Dicen que para conseguir algo hay que desearlo
fervientemente, desde las entrañas. Eso dicen. O mejor dicho, eso le había
dicho su madre y Nicanor era un devoto admirador de las frases de su madre. Y
más admirador de Anastasia.
Cuando la madre de Nicanor murió, él tendría unos 17
años. Grande para ser huérfano, chico para quedarse solo en el mundo, él sentía
que no estaba solo. Estaba Anastasia, su vecina del departamento de enfrente.
Sí, Nicanor la quería. La necesitaba de una forma particular, extrema para
algunos, oscura para la opinión de su madre muerta, desesperada para su
tormento personal.
Anastasia era una hermosa joven de unos veintitantos,
estudiante de odontología, esbelta, rubia casi platinada y portadora de unos
ojos cristalinos como el agua de la canilla del baño de Nicanor. El mismo baño
donde el muchacho pasaba un largo rato pensando en su vecina. Un pensamiento de
éxtasis que le brindaba cada mañana y cada noche mientras la recordaba salir
del departamento con sus jeans ajustados y sus apuntes en la mano. ¿Y cómo
sabía eso, Nicanor? Simple, la espiaba cada día por la mirilla de su puerta.
Tenía cronometrado el horario de salida y el de
vuelta.
Jamás se atrevió a salir y saludarla. O incluso, si la
encontraba de casualidad en el ascensor, se ocultaba detrás de su jopo oscuro o
debajo de la capucha de su buzo azul. Ella nunca lo había registrado. Incluso
podría haberlo confundido con un bulto, con una cosa ahí estacionada en el
ascensor.
Para Nicanor eso era lo mejor, al menos por el
momento. No sabría qué decirle si ella le hablaba. No tenía tema de
conversación. “Sos muy estúpido para ser adolescente, hijo”, era una de las tantas
frases de aliento que su madre le había legado. Y ahora que ella se había ido,
quizás al infierno, Nicanor estaba sin guía, sin una conducción que le dijera
qué hacer o cómo. Y para colmo de males, sacando lo momentos autoexpresivos del
baño, jamás había logrado entrar en algún lugar anatómico femenino. Pero eso no
le molestaba. Aún.
Una mañana de enero, más precisamente el 17 de enero,
Anastasia y Nicanor coincidieron en el ascensor. Ella entró corriendo en la
planta baja, llorando desconsoladamente. Nicanor, sorprendido, se arrinconó sin
saber qué hacer. Pero ella, que esta vez sí lo había visto, se dio vuelta y le
habló. Lo miró directo a los ojos, mientras que de los suyos brotaban ríos de
lágrimas y haciendo un sexy puchero preguntó:
―Honestamente ¿te parezco una trola?
Nicanor que no estaba familiarizado con el término,
balbuceó unos monosílabos que a ella le sonaron a un “no” y le sacaron una
sonrisa.
Se miraron brevemente, y a ella le pareció que el
chico-bulto era algo así como tierno. Apetitoso. Se acercó a él, mientras que
Nicanor sintió que su corazón le explotaba, además de otras partes de su
anatomía y se quedó quieto. En suspenso. Mientras aguardaba, pudo sentir el
aroma de Anastasia. Era una mezcla de perfume semibarato y hormonas
adolescentes. Dulce, húmedo. Y mientras él pensaba qué hacer o como se
satisfacería luego en el baño, ella lo besó. El adolescente cerró los ojos casi
como en un reflejo mientras que la lengua de Anastasia recorría su boca.
Nicanor explotó de sensaciones. Ella se acercó más a él y Nicanor pudo sentir
el cuerpo esbelto de su vecina. Sintió sus pechos. Su pelvis por allá abajo.
Pero no reaccionó ni un poquito. Ella finalizó el beso en el segundo justo en
que llegaron al piso que les correspondía. Se apartó rápidamente de él, le
guiñó el ojo y se fue moviendo las caderas.
Esa noche, Nicanor entendió que la autoexploración era
nada comparado con la posibilidad. Sí, la posibilidad de poseer a Anastasia. De
hacerla suya anatómicamente hablando. Y se durmió pensando en eso.
Al día siguiente, Nicanor se preparó para abordar a su
vecina. Preparó unas líneas para decirle algo. Se perfumó y salió al pasillo. A
esperarla. Y ella salió, de la mano de un pibe y no registró al chico-bulto. Ni
un poco.
Nicanor enojado entró a su departamento y cerró la
puerta de un golpe. “Estúpido.”, dijo. Solo eso. Pensó en su madre, en la razón
que ella tenía. En que al final, era un pobre pibe, solitario y antisocial.
“Esto se termina hoy”, gritó al aire. Y en ese momento lo decidió.
Las horas pasaron, lentas. Agónicas. Su mente no
paraba de pensar. “Es una trola”, se dijo ahora que entendía el término. “Lo
es. Lo va a pagar”, se repitió. A eso de las once escuchó la puerta del
departamento de Anastasia. Espió por la mirilla de su puerta y vio que ella
llegaba sola. Ese era el momento, el suyo. Salió y se paró frente a la puerta
de su vecina. Su corazón explotaba de anticipación y enojo. No podía quitarse
de la mente aquel beso. La forma en que ella lo había avanzado, sin pedir
permiso y luego... luego ese trato. Ese desprecio.
Tocó la puerta y ella salió. Estaba con una remera
suelta y calzones. No era posible tanta desfachatez.
―Vení. Pasá. Perdón por lo de esta mañana. Mi novio es muy
celoso.
Ella sonrió mientras cerraba la puerta del
departamento y ponía traba.
―Imagino que sus celos tienen fundamento.―continuó
jugueteando con el pelo.
Sin darle oportunidad, tomo a Nicanor de la mano y lo
llevó a su cuarto. Lo desvistió y lo hizo suyo. Nicanor estaba atónito. Si eso
era el sexo sintió que se había perdido lo más espectacular del mundo. Lo
hicieron varias veces, sin descanso. Ella era inagotable y Nicanor, bueno,
estaba experimentando lo que había imaginado durante toda su adolescencia.
―Tenés que
irte porque va a llegar mi novio ¿viste?
Anastasia
agarró la ropa de Nicanor, se la dio hecha un bollo y prácticamente lo sacó a
empujones del departamento. El muchacho no entendió mucho de qué se trataba,
pero esa noche durmió como un bebé. O al menos hasta la madrugada en la que
sintió que golpeaban a la puerta.
Se levantó
medio dormido y abrió. Era Anastasia, en camisón que venía por su cuota.
Nicanor rebosante de felicidad se apropió esta vez del cuerpo ella, una vez y
otras tantas. Era la felicidad absoluta. Sin palabras, sin discusiones. Un par
de horas después, Anastasia se fue a su departamento y Nicanor continuó con su
sueño reparador.
Por la
mañana, Nicanor despertó como jamás lo había hecho. Cansado pero feliz. Sin
embargo escuchó ruido en la cocina y se asustó. ¿Quién estaría ahí? Recordó a
su madre, el sonido de las tazas, la pava en el fuego. Era igual. Se estremeció
de solo recordarla y se preguntó qué pensaría ella de la aventura con su
vecina. Seguramente lo sancionaría. Pero…ella estaba bien muerta y por única
vez, Nicanor se alegó de ese hecho. Como el ruido no cesara, el muchacho fue hasta
la cocina, sigiloso y ahí estaba
Anastasia preparando el desayuno.
Nicanor sintió
que todo era extraño, pero extrañaba que lo cuidase alguien por lo que aceptó
ese regalo de su vecina. En silencio tomaron el café con tostadas y casi sin
que Nicanor pudiera hacer la digestión, ella se llevó al muchacho a la cama.
Nuevamente hubo varias horas de extenuante actividad física que dejaron a
Nicanor cansado y sudoroso. Agotado, cerró los ojos para dormitar y tal vez
logró dormir unas horas. Despertó de pronto con Anastasia montándolo
insistentemente y así nuevamente un par de horas más de sexo y una corta siesta
para recomenzar.
Anastasia
no emitía palabras. Era casi como un robot, una autómata movilizada por el
deseo y la pasión por el escuálido Nicanor. Ella tenía una oscuridad que antes
no poseía y dominaba a Nicanor con su cuerpo. De esa forma, el muchachito-bulto
era dócil como un cachorro.
Sin
embargo, Nicanor comenzó a sentir que su energía se agotaba y que Anastasia prácticamente
no lo dejaba reponerse. Ella estaba radiante, cada día más hermosa y Nicanor se
trasformaba en un esperpento adelgazado y pálido. Grisáceo casi. Sin contar que
no podía disponer de su tiempo, de su cuerpo o de si vida como antes. Pero ¿qué
beneficio le traía su vida de antes? Entonces se relajaba y bueno…ya se sabe
cómo sigue el dicho.
Las semanas
pasaron y la esclavitud se hizo notar en la mente del agotado Nicanor. Él era
un fantasma de lo que había sido. Un zombi que vivía para dormir y satisfacer a
la mujer-come hombres que habitaba su departamento. ¿Y el novio que había visto
antes? Tal vez estaba pudriéndose, deshidratado y consumido. Como quedaría él
si esto no paraba. Fue asi que una noche en la que Anastasia descansaba unos
minutos, Nicanor decidió que ya era suficiente. Se levantó con cuidado para que
ella no despertase y fue hasta la cocina. Necesitaba sacarla de su
departamento, de su vida y de sus genitales. Dudó porque a fin de cuentas gracias
a ella él había conocido un excitante mundo nuevo, pero no podía seguir así.
Moriría pronto si esto no paraba.
Temeroso
del futuro, agarró un cuchillo y fue hasta la habitación donde ella descansaba.
Solo quería asustarla ¿o quizás no? Estaba confundido con sus sentimientos. Había
algo turbio en el ambiente que dominaba todo. Quizás algo sobrenatural o solo
el cansancio lo hacía ver todo distorsionado. Mientras deliberaba acerca del
futuro inmediato la observó. Realmente era hermosa. Demasiado para ser una
humana normal. Común y corriente. Vecina de Nicanor. Mientras agradecía en
silencio por los servicios prestados, elevó el cuchillo como en las películas
de terror y en el segundo en que atravesaría el corazón de su amante ella abrió
sus enormes ojos y frenó el cuchillo en seco. Se miraron por un breve instante.
Los ojos de ella eran gélidos, vacíos de vida y de pasión. Nicanor se
aterrorizó aunque todo fue muy breve. Ella colocó la otra mano en el cuello de
Nicanor y con violencia lo sofocó.
Nicanor
cayó al suelo, como una bolsa de huesos, inerte. Anastasia apenas miró a su
presa. Lo comería luego. Entonces dio media vuelta y siguió descansando
plácidamente.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos
reservados 2018
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