
dejaron de intentar. Ella quiso seguirlo luego de que falleció súbitamente. No
lo hizo porque habría dejado a su hermana sola. No podía dejarla. Y como
entonces, no pudo negarse a esta aventura que ambas vivirían.
Clotilde se durmió feliz. Los detalles no importaban. Podía
conseguir el caballo a través de la profesora de equinoterapia. Eso no sería un
problema. Además las hermanas habían montado desde siempre, en el campo de la
familia. Solo había que recordar cómo hacerlo.Y el permiso para salir estaba
garantizado: todos saldrían a festejar el carnaval. Sí, era pan comido.
Llegó el cumpleaños y soplaron las velas. Ambas sonrieron,
cómplices, imaginando las reacciones de sus compañeros al verlas. Se sintieron
niñas. Como cuando de pequeñas hacían travesuras cambiando sus identidades.
Eran tan parecidas, que quienes no sabían que eran dos, caían fácilmente en sus
elucubraciones.
Clotilde sintió esa nostalgia por los años felices y deseó
ser joven otra vez. Sabía que ese deseo jamás se cumpliría, pero quizás la
juventud no era cuestión de años y con ese pensamiento se preparó para el día
siguiente.
El carnaval llegó. Los ancianos, organizados en grupos por los
profesores de música y educación física salieron de la casa de retiro. Nadie
preguntó por las dos ancianas; ellas de antemano habían dejado claro que no
querían formar parte de aquel festejo. “Nos quedamos viendo la novela”, fue lo
que Clotilde dijo convincentemente. Y le creyeron. ¿Quién dudaría de un par de
abuelas de 84?
Los ancianos caminaron unas pocas cuadras y llegaron a la
calle principal, donde las comparsas pasaban una tras otra, estridentes,
luminosas, deslumbrando a todos con la belleza exótica de las jóvenes emplumadas.
Estaban entretenidos, caminando con sus bastones, algunos con
andadores, moviendo lo que podían mover al son de la música brasilera, cuando
ellas hicieron su entrada triunfal.
El primero en reconocerlas fue Tito, un anciano de 95 años
que al ver a las mujeres desnudas sobre sendos caballos cayó infartado en el
medio de la calle. Bueno…la gente no sabía si se había infartado o no, solo
vieron que se agarraba el pecho y sus ojos se abrían demasiado.
Los profesores corrieron tratando de auxiliar al hombre
mientras que Clotilde y Enriqueta, con sus senos arrugados al aire, caminaron
directo a la avenida por donde circulaba una comparsa que imitaba a MaríMarí.
Las mujeres, sin percatarse del revuelo, se incorporaron a la
caravana, con tanta mala suerte que uno de los caballos se asustó y salió
disparando. Cabalgó entre las personas, que se corrían y gritaban, sin parar
ante nada. En el lomo del caballo desbocado, Clotilde se agarraba como podía.
Gritando. Intentando frenar al animal sin lograrlo. Enriqueta, asustada se bajó
exponiendo su humanidad y gritando por su hermana, que rápidamente fue perdida
de vista entre la muchedumbre.
Los profesores aparecieron de la nada con una frazada y
taparon la expuesta mujer mientras que una atlética joven policía montada en
moto, salió detrás de Clotilde.
Esa noche, el geriátrico fue testigo del cotorreo y
excitación de sus habitantes. Tito quedó internado; una de las hermanas quedó
en observación por un traumatismo de hombro al querer arrojarse del caballo y
aterrizar en una de las carrozas, y la otra hermana con un enfriamiento y
probable neumonía por haber tomado frío durante toda la bataola.
―Te dije que iba a ser desastroso,
Clotilde.
Enriqueta quiso hacerse la enojada, con poco éxito. Sintió
que debía amonestar a su hermana menor, como antaño.
―Me vas a decir que no te divertiste―le respondió la hermana riendo, con el cabestrillo en el
brazo.
―Pobre Tito, se infartó. Está en
terapia intensiva
―No te preocupe por Tito, Enriqueta. Si
se muere va a ser feliz, luego de haberte visto desnuda es lo mejor que le pudo
pasar.
Ambas hermanas rieron alto y Cloti sintió que su deseo de
cumpleaños se había hecho realidad: por un momento fue joven. Nada salió bien,
pero así había sido siempre y ver a su hermana sonreír…
ese era el premio mayor.
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos
reservados 2018
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