Ambas
hermanas se miran. Carla y Camila.
Gemelas idénticas, frente a frente mientras el tiempo se congela en un suspiro.
Carla llora de emoción mientras Camila camina por la casa.
―Estos
pasillos…corrimos por acá tantas veces que aun puedo sentir el repiqueteo de
nuestros zapatos de charol sobre el piso de parqué.
Carla
sigue a su hermana, en silencio, como siempre hizo. La abruman sus
sentimientos, los recuerdos de su infancia. Siempre fueron compinches, pero
Camila era la que las guiaba y Carla simplemente iba detrás, como ahora. La
extraña tanto, que apenas puede articular alguna palabra.
―Ya
sé. No lo digas. Sé que pensás en mí desde que me fui. Pero ahora estoy acá de
nuevo, con vos.
Las
dos caminan por la casa que las vio crecer. Si se esfuerza un poco, Carla puede
sentir los olores del pasado. La calidez de la primavera en casa de la abuela.
Ahí crecieron felices, luego de que sus padres murieran en un accidente. Eran
tan chicas, que apenas puede recordar la cara de su mamá.
―¿Y
qué hiciste todo este tiempo?
Carla
mira a su hermana, otra vez. Incrédula siente que sus manos tiemblan y la boca
se le traba.
―Yo…
―Además
de extrañarme, digo ―Camila ríe a carcajadas. Su risa resuena en la vieja casa,
en los rincones amarillentos y en las vigas de madera oscurecida.
Una
brisa entra por la ventana del comedor. Por un momento breve, los años
retroceden. Todo retoma el tiempo de antaño: la abuela amasando, el abuelo
leyendo el diario del domingo. Las hermanas jugando en el jardín con sus
muñecas. Iguales, como ellas. Carla se detiene. El peso del pasado aprieta su
alma, la exprime. Como siempre.
―Me
dejaron sola…todos ustedes me abandonaron.
Camila
se frena. Su hermana tiene razón y ella lo sabe bien. Primero los padres, luego
los abuelos. Los abuelos esperaron a que las hermanas alcanzaran la juventud.
Luego de que las chicas cumplieran 18, partieron ambos, de vejez. Camila los
encontró en su cama una mañana de abril. Y la tristeza hizo lo suyo con ella, (con
ambas hermanas en realidad).
―Lo
sé. Fue triste ver a los abuelos ahí, dormidos y muertos. Me partió el alma.
―Y
te fuiste a conocer el mundo. Sé que lo necesitabas. Tenías que irte y recorrer
la vida, los lugares. Pero me dejaste sola, acá. En esta casa llena de
fantasmas.
El
silencio las envuelve, mientras que la noche se hace plena y la oscuridad
dibuja caprichosas imágenes con la luz de la luna. El viejo reloj de cu-cú da
las diez. La caminata de las hermanas se reanuda, con la misma cadencia de
antes. Al compás de los segundos detenidos y olvidados. Esos que pasan
desapercibidos cuando uno es chico y todo le parece eterno. De esa manera, en
la que se transcurre la niñez, lentamente, ellas transitan la casa ya
deshabitada.
―Decime,
te ruego, ¿cómo estuviste todo este tiempo?
―Triste,
estuve. Esperando verte entrar por esa puerta. Esperando noticias tuyas que
jamás llegaron. Y hoy aparecés de la nada. Quizás porque te mandan a buscarme o
porque quisiste hacerlo. No sé. Sé que viniste y me hablás como si nada hubiese
sucedido.
―Te
pido perdón…
―Yo
también. Porque no pude con mi dolor. No pude con los recuerdos y me rendí…me
rendí y acá estás. Aprecio que hayas venido, Camila. De verdad. Pero no sé si
merezco ir con vos.
―Estoy
acá porque lo merecés. Porque sé que te dejé sola con semejante dolor….
―Entonces,
¿me querés ver?
Camila asiente. La sigue a la habitación principal, despacio, dudosa.Sabe que va a ser doloroso ver el cuerpo sin vida de su única hermana
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas de la oscuridad) - Todos los derechos resrvados 2018
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