Ella se iba
insensiblemente a la muerte y yo no sabía qué hacer. El amor de mi vida se
extinguía como se extingue una llama que no ha sido alimentada suficientemente.
Como se evapora el agua que es abandonada al sol intenso del verano. Ella me
dejaba lenta pero inexorablemente y a mí se me partía el alma en miles de
pequeños pedazos. ¿Qué haría después con eso? ¿Cómo me juntaría todo cuando
ella ya no estuviese? La miraba bella en su inmaculado estado. Ni siquiera la
enfermedad podía sacarle esa pureza en la piel, esa belleza interior que a
pesar del estado asomaba con vehemencia demostrando que aún estaba en este
mundo, luchando. ¿Cómo hacer para que el Universo se detuviese y se congelase
en ese instante? ¿Para que fuese eterno? Para que no se marchase todavía.
Todavía tenía mucho que darle…mucho amor.
Ella conocía mi
angustia e intentaba consolarme. ¡A mí! Si, a mí. Ella moría y me consolaba. Me
pedía que fuera feliz luego de su partida. ¿Cómo iba a serlo? ¿Si el único ser
que había amado en toda mi vida me dejaba solo? No. Jamás volvería a ver el sol
en mi vida. Estaba determinado a dejar este mundo con ella. Si era necesario,
así sería.
Ya llevábamos tres
noches en ese maldito hospital que no hacía nada por ella. “Vaya a tomar algo”,
me había dicho la enfermera. “Nada va a cambiar si se toma unos minutos para
usted”, me insistió con ternura en la mirada. Y cómo yo no modificara mi
posición agregó: “Si algo sucede yo lo llamo inmediatamente”. Tal vez fue su
determinación o quizás mi agotamiento tras escuchar el pip de las máquinas hora
tras hora en estos días, pero algo me convenció. El destino quizás. No creía en
el destino. Creía que el futuro lo hacíamos cada uno de nosotros…sin embargo…
Me levanté y fui
al bufet. Eran cerca de las tres de la madrugada y no había visto el cielo en
casi una semana. Todo había sido tan lento y rápido a la vez que mi cerebro no
podía procesar lo vivido. Ella llevaba años peleando contra esa enfermedad que
ahora parecía ganarle. Porque esa mañana, al parecer, su espíritu se había
cansado y estaba decidido a dejarla. Yo me aferré a ella para que no se fuera y
la detenía cuanto podía, si es que eso era posible. Sin embargo, todo mi
esfuerzo no había impedido que ella entrase en un sueño profundo.
Me pedí un café
bien cargado. Mientras lo preparaba, la chica del bufet me miraba como
intentando adivinar el motivo de mi estancia prolongada allí. Pero nada me
decía. Era un joven bella y me pregunté si no se cansaría de ver tanta tristeza
a su alrededor. O tal vez el que estaba cansado de tanta tristeza era yo. Me
entregó el café y sólo le hice una media sonrisa agradeciéndole y me fui a
sentar a una mesita.
Las luces del
bufet estaban todas encendidas, como si necesitase de eso para mantener intacto
mi insomnio. No lo necesitaba, estaba más que despierto. Estaba en trance.
Necesitaba darle horas, días de vida a mi esposa. A mi compañera de vida.
Necesitaba imperiosamente darle más tiempo. Me senté en la mesa, solo con el
café humeante delante y debí de quedarme dormido pensando y desando más para
ella cuando repentinamente sobrevino un silencio extraño y el bufet quedó solitario.
Las luces se encontraban apagadas casi en su totalidad, excepto por una bombilla
de luz que alumbraba mi mesa. “¿Hola?”, dije tímidamente. Pero nada se escuchó.
A lo lejos sentí el vaivén de una puerta, pero sólo eso. La muchacha que
minutos antes me había vendido el café estaba parada allí detrás del mostrador,
como petrificada. Me levanté y fui hacia ella. “Disculpame”, le dije. Pero
parecía un maniquí. Ni siquiera parpadeaba. Su tórax estaba inmóvil, su cabello
a un lado de su cuello también quieto, como si hubiera sido congelado en pleno
vuelo. Su rostro inmóvil y perfecto. Penumbra a su alrededor. Sus ojos estaban a
medio cerrar, como si se hubieran quedado en pausa.
Sentí una
presencia, algo detrás de mí, como una brisa en mi nuca. “¡Al fin! Tal vez alguien
pueda explicarme que sucede”, pensé. Pero al voltear, nada. Todo paralizado. Ni
siquiera se escuchaba el ruido de los aires acondicionados que tan solo minutos
atrás zumbaban a toda potencia. Ese zumbido me recordaba que afuera era verano
y que diez años atrás, un verano como ese, la había conocido. Desde ese día
jamás nos habíamos separamos. Y ahora me estaba dejando para siempre. Nuevamente
el ruido de una puerta que se movía a lo lejos me sacudió. Di vuelta sobre mis
talones para observar de donde venía el sonido y nada. Todo desértico. Pero en
el preciso instante en el que me convencía de que me estaba volviendo loco, una
luz intensa y demasiado bella para ser real, apareció bañando mi corazón.
“¿Qué darías a
cambio?”, dijo una voz que provenía directamente de la luz. Miré hacía ese haz
luminoso y aunque había emitido una dulce tonalidad, no podía divisar qué o quién
era.
“¿Qué daría a
cambio?”, pregunté incrédulo intentando adivinar de qué se trataba todo eso.
“Pensalo…”, me
contestó con la misma tonalidad musical y bella. Y repentinamente todo volvió a
su ritmo. El café estaba aún humeante frente a mí. La luz volvió, los aires
acondicionados se encendieron como por arte de magia y la chica del bufet continuó
con lo que sea que estuviera haciendo previo a toda esa parafernalia. Y la luz
ya no estaba allí.
El interrogante
me devanaba los sesos. ¿Qué daría a cambio? Apuré el café y fui nuevamente
junto a mi esposa. La miré y nada había cambiado. Esos diez años no le habían
hecho mella. Ni una arruga en su rostro. Sus manos y sus dedos ejercitados por
el piano, seguían siendo bellos y delicados. Tal vez más huesudos ahora que
había adelgazado. Pero sólo yo lo notaba. Era el que sabía de su padecer. Y
allí descansaba. Hacía varias horas que había entrado en coma. Me acerqué a su
rostro y le susurré “Estoy aquí me cielo”. No sabía si me escuchaba. Pero lo
intentaba. Le hablaba, le contaba de nosotros. De nuestros años buenos y
felices.
La enfermera que seguía a su lado, me miró y
dijo “¿Tan rápido volvió?”, y yo la miré sin sentido. Estaba cansado y así y
todo sabía que había pasado un tiempo prolongado desde mi partida. Pero claro,
considerando el tiempo de ese sueño extraño. Me acomodé nuevamente en el sillón
que ya era parte de mí, le tomé la mano y la seguí observando. Seguí esperando
el milagro. “¿Que darías a cambio?”, escuché y me sobresalté. La voz dulce y
clara nuevamente me hablaba y yo no estaba dormido. Miré a la enfermera que
seguía allí, esperando que hubiese escuchado lo mismo que yo. Ella observó mi
sobresalto y me preguntó si estaba bien. “Si”, le dije poco convencido. “¿Usted
me habló recién?”, le pregunté. A lo que ella por supuesto contestó que no. ¿Me
estaría volviendo loco? Era posible. Pero en ese preciso momento la enfermera
me miró nuevamente, con los ojos en blanco e iluminada con una luz blanca,
resaltando la oscuridad de su piel. Yo me asusté como loco pero no tuve tiempo
de reaccionar ya que ella habló:
“¿Qué estás
dispuesto a dar a cambio?”.
Yo quedé
petrificado. No creía en Dios como la mayoría de las personas en esa época. La
humanidad en ese entonces, no tenía fe. Y yo no era la excepción. En el mundo
quedaban pocos creyentes y a pesar de todo, mi esposa era una de ellos. Era la
que tenía fe y se la llevaba consigo. Miré a la enfermera poseída y le dije:
“¿A cambio de
qué?”
“De su vida, por
supuesto”, me contestó señalándola y mi corazón dio un vuelco. Podría hacer
algo para salvarla. Tenía esperanzas después de todo. Una alegría inusitada me
invadió el corazón y el cuerpo. ¡Ella viviría! Estaríamos juntos hasta
envejecer. Una lágrima asomó en mis ojos. Pero rápidamente me frene en seco. No
podía ser real. Seguramente alguien me quería jugar una broma de muy mal gusto.
O quizás ya no podía manejar la verdad, la pérdida de mi amada esposa y estaba
volviéndome loco. Debería manejarme con cautela hasta saber de qué se trataba
todo. Medité un instante pero mi esperanza surgió y contestó por mí.
“Te daría lo que
sea”, le dije.
“Hecho”,
respondió y la mujer tomó la forma habitual. Ella me miró y continuó con lo que
estaba haciendo previo al trance sin siquiera emitir un sonido. Le pregunté si
sentía bien y ella extrañada por la pregunta, dijo que estaba perfectamente. Yo
quería saber de qué se había tratado todo eso. Si habría sido un truco. Sin
embargo no me dio tiempo. Mi mujer abrió los ojos y me sonrió. Entonces supe
que todo había sido verdad. En pocos días la recuperación fue espectacular y en
una semana fue dada de alta con el asombro e incredulidad de los médicos. Nadie
podía creer lo que sucedía con ella. Yo era extremadamente feliz. La tenía
conmigo y absolutamente sana.
Sin embargo, una
idea comenzó a rondar mi cabeza: “Lo que sea”, había dicho. Yo le había dado a
cambio de esta felicidad lo que sea a
alguien o algo completamente desconocido para mí. Y eso era algo muy amplio,
muy vago y muy peligroso. Aun no sabía quién había concedido mi deseo. Un deseo
que había partido desde el sufrimiento y desde lo más profundo de mi
desesperación. Consternación, que ahora me perseguía nuevamente por la
probabilidad de que me sacaran algo o me obligaran a hacer algo terrible.
Cada día que
pasaba mi paranoia se incrementaba. Cada luz repentina o sonido brusco que
surgía de la nada, me perseguía. Me sentía acechado día y noche. Ya no
descansaba. Solo esperaba que me reclamasen el precio de la vida de mi mujer.
Ella me preguntaba que sucedía conmigo, pero no podía contestarle. No podía
preocuparla con algo tan banal. Ella estaba sana, ella era feliz. Sin embargo
mi pesar, mi secreto nos separaba cada vez más. Ella jamás creería la historia
del bufet y de la enfermera. Jamás, porque estaba convencida de que la medicina
del hospital la había salvado y yo creía que así sería mejor. No debía
involucrarla en ninguna cuestión que la pusiera en riesgo.
Pero mi ansiedad
era cada vez mayor. Comencé a reaccionar mal y violentamente cada vez que me
hablaba. Sentí que ella era la culpable de mi desgracia. Que ahora tenía todo
la vida por delante y yo sólo una incógnita. Una cruz anónima que me pesaba
cada día más.
Una mañana se
acercó para besarme en la mejilla y ese beso me dolió en el alma. Tenía las
valijas armadas y una lágrima en su mejilla. Me dejaba para siempre. Y no la
culpaba. Sería más feliz sin mí, sin mi cruz, sin mi paranoia. Una vez que
cerró la puerta, mi corazón se sumergió en un oscuro abismo sin retorno. Cerré
todas las ventanas. Oscurecí la casa tanto como estaba mi corazón. Me acurruqué
en un sillón y dejé pasar los días, las semanas, los meses.
Una tarde, cuando
ya no sabía cuánto tiempo había estado quieto, sin comer y sin dormir, una luz
como la del hospital apareció. Lo único que pude hacer fue llorar. De miedo, de
bronca, de agotamiento. “¿Me viniste a cobrar la deuda?”, le pregunte
temblando. Y la luz tomó forma de mujer. La forma de una bella mujer de vestido
blanco y cabellos negros como la mismísima noche sin luna. Me miró con unos
ojos oscuros que llegaron a mi corazón y me dijo “Si…vine por vos, aunque no
esperaba que fuese tan pronto.”
“No entiendo…”, le
dije agotado y sin fuerzas. Mis extremidades estaban tan adelgazadas que no
podía siquiera levantar la mano para tocar mi rostro y secar mis escasas
lágrimas. Miré a mí alrededor y noté que estaba rodeado por mi propia
inmundicia. Parecía un animal carroñero viviendo en un chiquero. Me había
abandonado, había dejado que ella ganara. Le había entregado la vida a mi
verdugo sin cuestionamientos.
“Nunca dije
cuando te iba a cobrar. Como sospechaste a cambio de la vida de tu amor,
reclamaría tu propia existencia. Sin embargo vos elegiste cuando dármela”. Yo
grité desesperado por mi vida, por mi esposa que había alejado debido a mi
paranoia. Por todo el tiempo que había vivido estancado, sin planes, sin futuro,
vacío. Entonces me arrepentí de ser tan necio, de haber pensado sólo en mí. Me
arrepentí de no haberla disfrutado, ni a mi vida ni a la mujer que me había
dado todo. Me arrepentí del egoísmo de haber dado algo que no estaba dispuesto
a dar desde el corazón. Entonces me dejé llevar, me sentí liviano como una
pluma. En ese momento, la luz se hizo tan intensa que me encegueció.
Una mano
temblorosa aunque delicada me tocó y abrí los ojos que aún me dolían por la
luz. Sin embargo, para mi asombro, me encontraba nuevamente en el hospital. Miré
a mí alrededor y todo estaba allí: la enfermera, los aparatos, la cama y ella.
Mi bella esposa estaba allí y abría los ojos y me sonreía y me tocaba. Había
despertado del coma y se recuperaba...
La miré, la bese
larga e intensamente sin poder creer lo que mis ojos veían. En ese momento
entendí que nadie tiene certeza de cuando su vida llegará al final, que los
días pueden ser uno o miles. Ese día comencé a vivir mi futuro con ella.
Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados
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