Cuenta la
leyenda que hace mucho pero muchos años, quizás antes de que el día fuera día y
la noche fuera noche, había un lugar maravilloso llamado Tierra. En ese
entonces, la Tierra era un sitio acogedor y casi mágico que apenas se
diferenciaba del cielo y el resto del universo. En la Tierra tal cual era
entonces, convivían dos pequeñas aldeas y cada una de ellas se encontraba
rodeada de espesa y hermosa vegetación.
En una de las
aldeas, la del Sol, convivían un grupo de mujeres, que vivían en armonía y en
paz. En la otra, llamada Oscuridad, vivía un grupo de hombres, que también
convivían aunque resguardando ciertas cuestiones que en la aldea del Sol
desconocían.
En esos tiempos
remotos, las bellas mujeres de la aldea del Sol eran las portadoras de luz. Esa
luz era dadora de vida y amor y donde ellas iban, iluminaban todo a su
alrededor. Eran poseedoras de una luminosidad blanca y casi angelical que
brotaba a través de los poros de su piel. El lugar donde moraban las mujeres era
bastante pintoresco. Conformado por pequeñas y acogedoras casitas, de techos
rojos y ventanas decoradas con cortinas llenas de flores. Cada una con un
pequeño jardín al frente. Toda la aldea estaba cobijada por numerosos árboles,
frondosos de un verde intenso y brillante. Siempre era primavera. El lugar
estaba lleno de pájaros y pequeños animales que convivían plácidamente y por
supuesto, todo se encontraba iluminado permanentemente. Había flores de miles
de colores por doquier que ornaban la aldea, donde cientos de hamacas se
convertían en el entretenimiento de las bellas doncellas que pasaban allí sus
ratos libres. La intensidad de la luz de cada mujer delataba el estado de ánimo
de ellas con sólo mirarlas, por ello cuanto más felices estaban, más
intensamente brillaban.
Los hombres se
encontraban a una gran distancia de allí. Es más, entre ellos y las mujeres de
la aldea del Sol, no había contacto. Ni siquiera se conocían y como sus vidas no
tenían ni principio ni fin, no había necesidad de interacción alguna. No había
necesidad de nada entre ellos.
Los hombres eran
los portadores de la oscuridad. Una oscuridad romántica y muy necesaria para
abrigar lo secreto e íntimo del cosmos. Una oscuridad que daba refugio y
protección al que lo necesitase. Más no a las portadoras de luz. La aldea donde
ellos vivían era oscura aunque bella a su manera. Ellos eran ingeniosos, ya que
la necesidad les había provocado buscar maneras de poder ver a su alrededor. Habían
diseñado unos interesantes dispositivos que les brindaban luz utilizando a
numerosas luciérnagas, también se las habían ingeniado para atrapar rayos en
las tormentas y luego los utilizaban depositados en pequeños frascos para ver
en las distintas casitas. Sin embargo, normalmente dejaban que la luna y las
estrellas se encargaran de darles luz ya que les hacía valorar su propia e
insignificante existencia respecto del infinito.
Entre ellos y
las mujeres de luz, había un enorme y mágico bosque que los separaba convenientemente.
Era como si algo o alguien hubiera decidido que no tuvieran relación entre
estas dos razas.
En la aldea del
Sol, Ágata era la mujer de luz más hermosa y brillante. Ella era la soberana de
allí y por ello se encargaba de llevar adelante la aldea. Cada jornada
solucionaba los pequeños conflictos surgidos entre las doncellas, se encargaba de
encontrar los alimentos más sanos para el resto de las mujeres de Luz y presidía
el concilio que una vez por semana se reunía para tratar los temas de
importancia para la aldea. Con todo, su vida estaba bastante ocupada.
Sin embargo,
últimamente, se sentía bastante aburrida. Todo estaba muy en orden y le sobraba
el tiempo para ella sin saber cómo utilizarlo. O en realidad, algo faltaba en
su vida y no sabía que podría ser.
En este hastío
que se acrecentaba cotidianamente, Ágata fue en busca de provisiones a un prado
cercano que lindaba al bosque mágico, como siempre hacía. Allí podía encontrar deliciosas
frutas, exquisitas verduras y agua cristalina para beber. En aquel momento el
bosque se revelaba perfecto, estaba radiante, de un verde intenso, brillante y con
una vitalidad extraordinaria. La realidad era que cuando ella se acercaba con
su luz, todo a su alrededor se embellecía tomando un color distinto, una
intensidad renovada. Todo con su luz era más hermoso, más exótico, más vivo.
Ágata disfrutaba enormemente ver ese cambio de la naturaleza cada vez que ella
iluminaba el lugar. Sin embargo, esta vez no era suficiente. Su luz no era tan
intensa como de costumbre y su falta de “algo” la hacía opacarse más y más.
Pero en el momento en que ella cuestionaba lo que sucedía con la intensidad de
su luz, sintió una especie de presencia que le provocó mirar más allá de lo
permitido, muy dentro del bosque. Allí había una intensa penumbra y Ágata lo
notó inmediatamente. Una oscuridad a la que nunca se había expuesto. Primero se
asustó, pues algo tan sombrío no podía ser bueno. La realidad era que nunca se
había animado a ir más allá de los límites conocidos por su raza. Sabía que era
peligroso avanzar y jamás se había atrevido a desafiar las leyes establecidas.
Sin embargo, esa penumbra, esa presencia la invitaba a desafiar lo determinado.
Y ella tenía la necesidad de aventuras.
Muy dentro del
bosque se encontraba Caleb. Un joven proveniente de la aldea de la Oscuridad. Como
cotidianamente hacía, había ido a buscar suministros para los habitantes de su
aldea y se había adentrado demasiado en el bosque mágico. Él sabía que no debía
estar allí, pero una luz intensa muy a lo lejos, había llamado su atención.
Nunca había visto algo tan iluminado y perfecto en toda su existencia. Por lo
que decidió quebrantar las leyes de su aldea para ir a investigar. “Tal vez esa
fuente de luz nos sea útil”, pensó para autorizarse a romper las reglas. Y
avanzó. Se internó más y más en el bosque atraído por la luz. Entonces la vio.
Caleb sintió que
algo en su pecho golpeaba rápidamente, en forma alocada aunque con cierto
ritmo. Nunca le había sucedido eso. Su vida había sido medida y controlada
siempre, pero ahora su corazón estaba desbocado por la visión que tenía frente
a él. Ese ser era una aparición, una deidad a la que jamás pensó encontrar.
Ella era más bella que todas y cada una de las estrellas del firmamento. Era
tan brillante como la luna plena en una noche cálida y despejada. Su rostro era
perfecto. Su piel era pálida y casi translúcida como la porcelana, hermosa y
delicada. Sus ojos verdes como las hojas de los árboles jóvenes, tenían una
sinceridad y transparencia tanto que él supo cómo era su alma con tan sólo
observarlos. Su cabello, dorado como los rayos de sol, caía enmarcando el
rostro y resaltando sus preciosos rasgos. Sus manos eran delicadas a diferencia
de la de él o sus compañeros de aldea. ¿Quién era ella? ¿De dónde había salido
semejante aparición? Caleb se sintió mareado y confundido. ¿Cómo jamás había
sabido de semejante criatura? Estaba absorto en estos pensamientos cuando Ágata
lo vio.
Los ojos de Ágata
y Caleb se cruzaron brevemente y el universo explotó en miles de millones de
luces de colores. La Tierra tembló bajo sus pies y algo en la tela del
espacio-tiempo, se fracturó. Tan intenso fue lo que sucedió en esos minutos,
que ya nada en el universo sería igual. Ágata avanzó unos pasos sin poder creer
lo que sus ojos veían. Un hombre, eso era una leyenda, un mito. Ella sabía que
la existencia de hombres en su mundo era una historia inventada y contada por
sus ancestros mucho tiempo atrás. Pero no, allí estaba él. Hermoso y alto. Pero
oscuro como la negrura misma. Jamás había visto tanta oscuridad junta. Se
acercaron lentamente uno al otro. Caleb extendió tímidamente su mano, como
pidiendo permiso para tocarla y Ágata hizo lo mismo. Ella sintió su piel
erizarse ante el contacto con él y su corazón galopó desbocado. Sus ojos
brillaron haciéndose más verdes, más vivos; y su luz se hizo tan intensa que
podría haber enceguecido a la mismísima madre naturaleza. Pero no a él. Caleb
estaba deslumbrado por Ágata y la amó en ese instante.
-¿Cómo te llamás?-
preguntó él ansiosamente.
-Ágata, vivo en
la aldea del Sol ¿y vos?
-Caleb. Soy de
la aldea de la Oscuridad… No sabía que existía otra aldea además de la nuestra…Si
me permitís decirte, sos hermosa
-Gracias…vos
también…- Ágata se sonrojó y brilló aún más – Pero… ¿cómo es que no nos
conocíamos…?
Pero en ese
momento Ágata se sintió desfallecer. Su luz empalideció bruscamente y comenzó a
agonizar. Al ver semejante cuadro Caleb se desesperó. ¿Qué sucedía con ella?
Intentó ayudarla pero cada vez que la tocaba ella se apagaba más. Entonces la
dejó sentada en un claro y se apartó de ella unos metros para observar lo que
sucedía, para pensar que hacer. Ágata se quedó callada, sumida en sus
pensamientos. Sentía que su vitalidad se evaporaba, si es que eso era posible. Jamás
en su larga historia, le había sucedido algo similar. Sin embargo, intentó
controlarse y se quedó quieta, allí sentada un instante y así su luz comenzó a
brillar nuevamente con intensidad. Ella lo miró con tristeza, con agonía en la
mirada y ambos entendieron que jamás podrían estar juntos. No al menos como deseaban,
cada instante, piel con piel. La realidad era angustia, era abatimiento. Esa
realidad se llamaba distancia.
Entonces, luego
de semejante descubrimiento, cada uno se fue a su aldea con un pesar en el
corazón. Habían sentido por primera vez el amor y éste les era prohibido. La
vida de Ágata corría serio riesgo si seguían adelante. Caleb se despidió de
Ágata y en su mirada le dio su corazón: “Llevátelo, es tuyo de ahora en más. Cuidalo
mucho, porque ya estoy muriendo sabiendo que jamás volveré a ver ni acariciar
tu hermoso rostro”, y se fue. Ágata derramó una lágrima y así nació el rocío de
la mañana.
Ambos continuaron
con sus vidas en las aldeas. Cada día que pasaba, Caleb sentía un abismo en su
pecho que crecía y con nada podía llenar. Era una angustia que el resto de los
habitantes de la aldea de la Oscuridad no podían entender. Ágata, por otra
parte, comenzó a perder paulatinamente su brillo natural. Sus ojos mostraban
una tristeza inmensa y su alma se estaba marchitando como una flor en plena
sequía. Las mujeres de la aldea del Sol no entendían que le ocurría a su
soberana y aunque deseaban, no podían ayudarla. Entonces, una de ellas se sentó
junto a Ágata y le pidió por favor que
le explicara que sucedía. Y así, ésta le contó su historia de amor y
desesperación, aunque sin esperar que entendiese. Sin embargo, la joven
entendió y organizó una búsqueda. Junto a otras mujeres se internó en el bosque
mágico y luego de mucho andar encontró la aldea de la Oscuridad. Las mujeres se
sorprendieron de lo extraño y a la vez lo similar de aquel lugar con su aldea.
Era como si estuviesen viendo un sitio paralelo y aun así, totalmente opuesto a
su realidad. Eso era extraño.
Ella les relató
a los hombres que la miraban maravillados ante tanta belleza, lo que sucedía
con su soberana y de entre todos los oyentes, uno dio un paso adelante:
-Ella y yo no
podemos estar juntos… ¡Mi amor la mataría!
-¡Pero ella está
muriendo igualmente!- le contestó la joven.
Un silencio
sepulcral reinó en la aldea. ¿Qué hacer con semejante realidad? Pensaron
durante varios minutos, incluso horas si es que existían en ese tiempo. Entonces,
entre todos idearon una forma para que Ágata y Caleb estuviesen juntos y
pudieran vivir con su amor, en paz y armonía.
Las mujeres
volvieron a su aldea y sin mediar demasiadas palabras, llevaron a Ágata al
borde del bosque. Construyeron una pequeña cabaña allí para que pudiera
refugiarse si lo necesitaba y del otro lado hicieron lo mismo para Caleb. Cuando
ella vio a su amor, comenzó a brillar como nunca. Su brillo era amor puro. Sus
compañeras la sentaron en un claro donde el césped estaba de un verde intenso y
allí la dejaron observando a Caleb. Mientras tanto Caleb, a unos metros de
distancia, también se sentó y la observó. Ambos crearon una burbuja que el
resto no llegaba a comprender del todo, pero que a ellos dos los conectaba de
una manera cósmica. Cuando Ágata se sintió lo suficientemente fuerte se levantó
y se acercó a él, lo tocó y lo besó con ardiente deseo. Él la amó con pasión y
fueron felices durante un instante. Pero luego de ese momento, él notó que la
luz de Ágata comenzaba a declinar. Entonces la apartó suavemente y se sentaron otra
vez a distancia. Mientras se recuperaba, ella le contó a Caleb historias de su
vida en la aldea, de sus anhelos, de sus deseos. Cuando su luz se recuperó y su
vitalidad estaba al máximo, se acercaron nuevamente y se amaron hasta que la
luz comenzó a declinar. Entonces, esta vez, en el descanso fue él quien le
contó cómo era la vida en el lado oscuro del mundo, sus ideales y sus más
íntimos deseos.
Así pudieron
vivir. Cuando ella se recuperaba, podían estar juntos, cuando su luz se
agotaba, conversaban y se contaban miles de historias, prometiéndose la tierra
y el cielo. Habían logrado un equilibrio y en la eternidad de su conocimiento y
amor mutuo nació lo que conocemos como el atardecer y el amanecer.
La leyenda dice
que el nombre de ellos fue cambiando con los siglos, que ella finalmente se
llamó Día y él Noche. Día y Noche jamás podrán estar juntos ya que el Día muere
cuando la Noche aparece. Sin embargo, hay pequeños instantes en donde el Día y
la Noche parecen fusionarse. Es en esos breves minutos cuando se producen
destellos con miles de colores: naranja, rojo, amarillo y el cielo muestra su
máximo esplendor. Es en esos momentos cuando sus almas hacen contacto por un
instante. De esa manera, el mundo obtuvo el Día y Noche. En el día la luz del
sol alumbra la vida, embelleciéndola. Durante la noche, el firmamento aparece
en su plenitud con miles de estrellas y la luna como faro, con la oscuridad
como refugio. Y entre ellos, dos breves momentos para vivir lo intenso y lo
mágico, el amor puro y eterno, el Amanecer y el Atardecer.
Autor:
Miscelaneas de la oscuridad