domingo, 8 de septiembre de 2013

Fragmentada



Y salí del baño casi dando tumbos, agarrándome como podía de las paredes para no caer. Si no fuese porque jamás en mi vida había probado el alcohol, cualquiera que me hubiese observado, diría que estaba bajo la influencia de alguna droga o bebida. Sin embargo, no era así. Avancé pesadamente por el pasillo y llegué al comedor. Miré extrañada todo cuanto me rodeaba. El ambiente tenía un extraño aroma a azufre, viciado y espeso. Como si una espesa nube se hubiese instalado en mi casa. En ese instante las cortinas se movieron, se levantaron casi fantasmalmente y la brisa, que ingresaba desde el parque, me acarició el rostro. Pero no fue una sensación agradable. No, fue la más extraña brisa que mi cuerpo había sentido y se posaba en mi alma contándome un presentimiento. Ese soplo gélido y raro guardaba un terrible secreto capturado por el tiempo, por un mundo extraño que en ese momento me rodeaba y me acusaba de algo. De algo que yo desconocía. Por esa misma ventana entreabierta asomaba el sol. Pero no era el sol de siempre, porque iluminaba la habitación con un extraño fulgor anaranjado. Su luz rebotaba caprichosamente entre los rincones de la casa provocando un tono lóbrego y espeluznante, donde las sombras tomaban raras y diabólicas formas. Y todo envuelto en esa espesa y desagradable bruma. Yo miraba sin entender, todo cuanto se expresaba a mí alrededor. Era mi casa pero las cosas no encajaban.

Sentí mis manos húmedas y las miré. Las veía como borrosas. Como si tuviera una delgada tela que distorsionaba todo cuanto miraba. Igualmente noté que estaban rojas. Me las refregué para quitar ese color intenso y mortal pero no lo logré. Miré mis pies descalzos pero no los reconocí. Eras dos elementos que no formaban parte de mi cuerpo y sin embargo ahí estaban. Y también de un color rojo intenso. Todo parecía de otro mundo. Y un silencio.

Repentinamente escuché el golpe de una puerta. El sonido fue tan intenso que mis tímpanos estallaron en miles de pedazos, dejándome un eco que se repetía una y otra vez segundo tras segundo. Me tomé la cabeza como si con eso lograse aplacar el dolor penetrante que ese sonido me provocaba. Pero nada sirvió. Mi cabeza no soportaba ese sonido y de nuevo silencio. Entonces supe. Supe que venían por mí. Que venían a buscarme para cobrar por los pecados cometidos en mi vida. Y lo supe porque la brisa era extraña y el fulgor del sol me había advertido que así sería.

Intenté moverme pero el corazón me latía desbocado y el zumbido que aún sentía en los oídos, me punzaba la cabeza. Ese zumbido además me advertía que debía esconderme. Sin embargo, me paralicé. No. No debía dejar que me encontraran porque sería tarde. Ya todo sería en vano. Pero, ¿a dónde me escondería para que no me encontrasen? Seguramente el Señor había mandado un grupo de ángeles a perseguirme. Y esos seres celestiales serían vengativos, no temerían embarrarse los pies para llevar adelante su objetivo. No, seguramente sería el peor grupo de ángeles… Todo porque había roto el delicado balance de la vida. Pero yo no pude evitarlo. Juro que no. Juro que intenté llevar mi vida adelante con la mayor… y este mareo que no se iba me trastornaba, me hacía pensar cosas tontas. ¿Dónde estará él? ¿Me habrá dejado para siempre? Seguro que lo hizo. Seguro que se enteró de mis pecados y que me venían a buscar y me dejó. ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué?

Por más que intenté lograrlo no pude, ¿quién podría culparme por eso? En el mismo instante en que el sol se tornó extraño, supe que no iba a lograrlo. Tal vez ni sobreviviese y al fin de cuentas me llevarían igual. Pero debía evitarlos a toda costa. Si me iba, debería ser bajo mis propios términos.

Me senté en un rincón de la cocina. Necesitaba serenarme. Necesitaba descansar de mi mareo, de mi pesar. Además, así ganaría tiempo porque seguramente los que venían a buscarme no mirarían en los rincones del suelo. Serían tan enormes, que allí pasaría desapercibida. Sería minúscula y casi invisible, como muchas veces había sido en mi propia vida. Imperceptible para el mundo, mínima. ¡Que tonta! Siempre dejando que el resto tomase decisiones por mí. A lo mejor merezco que me lleven. A lo mejor es así como debería ser. Porque ¿quién quiere a alguien que no es capaz de decidir en su vida? Sentí mi corazón nuevamente acelerado y una falta de aire que me oprimían el pecho. Dolor. Mis pies rojos, más rojos. Pisadas. El terror provocó que me moviera, aunque con dificultad. La visión aún tenía esa tela que no me dejaba ver bien y el mareo… me fui gateando a la habitación. Me provocaba dolor en las rodillas, pero no me importó. Seguí moviéndome y cuando silenciosamente llegué, vi con horror la cama que minutos antes se encontraba pulcramente acomodada y estaba ahora toda revuelta, llena de barro con algo rojo. Rojo como mis manos. ¿Será sangre? El pánico se instaló en mi estómago y trepó hasta mi mente que quería entender lo que sucedía. Pero no podía. ¿Qué era eso por Dios? No. No debía invocar a nadie porque no sabía que o quien me buscaba. Y sin embargo ya habían pasado por allí. Fui de inmediato y como pude hacia el vestidor y me encerré allí. Oscuridad. Sentí algo húmedo y caliente debajo de mí. Pero me quedé tratando de no respirar. Tratando de no hacer ruido.

Las imágenes de mis vestidos tomaban extrañas y demoníacas formas. Mientras intentaba escuchar lo que sucedía afuera sentí algo que me tocaba. Una mano que como venida de ultratumba, se posó en mi hombro. No quise mirar quien era porque sabía que eran ellos. Entonces salí cómo pude de allí. ¡Me encontró!, pensé llorando. Las lágrimas bañaban mi rostro como si fueran parte de una cascada inagotable. Me mordí los labios para no gritar. Me  enjuagué las lágrimas con ambas manos rojas y salí de la habitación a gatas. Volví a la cocina. Debía armarme con algo para defenderme. Una tijera, una cuchilla. Cualquier cosa afilada. Me sentía débil. Apenas podía andar pero no dejé que eso me impidiese continuar. No debía dejarlos completar su plan. No debía.

Cuando logré entrar allí vi con asombro que todas las ollas, cuchillos y cucharas estaban flotando como poseídos por una fuerza antigravitacional enorme y poderosa, aunque a mí nada me provocaba. Aunque hubiese querido flotar y ser liviana para poder huir de allí. Hubiese querido huir, pero estaba encerrada en mi propia casa. ¿Y si no era el Señor el que me buscaba? ¿Y si era el mismísimo amo de las tinieblas?

“No. Todos tenemos posibilidad de arrepentimiento”, me dije una y otra vez intentando concentrarme en una realidad que se distorsionaba a cada paso. Sin embargo me arrepentí de ser quien era, lo hice de corazón, honestamente aunque por las causas equivocadas. Me senté en el pasillo casi rezando un mantra: “me arrepiento, me arrepiento, me arrepiento”. Pero ¿de qué? De ser, de nacer, de estar.  Y recordé, me arrepentí de haberlo eliminado.

Con el corazón un poco más sereno, intenté escuchar y noté que las pisadas ya no se sentían. El sol asomó del color habitual, dorado intenso y cálido. Mientras me calmaba, pude oír el sonido de un pájaro que afuera llevaba alimento a los pichones de su nido. Me paré lentamente y con miedo. Aún podía sentir un nudo en mi garganta. Había recordado y eso era terrible, triste. Pero estaba exhausta. Tomé fuerzas y miré dentro de la cocina. Todo estaba en su lugar, como siempre había sido. Fui a mi habitación casi arrastrándome y la encontré inmaculada como la había dejado. Al parecer se habían apiadado de mí. ¿Habrían leído en mi corazón la honestidad de mi arrepentimiento? Tal vez. O quizás se dieron por vencidos esta vez y volverían más tarde. Quizás más tarde yo tomaría una decisión diferente y ya no estaría esperándolos. Al menos no en este mundo…

Quise mantenerme en pie pero la fatiga pudo más y caí en un sueño profundo. Mientras mis ojos se cerraban con un peso que no podía controlar, observé que mis manos aún estaban rojas como así también mi ropa y mis piernas y mis pies. Pero no pude evitar caer en ese sopor. Un llanto…tristeza…

Una puerta se abrió. Dejando entrar el aroma de la primavera que afuera desplegaba su potencial candor. Entró un hombre a la casa y se encontró con un cuadro terrible: huellas de sangre por todo el piso y las paredes. La joven en el suelo ensangrentada, apenas respirando. Se agarró la cabeza en un llanto y se agachó para levantarla y llevarla a la cama. “Ya mi vida, ya…vas a estar bien”, le dijo mientras la llevaba. Constató que respirase y entonces tomó el teléfono y llamó a urgencias:
-Si…es mi esposa…está muy débil…tiene sangre por todos lados…pero…
Él tocó el abdomen de su mujer y sintió un escalofrío por la espalda. Dejo tirado el teléfono mientras fue a la otra habitación desesperado, nada. Se llegó corriendo al baño y cuando llegó un grito desgarrador salió de su garganta y se escuchó en toda la casa, en el cielo y el infierno. Envolvió el pequeño cuerpo y salió de allí. Entre tanto, la ambulancia había llegado.

Entonces, los demonios volvieron a llevarme. Pestañé y lo único que pude ver fueron enormes ojos mirándome insistentemente…no me podía mover. Mis brazos estaban atados o algo así. Me sentí muy cansada, adormilada. Todo se puso nublado otra vez… Me sacudieron y abrí los ojos lentamente y con esfuerzo. Todos hacían preguntas y yo no podía responder. Quería dormir para siempre pero los demonios no me dejaban en paz. Tristeza, dolor, ausencia. Mi corazón tenía un hueco enorme. Un vacío que dolía y que ya no podía llenar con nada. Porque esos malditos se llevaron lo más preciado para mí y jamás me abandonarían. Me torturarían por siempre.

El marido la visitaba cada fin de semana en el hospital psiquiátrico. Luego de perder a su bebé, tras ocho meses de embarazo, ella nunca fue la misma. Los delirios se instalaron en su frágil y fragmentada mente y fueron parte de su vida. Los demonios la siguieron por siempre. Ese trágico día, él perdió a su esposa y a su hijito no nato. Y jamás se perdonaría no haber estado con ella en ese momento…



Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

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