jueves, 4 de julio de 2013

El don maldito

Cuando levanté la cabeza pensando que lo peor había pasado, vi cómo la segunda bomba derribó el último edificio que seguía en pie. De repente, todo lo conocido por mí hasta ese momento se volvió escombros, fuego y humo. El cielo, que minutos atrás era de un celeste intenso y despejado, se tiñó de negro como acompañando al sentimiento generalizado. Entonces, oscuridad.

Tan sólo unas horas antes había admirado mi ciudad. Yo amaba aquel lugar y en parte era porque mis mejores años estaban allí, donde había crecido, con alegrías y desilusiones, entre muñecas y guirnaldas. Esa ciudad era mi lugar y al parecer la tristeza que invadía mi corazón, hacía que la viera aún más bella y más mía que nunca. Sin embargo, desde hacía ya unos días, un extraño y casi grotesco rumor se había propagado por mi amado barrio. ¡Unas naves alienígenas vendrían y nos atacarían! Y ese sería el fin de la humanidad.
- ¡Los extraterrestres no existen!- le dije al perro con el que hacía unos minutos estaba charlando –Nada nos va a pasar…
Hice silencio. Un silencio cargado de cosas por decir. Como cada vez que esto ocurría, sentí que las palabras brotaban sin filtro por mi boca. Sin tiempo a cuestionar, sin reflexión. No era la primera vez que pasaba, aunque tal vez si la última. Una sensación bien conocida por mí se materializó en forma de sentencia: “Hija, hay que reflexionar antes de hablar”. Mi madre. Mujer dulce y sabia a la vez. Estuvo a mi lado brevemente aunque dejó en mí una huella, una impronta de su personalidad que aún estaba conmigo. Pensar antes de hablar. Básico. Y ¿Por qué no lo hacía? Yo no lo sé. En cada ocasión donde una frase trascendental era articulada por mí, aparecía de forma inmediata algo: arrepentimiento. Mi vida transcurría en una constante batalla entre el decir y una feroz obligación, pensar y callar. Y aunque esto último era lo lógico, mi vida no se regía por ese principio elemental. Al parecer, desgraciadamente, no aprendí mucho. Algo poderoso se transformaba cada vez que una idea se creaba en mi mente. Llegué a pensar que tal vez yo era una especie de ente transmisor de algo más divino, de algo más omnipotente aún que el mundo mismo y aunque intentase evitarlo, el resultado sería siempre igual: tragedia. Y mi bocota no podía mantenerse cerrada, ni siquiera 15 minutos. Cerrada al menos hasta que el rumor esparcido entre la gente se terminara.
Miré al cielo y ya era tarde. La primera bomba cayó justo sobre mi casa y con ella se llevó gran parte de las casas y edificios que estaban allí. Un vacío llenó mi alma. En un segundo, todo lo seguro y conocido por mí, el lugar donde aprendí, donde amé, sufrí y crecí, ya no existía más. Ese preciado lugar donde atesoraba recuerdos de mi infancia, había sido reducido a la nada misma. Entonces me convertí en una homeless como le dicen en inglés. Una desposeída, una mujer que viviría en la calle.
El perro me miró y me dijo seriamente, casi retándome: “Si sabías que esto iba a pasar, ¿por que no te callaste?”. El perro sonó muy convincente y hasta informado de mi realidad, lo cual me sorprendió bastante. O tal vez era mi conciencia hecha perro que me retaba a mí misma. Otro estruendo.

Unos días atrás estaba contemplando mi vida. Era curioso que, a pesar de todo lo que me pasaba, de la pérdida de quien me contenía y hasta de mi condición, yo creía que era feliz. El sol brillaba y me sonreía. A mí, a esta pequeña e insignificante persona que era. Me sonreía y hacía de mi existencia algo soportable, inclusive bella. Si, en el análisis quizás corto y poco acabado de mi totalidad, yo creía ser feliz. Tenía un novio perfecto. Bello, inteligente y sensual. Era perfecto para mí, para la pequeña persona que yo constituía en este mundo. Y dentro de esta burbuja de amor y felicidad en la que vivía sumergida, intentaba no cuestionar ni pensar nada. Yo deseaba profundamente seguir así. Que en mi vida nada cambiara. Y creo que ese fue mi error porque la vida es como un río, en permanente movimiento y cambio. Y lamentablemente tenía miles de preguntas. Preguntas que mi corazón y mucho menos, mi razón querían escuchar, ya que, con cierta tristeza, yo sabía cual sería el final, el fondo de toda esta necesidad de entender. Y un día casi sin querer pensé “Me ama tanto que jamás me va a dejar”. Desgraciadamente, ese día quise corroborar mi sentir y con un infortunio tremendo le pregunté: “Vas a estar conmigo por siempre… ¿No?” Y el me respondió: “No”, pero para cuando escuché esa sentencia de muerte yo era tarde. En mi interior más profundo, esa respuesta hacia tiempo que emanaba como sangre de una herida profunda y obvia. Entonces, él se fue sin dar más explicaciones. Por supuesto que a esas alturas, yo no las necesitaba. No luego de la confesión del día anterior.
A pesar de todo, a pesar de saber, mi alma se oscureció. Un recuerdo me golpeó con fuerza: la pérdida de mi hermano. La tristeza se hizo doblemente intensa. ¿Nunca aprendería de todo esto para dejar de sufrir? Él era tan pequeño y bello. Y yo tan…yo. Una mañana gris de enero, la fiebre lo atacó. Una fiebre desconocida y peligrosa. “Te vas a curar pronto, hermanito mío” dije desde lo más profundo de mi deseo y lo sentencié a muerte. No hablé por más de un mes luego de ese episodio. Debería de haber quedado muda para siempre. Debería haber cercenado mis malditas cuerdas vocales de una vez. Pero no, seguí en este mundo sin él y soporté el dolor y la oscuridad. Y la verdad era que no necesitaba maldecirme, yo ya estaba maldita.

Entonces, mi perfecto novio me había abandonado. Tal vez eso lo resguardó de un futuro incierto y peligroso. No como Amelia… O quizás nos perdimos el más dulce de los finales. La realidad era, a fin de cuentas, que una lanza había atravesado mi pequeño corazón, que luego de tanta pérdida, apenas podía seguir latiendo. ¿Que necesidad tenía de despertar de ese sueño maravilloso? Yo era eso: la respuesta a una pregunta que jamás debió ser verbalizada. Era una lágrima derramada por los ojos de un ciego que nunca quiso ver la realidad. Una realidad que cada vez me golpeaba con más intensidad: la felicidad no estaba diseñada para mí. Y sobre todo, luego de lo sufrido por Amelia, que era demasiado reciente.

El día previo a mi drama de amor, el teléfono sonó insistentemente en casa. Atendí y una voz conocida y llorosa en el otro lado de la línea, me daba una terrible noticia. Era la mamá de mi adorada amiga contándome que mi Amelia se había quitado la vida. Fui corriendo al baño a vomitar. “Yo provoqué todo esto”, pensé entre las arcadas y sacudidas violentas de mi cuerpo. El dolor me invadió. Mi alma serena y alegre se tiñó de luto y lo merecía. Yo era una asesina.
Amelia había sido la persona más dulce y comprensiva del mundo. Era quién siempre había estado a mi lado y me había brindado en todo momento una sonrisa, una palabra de aliento, su propia compañía cuando yo estaba destrozada debido a mi don…y estaba conmigo aún sin  explicaciones de mi parte. Era incondicional.
“Necesito hablar con él”, me dije. Pero ¿y si todo salía peor de lo que ya estaba sucediendo? Me senté unos instantes a pensar y la realidad me golpeó en el rostro: ya nada podía ser peor. La necesidad le ganó a la conciencia como tantas veces ya había pasado. Como cuando me cuestioné miles de cosas y aun así, cosas terribles sucedían. Me saqué eso de la cabeza y entonces, llamé a mi novio para contarle todo. Creo que en ese momento entre lágrimas y gimoteos, dije demasiado. “No va a creerme”, pensé. Y en ese preciso instante, dejé de creer en aquella frase que me había mantenido a salvo tanto tiempo. Había vuelto esa maldita cruz que llevaba desde joven. O quizás nunca se había ido del todo. Tal vez sólo se había aligerado un poco. Entonces, tenté al destino. Era lo único que me quedaba por hacer. Puse a prueba mi don. Dije con convicción, con la verdad y la obviedad en la palma de la mano: “los perros no hablan”, y esperé.

Unos días antes de esta tragedia me encontré con mi mejor amiga Amelia en el parque del pueblo. El día era glorioso. La primavera estaba en su esplendor y parecía un día diseñado para mí. Si, para mí. El sol tibio me acariciaba el rostro y yo le daba la bienvenida a quedarse en mi corazón. Sin embargo para Amelia era todo lo opuesto. Su sentir era el de un día gris de otoño. Lluvioso y helado. Ella era realmente infeliz en ese momento y me estaba contando sus infortunios y desamores. La escuché atentamente y lloré con su llanto. Por supuesto quise de todo corazón consolarla. Yo que vivía en mi propio mundo feliz y chiquito, me compadecí de ella. Pero sin embargo, luché para no decir nada. No quise hablar de aquellos que la dañaban por temor a hacer un mal mayor. En mi lucha interna estaba y ella me observaba atenta hasta que dijo “¿Qué pensás de todo esto? Yo sólo confío en vos querida amiga” y sin entender cómo, me encontré deseándole una felicidad como la mía y dando una sentencia: “Tu vida va a ser mejor de ahora en más”. Una sentencia de muerte a estas alturas. Y en el instante en que finalicé la frase, una sensación rara se me apareció en el estómago. Como cuando uno se pone nervioso por rendir un examen. Tuve miedo de lo que había dicho, pero me llamé a la calma. Hacía tiempo que nada de eso pasaba. No desde la visita a aquel lugar mágico aunque misterioso. El encuentro con esa mujer me dejó impávida. Recuerdo que salí convencida de que todo iba a mejorar, aunque muy guardado en un pequeño rincón de mi mente una frase pujaba por salir: “…dejes de creer, volverá”. Y ese día la frase me golpeó con una contundencia tremenda. Todo había sido un artilugio mental. Me había estado engañando a mí misma tanto tiempo…y ahora ¿se caería todo lo construido por mí?

Muchas veces esperé morir porque todo lo imaginable como lo inverosímil en este mundo podía ocurrir. Por supuesto cosas buenas también habían sucedido, pero no tantas como las malas…

Un día, cansada de ser motivo de tragedias, fui a una hechicera. Ella me escuchó atentamente y la verdad es que yo me despaché bastante. Le conté todo aun con el temor de que me creyera loca. Luego de escuchar, se quedó callada durante varios minutos y dijo: “Sólo tenés que creer que tenés un don. El don de lo opuesto. Pero cuando…” Sin embargo no la escuché más. La primera parte de la frase de esa mujer mágica fue suficiente. Una vez que creí que tenía un don todo comenzó a mejorar y durante mucho tiempo funcionó.

Hace unos años, cuando entré a la adolescencia, conocí al amor de mi vida quien finalmente y luego de mucho esperar, me invitó a dar un paseo. Esa noche me besó intensamente y me preguntó si quería ser algo más que su amiga. Quiso que fuera su novia y compañera de vida. Ese día, en ese preciso instante, un rayo iluminó el cielo y la oscuridad se hizo presente brevemente. Luego de semejante espectáculo miré al muchacho que tenía frente a mí y tomando los eventos como si fuesen una señal, le dije que sí, pero no sin cierta preocupación por el futuro que me esperaba. Él, al observar mi rostro compungido me dijo: “No te preocupes, siempre voy a estar con vos” y yo le contesté “tranquilo amor…el mundo no se va a terminar si te vas…”



Autor: Miscelaneas de la oscuridad

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