sábado, 27 de julio de 2013

Leyenda de amor: luz y oscuridad




Cuenta la leyenda que hace mucho pero muchos años, quizás antes de que el día fuera día y la noche fuera noche, había un lugar maravilloso llamado Tierra. En ese entonces, la Tierra era un sitio acogedor y casi mágico que apenas se diferenciaba del cielo y el resto del universo. En la Tierra tal cual era entonces, convivían dos pequeñas aldeas y cada una de ellas se encontraba rodeada de espesa y hermosa vegetación.
En una de las aldeas, la del Sol, convivían un grupo de mujeres, que vivían en armonía y en paz. En la otra, llamada Oscuridad, vivía un grupo de hombres, que también convivían aunque resguardando ciertas cuestiones que en la aldea del Sol desconocían.
En esos tiempos remotos, las bellas mujeres de la aldea del Sol eran las portadoras de luz. Esa luz era dadora de vida y amor y donde ellas iban, iluminaban todo a su alrededor. Eran poseedoras de una luminosidad blanca y casi angelical que brotaba a través de los poros de su piel. El lugar donde moraban las mujeres era bastante pintoresco. Conformado por pequeñas y acogedoras casitas, de techos rojos y ventanas decoradas con cortinas llenas de flores. Cada una con un pequeño jardín al frente. Toda la aldea estaba cobijada por numerosos árboles, frondosos de un verde intenso y brillante. Siempre era primavera. El lugar estaba lleno de pájaros y pequeños animales que convivían plácidamente y por supuesto, todo se encontraba iluminado permanentemente. Había flores de miles de colores por doquier que ornaban la aldea, donde cientos de hamacas se convertían en el entretenimiento de las bellas doncellas que pasaban allí sus ratos libres. La intensidad de la luz de cada mujer delataba el estado de ánimo de ellas con sólo mirarlas, por ello cuanto más felices estaban, más intensamente brillaban.
Los hombres se encontraban a una gran distancia de allí. Es más, entre ellos y las mujeres de la aldea del Sol, no había contacto. Ni siquiera se conocían y como sus vidas no tenían ni principio ni fin, no había necesidad de interacción alguna. No había necesidad de nada entre ellos.
Los hombres eran los portadores de la oscuridad. Una oscuridad romántica y muy necesaria para abrigar lo secreto e íntimo del cosmos. Una oscuridad que daba refugio y protección al que lo necesitase. Más no a las portadoras de luz. La aldea donde ellos vivían era oscura aunque bella a su manera. Ellos eran ingeniosos, ya que la necesidad les había provocado buscar maneras de poder ver a su alrededor. Habían diseñado unos interesantes dispositivos que les brindaban luz utilizando a numerosas luciérnagas, también se las habían ingeniado para atrapar rayos en las tormentas y luego los utilizaban depositados en pequeños frascos para ver en las distintas casitas. Sin embargo, normalmente dejaban que la luna y las estrellas se encargaran de darles luz ya que les hacía valorar su propia e insignificante existencia respecto del infinito.  
Entre ellos y las mujeres de luz, había un enorme y mágico bosque que los separaba convenientemente. Era como si algo o alguien hubiera decidido que no tuvieran relación entre estas dos razas.
En la aldea del Sol, Ágata era la mujer de luz más hermosa y brillante. Ella era la soberana de allí y por ello se encargaba de llevar adelante la aldea. Cada jornada solucionaba los pequeños conflictos surgidos entre las doncellas, se encargaba de encontrar los alimentos más sanos para el resto de las mujeres de Luz y presidía el concilio que una vez por semana se reunía para tratar los temas de importancia para la aldea. Con todo, su vida estaba bastante ocupada.
Sin embargo, últimamente, se sentía bastante aburrida. Todo estaba muy en orden y le sobraba el tiempo para ella sin saber cómo utilizarlo. O en realidad, algo faltaba en su vida y no sabía que podría ser.
En este hastío que se acrecentaba cotidianamente, Ágata fue en busca de provisiones a un prado cercano que lindaba al bosque mágico, como siempre hacía. Allí podía encontrar deliciosas frutas, exquisitas verduras y agua cristalina para beber. En aquel momento el bosque se revelaba perfecto, estaba radiante, de un verde intenso, brillante y con una vitalidad extraordinaria. La realidad era que cuando ella se acercaba con su luz, todo a su alrededor se embellecía tomando un color distinto, una intensidad renovada. Todo con su luz era más hermoso, más exótico, más vivo. Ágata disfrutaba enormemente ver ese cambio de la naturaleza cada vez que ella iluminaba el lugar. Sin embargo, esta vez no era suficiente. Su luz no era tan intensa como de costumbre y su falta de “algo” la hacía opacarse más y más. Pero en el momento en que ella cuestionaba lo que sucedía con la intensidad de su luz, sintió una especie de presencia que le provocó mirar más allá de lo permitido, muy dentro del bosque. Allí había una intensa penumbra y Ágata lo notó inmediatamente. Una oscuridad a la que nunca se había expuesto. Primero se asustó, pues algo tan sombrío no podía ser bueno. La realidad era que nunca se había animado a ir más allá de los límites conocidos por su raza. Sabía que era peligroso avanzar y jamás se había atrevido a desafiar las leyes establecidas. Sin embargo, esa penumbra, esa presencia la invitaba a desafiar lo determinado. Y ella tenía la necesidad de aventuras.
Muy dentro del bosque se encontraba Caleb. Un joven proveniente de la aldea de la Oscuridad. Como cotidianamente hacía, había ido a buscar suministros para los habitantes de su aldea y se había adentrado demasiado en el bosque mágico. Él sabía que no debía estar allí, pero una luz intensa muy a lo lejos, había llamado su atención. Nunca había visto algo tan iluminado y perfecto en toda su existencia. Por lo que decidió quebrantar las leyes de su aldea para ir a investigar. “Tal vez esa fuente de luz nos sea útil”, pensó para autorizarse a romper las reglas. Y avanzó. Se internó más y más en el bosque atraído por la luz. Entonces la vio.
Caleb sintió que algo en su pecho golpeaba rápidamente, en forma alocada aunque con cierto ritmo. Nunca le había sucedido eso. Su vida había sido medida y controlada siempre, pero ahora su corazón estaba desbocado por la visión que tenía frente a él. Ese ser era una aparición, una deidad a la que jamás pensó encontrar. Ella era más bella que todas y cada una de las estrellas del firmamento. Era tan brillante como la luna plena en una noche cálida y despejada. Su rostro era perfecto. Su piel era pálida y casi translúcida como la porcelana, hermosa y delicada. Sus ojos verdes como las hojas de los árboles jóvenes, tenían una sinceridad y transparencia tanto que él supo cómo era su alma con tan sólo observarlos. Su cabello, dorado como los rayos de sol, caía enmarcando el rostro y resaltando sus preciosos rasgos. Sus manos eran delicadas a diferencia de la de él o sus compañeros de aldea. ¿Quién era ella? ¿De dónde había salido semejante aparición? Caleb se sintió mareado y confundido. ¿Cómo jamás había sabido de semejante criatura? Estaba absorto en estos pensamientos cuando Ágata lo vio.
Los ojos de Ágata y Caleb se cruzaron brevemente y el universo explotó en miles de millones de luces de colores. La Tierra tembló bajo sus pies y algo en la tela del espacio-tiempo, se fracturó. Tan intenso fue lo que sucedió en esos minutos, que ya nada en el universo sería igual. Ágata avanzó unos pasos sin poder creer lo que sus ojos veían. Un hombre, eso era una leyenda, un mito. Ella sabía que la existencia de hombres en su mundo era una historia inventada y contada por sus ancestros mucho tiempo atrás. Pero no, allí estaba él. Hermoso y alto. Pero oscuro como la negrura misma. Jamás había visto tanta oscuridad junta. Se acercaron lentamente uno al otro. Caleb extendió tímidamente su mano, como pidiendo permiso para tocarla y Ágata hizo lo mismo. Ella sintió su piel erizarse ante el contacto con él y su corazón galopó desbocado. Sus ojos brillaron haciéndose más verdes, más vivos; y su luz se hizo tan intensa que podría haber enceguecido a la mismísima madre naturaleza. Pero no a él. Caleb estaba deslumbrado por Ágata y la amó en ese instante.
-¿Cómo te llamás?- preguntó él ansiosamente.
-Ágata, vivo en la aldea del Sol ¿y vos?
-Caleb. Soy de la aldea de la Oscuridad… No sabía que existía otra aldea además de la nuestra…Si me permitís decirte, sos hermosa
-Gracias…vos también…- Ágata se sonrojó y brilló aún más – Pero… ¿cómo es que no nos conocíamos…?
Pero en ese momento Ágata se sintió desfallecer. Su luz empalideció bruscamente y comenzó a agonizar. Al ver semejante cuadro Caleb se desesperó. ¿Qué sucedía con ella? Intentó ayudarla pero cada vez que la tocaba ella se apagaba más. Entonces la dejó sentada en un claro y se apartó de ella unos metros para observar lo que sucedía, para pensar que hacer. Ágata se quedó callada, sumida en sus pensamientos. Sentía que su vitalidad se evaporaba, si es que eso era posible. Jamás en su larga historia, le había sucedido algo similar. Sin embargo, intentó controlarse y se quedó quieta, allí sentada un instante y así su luz comenzó a brillar nuevamente con intensidad. Ella lo miró con tristeza, con agonía en la mirada y ambos entendieron que jamás podrían estar juntos. No al menos como deseaban, cada instante, piel con piel. La realidad era angustia, era abatimiento. Esa realidad se llamaba distancia.
Entonces, luego de semejante descubrimiento, cada uno se fue a su aldea con un pesar en el corazón. Habían sentido por primera vez el amor y éste les era prohibido. La vida de Ágata corría serio riesgo si seguían adelante. Caleb se despidió de Ágata y en su mirada le dio su corazón: “Llevátelo, es tuyo de ahora en más. Cuidalo mucho, porque ya estoy muriendo sabiendo que jamás volveré a ver ni acariciar tu hermoso rostro”, y se fue. Ágata derramó una lágrima y así nació el rocío de la mañana.
Ambos continuaron con sus vidas en las aldeas. Cada día que pasaba, Caleb sentía un abismo en su pecho que crecía y con nada podía llenar. Era una angustia que el resto de los habitantes de la aldea de la Oscuridad no podían entender. Ágata, por otra parte, comenzó a perder paulatinamente su brillo natural. Sus ojos mostraban una tristeza inmensa y su alma se estaba marchitando como una flor en plena sequía. Las mujeres de la aldea del Sol no entendían que le ocurría a su soberana y aunque deseaban, no podían ayudarla. Entonces, una de ellas se sentó junto a Ágata y le pidió por favor que  le explicara que sucedía. Y así, ésta le contó su historia de amor y desesperación, aunque sin esperar que entendiese. Sin embargo, la joven entendió y organizó una búsqueda. Junto a otras mujeres se internó en el bosque mágico y luego de mucho andar encontró la aldea de la Oscuridad. Las mujeres se sorprendieron de lo extraño y a la vez lo similar de aquel lugar con su aldea. Era como si estuviesen viendo un sitio paralelo y aun así, totalmente opuesto a su realidad. Eso era extraño.
Ella les relató a los hombres que la miraban maravillados ante tanta belleza, lo que sucedía con su soberana y de entre todos los oyentes, uno dio un paso adelante:
-Ella y yo no podemos estar juntos… ¡Mi amor la mataría!
-¡Pero ella está muriendo igualmente!- le contestó la joven.
Un silencio sepulcral reinó en la aldea. ¿Qué hacer con semejante realidad? Pensaron durante varios minutos, incluso horas si es que existían en ese tiempo. Entonces, entre todos idearon una forma para que Ágata y Caleb estuviesen juntos y pudieran vivir con su amor, en paz y armonía.
Las mujeres volvieron a su aldea y sin mediar demasiadas palabras, llevaron a Ágata al borde del bosque. Construyeron una pequeña cabaña allí para que pudiera refugiarse si lo necesitaba y del otro lado hicieron lo mismo para Caleb. Cuando ella vio a su amor, comenzó a brillar como nunca. Su brillo era amor puro. Sus compañeras la sentaron en un claro donde el césped estaba de un verde intenso y allí la dejaron observando a Caleb. Mientras tanto Caleb, a unos metros de distancia, también se sentó y la observó. Ambos crearon una burbuja que el resto no llegaba a comprender del todo, pero que a ellos dos los conectaba de una manera cósmica. Cuando Ágata se sintió lo suficientemente fuerte se levantó y se acercó a él, lo tocó y lo besó con ardiente deseo. Él la amó con pasión y fueron felices durante un instante. Pero luego de ese momento, él notó que la luz de Ágata comenzaba a declinar. Entonces la apartó suavemente y se sentaron otra vez a distancia. Mientras se recuperaba, ella le contó a Caleb historias de su vida en la aldea, de sus anhelos, de sus deseos. Cuando su luz se recuperó y su vitalidad estaba al máximo, se acercaron nuevamente y se amaron hasta que la luz comenzó a declinar. Entonces, esta vez, en el descanso fue él quien le contó cómo era la vida en el lado oscuro del mundo, sus ideales y sus más íntimos deseos.
Así pudieron vivir. Cuando ella se recuperaba, podían estar juntos, cuando su luz se agotaba, conversaban y se contaban miles de historias, prometiéndose la tierra y el cielo. Habían logrado un equilibrio y en la eternidad de su conocimiento y amor mutuo nació lo que conocemos como el atardecer y el amanecer.
La leyenda dice que el nombre de ellos fue cambiando con los siglos, que ella finalmente se llamó Día y él Noche. Día y Noche jamás podrán estar juntos ya que el Día muere cuando la Noche aparece. Sin embargo, hay pequeños instantes en donde el Día y la Noche parecen fusionarse. Es en esos breves minutos cuando se producen destellos con miles de colores: naranja, rojo, amarillo y el cielo muestra su máximo esplendor. Es en esos momentos cuando sus almas hacen contacto por un instante. De esa manera, el mundo obtuvo el Día y Noche. En el día la luz del sol alumbra la vida, embelleciéndola. Durante la noche, el firmamento aparece en su plenitud con miles de estrellas y la luna como faro, con la oscuridad como refugio. Y entre ellos, dos breves momentos para vivir lo intenso y lo mágico, el amor puro y eterno, el Amanecer y el Atardecer.



Autor: Miscelaneas de la oscuridad

miércoles, 17 de julio de 2013

Una vida en paralelo



Eran alrededor de las 7 de la mañana y el día prometía ser hermoso. Un perfecto y bello amanecer de octubre. El cielo estaba de un azul impactante, sin una nube que estropeara la perfección del firmamento. Los pájaros cantaban de manera desenfrenada anunciando un apacible día primaveral.
Un tenue rayo de sol, tímidamente se filtró por la ventana y acarició el rostro cálido de Claudia. Ella abrió sus ojos y se levantó de la cama tratando de no hacer ruido para que su hijito no se despertase. Lo miró descansando, bello, algo parecido a ella y hasta sintió cierta envidia de esa apacibilidad con la que Zequielito, así se llamaba su bebé, dormía. Con esa inocencia que le permitía dormir de esa manera; una inocencia de quien no entiende que en el mundo pudiera existir maldad o personas que perjudiquen a otras intencionalmente. Al mirarlo allí dormido sintió que la entristecía el tener conciencia de ese mundo desesperante y agotador, ese mundo egoísta y poco solidario en el que había crecido ella y en el que lamentablemente, también crecería él. Si bien quería ser como una niña y estar en paz, se daba cuenta de que la adultez era eso: ser consiente de todo pero a la vez intentar cambiar lo que estuviera a su alcance. Ese sería su lado optimista.  
Trató de despejar su mente de pensamientos negativos para no arruinar ese momento matinal, ya que ese horario de la mañana era “su” momento.

Ese momento, significaba tranquilidad, silencio y sobre todo paz, ese tipo de paz que se siente previa a la tormenta motivada por la presencia de un niño de un año de vida. Una vez que éste se despertara, la vorágine del día se la comería entera y cuando se diera cuenta, ya el día habría finalizado como así también las semanas y los meses. Cuando un niño llega a tu vida, esta cambia no sólo en calidad, porque se hace más intensa, rica en emociones y agotadora sino que, también el tiempo tiende a ser extrañamente acelerado. Y Claudia ya había experimentado esta sensación de paso rápido del tiempo, así que sus momentos eran sagrados. Eran momentos de “desaceleración” de su vida.
Como era domingo no tenía motivos para apurarse. Su semana laboral terminaba los viernes y siempre intentaba disfrutar al máximo el fin de semana junto a su familia. Se puso la pava para tomar unos mates, fue al baño a asearse y mientras tanto, el agua se ponía en el punto ideal para sus ricos mates. Se cebó unos cuantos y los saboreó extensamente. Caminó mientras tomaba los mates, descalza, sintiendo el frío del piso en las plantas de sus pies. Esto era relajante y la conectaba consigo misma. Esa era una costumbre que llevaba años en su vida. Le encantaba caminar descalza y sobre todo en esa época del año que el calor era moderado, pero lo suficientemente intenso como para requerir la acción de sacarse los zapatos. Esto la conectaba también con la madre tierra, o eso creía ella e intentaba de alguna manera que esta acción diera, entre otras cosas, sentido a su vida.  Una vida plena pero que, en más de una ocasión, ella definiría no vacía pero si incompleta.
Si le preguntaban porque era incompleta, ella no podía entender o definir desde donde provenía esa extraña sensación, ya que según la propia Claudia, tenía todo: una profesión que llevaba adelante con orgullo y dedicación, un marido amoroso que daría la vida por ella, un hijito que era la luz de su vida y la música de su alma, y además un buen pasar que acompañado de buena salud cerraban un círculo perfecto. Pero la sensación estaba allí, presente como así el interrogante de porqué sentía eso. A pesar de todo, en este “su” momento, se sentía plena y con el corazón alegre.

Ella creía que nada podía arruinar un día que comenzaba de esa manera. Hasta en un instante pensó en llamar a su amigo Guillermo para terminar con la discusión, una de las tantas que siempre tenían, y a la que varias veces había tenido intención de llamarlo para saldar la diferencia. Esta cuestión que los distanciaba llevaba varias semanas, aunque ya ni recordaba porque. Sin embargo por alguna misteriosa razón, postergaba la situación. Lo que sentía por él era extraño y no quería averiguar más acerca de ese sentimiento. Ella sabía que si no lo quisiera tanto, ya hubiera terminado con esa relación que en algunos momentos era peor que un matrimonio venido a menos.
Se conocían prácticamente de toda la vida, tanto que Claudia no podría precisar cuándo fue que comenzaron a relacionarse. Ella no recuerda un momento en el que él no hubiera estado presente. Y se lo agradecía. Era tan positivo lo que transmitían en el pasado que, todos los allegados a ambos, pensaron que en algún momento, terminarían juntos. Pero las idas y venidas de la vida habían decidido que no fuera así y ella continuó con su vida. Aunque él no. Y aunque Claudia disfrutaba mucho estar con él, aun cuando se llevaban mal, lo pensó nuevamente y decidió que luego por la noche lo llamaría. Ahora necesitaba seguir disfrutándose a sí misma.
Con todo, en pocos minutos se daría cuenta que hasta los días más negros podían empezar apaciblemente.

A unas veinte cuadras, Guillermo, su amigo y confidente, estaba en su departamento recapitulando acerca de cómo estaba su vida. Y su conclusión fue que no le estaba yendo muy bien. Pensaba en como la vida lo había dejado en el lugar en el que estaba hoy. Solo, sin hijos, sin la compañía de una mujer, ya que la mujer que él amaba, estaba en brazos de otro. Y para colmo de todo, el sentía que su hora había pasado y que una discusión más lo alejaba de ella. ¿Cómo podía pretender que Claudia lo perdonara? ¿Cómo, si ni siquiera pudo brindarle una escucha, un hombro para llorar cuando ella lo necesitó?

Un apoyo emocional, un marido supuestamente infiel, un perdón que Guillermo no dejó pasar. Él había perdido una vez más y esta realidad lo abrumaba. Lo sumía en una tristeza infinita. Claramente había dejado pasar su momento con ella. Había sido su gran amor y él la había perdido.
Se sentó en la cama. En la misma cama donde había imaginado tantas veces estar con ella, acariciando su piel, sintiéndola respirar cerca de su cara, prometiéndole el cielo y las estrellas. Esa cama donde la soñó como la madre de sus hijos, como la compañera de su vida, como la mujer que lo completaría. Ese lugar donde alguna vez la suplantó por tantas otras sin nombre, queriendo apagar el dolor del rechazo. El dolor de la soledad. Allí mismo, en esa cama, como una ironía del destino, estaba su final. Una calibre 22.

La había adquirido unas semanas atrás viendo como su porvenir se cerraba. En el momento en que la tuvo en sus manos, su pecho se cerró y selló así un final predicho. No quiso hablar con nadie. No quiso dar explicaciones de nada. Solo se la llevo a su casa, como si fuera una prostituta a la cual se oculta por vergüenza al qué dirán, y la ocultó en la mesita de luz de su habitación. Esperando al momento necesario para dejarla actuar.
Y ese día había llegado.
Sus lágrimas caían por ambas mejillas. El dolor era muy grande e inmanejable. Su corazón tenía una angustia profunda que no le dejaba ver luz en el camino. Pensó en Claudia y su corazón se aceleró. ¿Y si hablara con ella?...No. Se sacó terminantemente el pensamiento de la cabeza. Su obrar ya había sido suficiente como para que fuera llorando igual que un niño, a su regazo. Debía ser hombre y comportarse como tal. Sin embargo, quería ser nuevamente un niño, volver a su infancia cargada de afecto, de sus seres más queridos. Deseó nunca haber crecido, nunca haber salido de su pueblo. Deseó haberse detenido en el tiempo, haberse quedado congelado, jugando incansablemente, trepándose a cuanto árbol encontrase. Pero tuvo que crecer…
Lucha una vez más para no agarrar el teléfono y llamarla, entonces abrió su notebook y le escribió un mail al amor de su vida:

 Querida Claudia, amor eternamente mío, te pido que busques en tu corazón una gota de amor, si es que alguna vez la hubo, y con esa pequeña gota me perdones, por todo el mal que pude haberte causado con mis acciones…yo por mi parte siempre te voy a amar. Guillermo

Miró el arma, como tratando de amigarse con ella. Como tratando de hacer las pases con la que sellaría su destino. La tomó. No recordaba que fuera tan pesada, pero así le pareció en ese momento. Tal vez lo que pesaba, era el destino reservado para ambos. La levanto hacia su corazón, ese que estaba roto en mil pedazos. Intentó jalar del gatillo una vez, pero sus manos temblaban tanto que no pudo. Se intentó serenar y convencerse  de que eso era lo único que quedaba por hacer y esta vez lo hizo, terminó con su vida.
Claudia sintió un sobresalto en el corazón mientras tomaba su desayuno. Corrió a ver a su hijo, pero este descansaba plácidamente junto a su papá. Se preguntó que sería esa sensación. Puso sus labios en la frente del niño para ver si tenía fiebre. No. Estaba tibio y sonrosado. Se fue a la cocina para no despertarlo.

Tomó unos mates más tratando de pensar en otra cosa, pero la angustia no se le iba. Era como un presentimiento, esos que te dicen que algo anda mal. Pero no podía definir de dónde provenía tan extraña sensación. Decidió mirar los correos para entretenerse un rato. Y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que es lo que le pasaba, de que se trataba la sensación de angustia en su pecho. Allí vio el mensaje de Guillermo y supo. Supo que el sobresalto era por él.
Salió corriendo de su casa. Él vivía a unas cuadras de allí, en los departamentos que daban a la calle principal. Si bien eran confidentes, ese algo no resuelto siempre había sobrevolado entre ellos y en más de una ocasión había pasado por ahí luchando para no subir por las escaleras y decirle lo tonto que había sido por dejarla ir. Pero nunca lo hizo. Ni siquiera cuando se enteró de sus tantas amantes. Ni siquiera para pedir explicaciones o gritarle por ello y hacerle entrar en razón de que la vida se les estaba yendo a ambos.
Tomo su bicicleta y fue a toda marcha en esa dirección. Su corazón se aceleraba con cada cuadra. Cada pedalear era un incremento en su angustia y una imagen de los momentos vividos con él, como si miles de fotos estuvieran pasando rápidamente. Unos metros avanzados, una imagen que se evaporaba en el éter. Pasó varios autos y varios semáforos en rojo poniendo en riesgo su vida. No importaba. Quería llegar y frenarlo. Evitar el desenlace fatal. Claudia sabía de la fragilidad de Guillermo. Que esa fragilidad lo llevaría en algún momento, a cometer una estupidez. Ella tenía que evitar que cometiera esa estupidez a como diera lugar.
Pero para cuando llegó era tarde. Al dar vuelta a la esquina vio un patrullero, una ambulancia y varios vecinos merodeando en la puerta del edificio. Se acercó desesperada, pero no la dejaban pasar a través de la barrera hecha por los oficiales de policía. Sin embargo, en un arranque de odio hacia estos, los apartó violentamente y pasó. Corrió los metros que la llevaban a la escalera y las subió aceleradamente. Llegó a la puerta del departamento y vio como sacaban el cuerpo sin vida de Guillermo en una camilla.
Gritó desde lo más profundo del alma, llorando. Le tomó la mano inerte y le dijo:
-Te perdono…por supuesto que te perdono…yo también siempre te amé y te voy a amar…- y le besó la frente.
En ese momento, los oficiales la sacaron y la llevaron afuera. Claudia veía como todo se hacía borroso y lejano. Un dolor lacerante se hizo presente en su pecho. No pudo mantenerse más en pie y cayó desvanecida.

-¡Hola amor!- le dice él.
Guillermo la mira con esos ojos bondadosos, llenos de ternura. Claudia le devuelve la mirada y se siente perdida en él. Tiene esa sensación de paz y de entendimiento, ese sentir de que “estoy en lo correcto, esto es lo que tiene que pasar en mi vida. Así tiene que ser”. Un sentir como nunca antes lo había hecho. Lo abraza fuertemente, como temiendo que se le fuera a escapar otra vez. Como si se hubiera ido muchas veces y en cada vez lo encontrara en otra vida, haciéndola despertar de un letargo profundo. Como si esa sensación de vacío y agonía permanente, por un momento se hubiera llenado con solo mirarse y reconocerse en los ojos el otro. Ella le sonríe, pero no emite sonido. El silencio es el compañero perfecto de ambos. Se besan largamente, dulcemente. Se aman una y otra vez y se sienten completos, uno junto al otro, sin necesidad de decir nada. El tiempo parece detenido y extrañamente acelerado a la vez. Como si no existiera en realidad. Una luz tenue e intensa al mismo tiempo, los rodea como en una bruma. La paz es lo que reina entre ellos. Pasan minutos, horas y años en ese mirar mutuo. Se tocan sin tocarse. Se hablan sin palabras. El amor infinito es su vocabulario y sólo ellos dos conocen el idioma.
Sin embargo, ella siente ese presentimiento feo en el pecho otra vez ¿Qué sucede ahora? Si todo está perfecto, ¿qué puede arruinar esta perfección?
Claudia siente que la sacuden, y ve como todo se desvanece a su alrededor, como todo se desdibuja. Ve como Guillermo empieza a volatilizarse, llevándose esa sonrisa apacible con él…siente el llanto de un niño pequeño, su hijito. A la distancia, como en una bruma ve el momento que tuvo a su niño por primera vez en brazos. La primera vez que sintió su olor y se da cuenta de que la angustia es la lucha entre dos universos. Pero ¿cuál elegir? Cierra fuerte los ojos y su corazón se acelera, se deja caer y se da cuenta de que ya decidió…

Cuando se despertó miró a su alrededor y notó que estaba en una clínica. David, su marido y padre de su hijito, estaba a su lado dormido. Ella sintió que había dormido una semana entera. Intentó incorporarse y notó que unos cables estaban adosados a su pecho. Un pip rítmico se sentía provenir desde unos monitores que se encontraban a su lado. Él se despertó, la miró con amor infinito, le tomó la mano y le dijo:
-Por un minuto te me fuiste y pensé que te perdía para siempre
 Ella lo miró intentando entender lo sucedido
-Estuviste muerta por un minuto…- le dijo David con los ojos llenos de lágrimas.
Claudia le acarició el rostro y él que no sabía si debía continuar le terminó diciendo
-Lo siento mucho Claudia, sé que eran amigos
En ese instante, ella cayó en la realidad y en cual había sido la elección de “su” realidad. Hubiese querido que todo fuera un mal sueño, pero no. Su amor se había ido, pero ella ya no sentía ese vacío. No entendía porque, pero se sentía completa…
Nueve meses después nacería su segundo hijo, al que llamaría Guillermo. 



Autor: Miscelaneas de la oscuridad (Soledad Fernandez)

jueves, 11 de julio de 2013

Amanecer



La brisa nocturna tocó suavemente su rostro. Ella la sintió fría, más fría de lo que recordaba. El largo vestido blanco que había elegido para la ocasión se elevó delicadamente, flotando en el aire como si fuera el atuendo de una bella bailarina danzando. Descalza, sintió el piso helado bajo sus pies, pero no le importó. Miró al horizonte y el sol se estaba pariendo a sí mismo, tímida e inexorablemente. Un pájaro voló rasante por encima de su rostro como si no existiera su ser y eso la sorprendió bastante. ¿Qué sería del mundo sin su presencia? ¿Cambiaría algo si ella ya no estuviese allí? Su alma se entristeció de sólo contemplar la posibilidad de que nadie la llorase.


A lo lejos divisó el lago del pueblo y recordó a su amor. Recordó como él la hacía sentir y su corazón se ensombreció ante la necesidad de latir junto a él. Allí sus manos y cuerpos titubeantes, había conocido la pasión y el éxtasis por vez primera. Habían aprendido a amar juntos cuando sus años jóvenes recién comenzaban, cuando apenas salían de la niñez. Una pena gigante se sumó a las penas existentes en su historia y reafirmó su decisión. Él había sido su primer y único amor y lo añoraba.


Un escalón. Las manos sudaban tristeza y sus ojos se humedecieron, nublando todo lo que estaba frente a ella. Entonces una lágrima brotó y rodó por su mejilla. Pero ella la limpió antes de que llegara a su mentón con una brusquedad que denotaba bronca por flaquear. Como castigándose por su debilidad. Su más grande amor había dejado este mundo luego de años de sufrir y ella quería estar a su lado. No le interesaba cómo, debía estar con él. Su pequeño corazón se había rendido ante tanta ausencia y ya no podía llevar esa carga sola, era demasiado intensa y la decisión estaba tomada.


Otro escalón. El sol estaba un poco más alto. Las nubes querían opacarlo y aun así no lo lograban. Un destello le pegó en sus ojos y ella se sintió estar en comunión con el universo. Esa luz maravillosa le dio una sensación que hacía tiempo no sentía: paz. Una paz enorme y reconfortante se apoderó de ella. La acunó y le hizo una caricia. Sintió las manos de su amor rozándole el rostro, un beso en sus labios que pudo saborear con intensidad. Una lágrima más, pero de felicidad se escapó y ella la dejó ser.


Un movimiento. Algo se movía por primera vez. Algo muy vivo y precioso se estaba gestando, allí para ella, para combatir su soledad. El último regalo de su amado. Una sensación de plenitud y vitalidad renovada la detuvieron en su decisión. Algo en su vientre estaba vivo y se movía. El sol venció a las nubes y destellos de miles de colores le brindaron un espectáculo que ella pudo disfrutar. Otro rayo de sol perezoso la tocó como un ángel piadoso y ella entendió. Había demasiado en su vida como para dejarla. Entonces, lentamente descendió del pedestal de su muerte y se fue a descansar. 



Autor: Miscelaneas de la oscuridad