Él
cerró sus ojos y un diminuto punto apareció de la nada, en la inmensidad su
propia oscuridad. Un insignificante puntito luminoso, blanco y tan intenso como
la energía del sol, aunque mil veces más sublime. ¡Era tan bello! Transmitía
una infinita paz, invitándolo a que continuase con sus ojos así cerrados.
A
medida que el tiempo transcurría, el punto fue cambiando, mutando. Se
transformó en algo intenso, más bello, más poderoso inclusive que él mismo que
lo estaba imaginando. Y en cierto momento, la pequeña esfera cobró vida:
comenzó a moverse al ritmo de los latidos de su corazón, expandiéndose y
contrayéndose. Parecía que dentro de sí, algo luchaba por salir, por nacer, por
ser. Él, al no entender de qué se trataba, pensó por un instante en abrir sus ojos,
pero ¿y si esa magia se rompía? Esa posibilidad lo frenó de inmediato y lo
obligó a esperar. Tal vez, algo más divino aún se desprendería de ese punto y
lo sorprendería. Aunque, su preocupación se centraba en la posibilidad de que
ocurriese lo contrario; que quizás, detrás de eso hermoso y pacífico, algo
diabólico se estuviese gestando, y su mente se viese invadida por algo terrible
y dañino.
Su
corazón se disparó y también lo hizo el punto blanco que latió desenfrenado,
acelerando su proceso.
Pero
algo lo distrajo: escuchó unos pasos que, a lo lejos, se acercaban a dónde él
se encontraba. Algo frío y desagradable entró por uno de sus brazos y lo
convenció de que el afuera era más adverso. Se serenó. Respiró hondo con sus
párpados aún obturados y continuó esperando a que el foco luminoso pariese
aquello que anidaba en su interior. Lentamente, como si el puntito supiese la
anticipación de él, se agrandó más y más y más hasta convertirse en una mancha
blanca y brillante. Era tan blanca y tan brillante que le hizo doler su cabeza.
Sintió que sus neuronas no resistían tanta luz y otra vez estuvo a punto de
desistir. Pero cuando ya no tuvo más espacio donde entrar, la mancha se
contrajo bruscamente, haciéndose otra vez punto. Nuevamente era un puntito minúsculo,
microscópico, concentrado sobre sí mismo, aunque luego de un instante, estalló
en miles de millones de pequeños puntos.
Esos
puntos recién nacidos, volaron en todas las direcciones posibles y probables.
Migraron hacia arriba, atrás, a los laterales e incluso se dirigieron hasta
aquellos lugares donde los ojos de él no podían seguirlos. Al viajar a tanta
velocidad se convirtieron en pequeñas fibras luminosas ocupando todo el campo
visual oscuro.
Él
estaba extasiado con tanta belleza; algunos de aquellos puntitos se habían
convertido en cintillas de colores brillantes: las había azules, rojas,
naranjas y otras que simplemente quedaron blancas. Luego de aquel movimiento,
serenaron la fuga y comenzaron a organizarse. Con un fondo oscuro, negro
profundo, las lucecitas comenzaron a girar unas alrededor de otras, con
caprichosa cadencia. Se perseguían entre sí en juego maniático y febril. A su
vez éstas seguían a otras, como organizándose en algo que él no entendía,
aunque disfrutaba sobremanera.
En
un instante, un milisegundo o menos, se formaron espirales que giraban a alta
velocidad. Parecían diminutos tornados que arrastraban millones de puntos en su
interior, con hermosos colores entremezclados. Aunque en su centro, algo nuevo
se constituyó: algo oscuro y peligroso. Y él lo supo porque observó cómo una de
las incipientes espirales, se fagocitó a sí misma a través de este centro
nuevo. El agujero negro, que se camuflaba en el interior de los remolinos, se
había tragado entero uno de ellos y como consecuencia, había creciendo al
instante. Momentos después, otra espiral era tragada y él se desesperó ya que,
ese mundo mágico formado tan solo con un punto, lentamente se destruía. Pero,
dentro de tanta catástrofe, algo le llamó la atención: en el otro extremo, sin
siquiera notar lo que ocurría con ese agujero negro, una de las espirales se
había organizado y giraba a un ritmo de vida.
Miró
mejor y, como si sus ojos se transformasen en una lente de aumento, notó que se
había diferenciado del resto caótico: en torno a un centro luminoso,
pequeñísimas rocas giraban organizadas y a cierta distancia entre sí. Miró más
cerca y vio mundos girando alrededor de un sol. De estos mundos, uno en
particular, mostraba colores mágicos: verde como el agua, azul claro y rojo como
el fuego. Agudizó aún más su vista y vio en ese nuevo mundo a miles de
diminutos seres que, como hormiguitas, construían y destruían a una velocidad
increíble. Creaban y recreaban su tierra con una organización milagrosa.
Otro
ruido provino desde el afuera. El entorno estaba casi tan revolucionado como su
interior y lo reforzó a cobijarse en su creación. Sintió de nuevo frío y luego,
nada.
Se
concentró en su universo alterno y autocreado. Observó que aquel agujero negro
y amenazante no se había detenido. Todo lo contrario: había comenzado a devorar
los otros puntos luminosos, y lenta, pero determinadamente, se acercaba a aquel
sistema. ¿Sería el final? Tal vez, así como todo había iniciado con un puntito
blanco, su opuesto, el gran punto negro, sería el fin de semejante creación. La
oscuridad y el frío como final de una etapa.
Volvió
a mirar aquella civilización: a estas alturas ya habían creado tecnología
nueva, edificios altos, enormes represas. Sin embargo, su mundo ya no era tan
brillante. Prevalecía el color ocre y todo parecía sucio o desgastado. Era el
reflejo de un ambiente corrompido y saturado. ¿Cómo era posible? Si tan solo
unos instantes atrás…reflexionó.
"¿Qué
hago?", se preguntó "¿Y si destruyo el agujero supermasivo con mi
mente?" Valía la pena intentarlo si quería salvar aquella civilización
incipiente. Después de todo, él había creado el punto blanco y por consiguiente
todo ese universo. Era un gran dilema el que se le presentaba; entonces lo
supo: se había convertido en Dios. Él era un Dios Creador y como tal podía
decidir el futuro de su universo y de los que allí moraban. Sí, eso haría.
Salvaría esa microhumanidad que vivía en uno de sus mundos para así observar
cómo se desarrollaba su historia, hasta donde eran capaces de llegar con la
ayuda de su mano creadora. No eran como él, por supuesto, pero eran capaces de
crear, de modificar su entorno. Sin embargo, recordó su última visión. Recordó
cómo ese grupo de seres tecnológicos y sucios tenían la capacidad de destruir
algo precioso y único: su Creación perfecta y resplandeciente. Habían destruido
esa belleza que Él había creado; se preguntó, entonces ¿por qué ayudarlos? Y
¿si ese enorme agujero negro se los tragaba de una vez? Él podría comenzar de
cero, con otro punto, cuando lo quisiese. Nada lo ataba a esa creación que
tenía alta velocidad de destrucción. ¿Por qué, si se había creado
espontáneamente, no podría destruirse para hacer algo mejor?
Enfocó
sus ojos en la microhumanidad, en esos seres inmundos y destructores de lo
bello. En esos instantes, el cielo que rodeaba ese punto magnificado era
turbio. Si no desaparecían por el agujero negro, desaparecerían por su propia
porquería. Los miró sin remordimiento. Ellos se destruían a sí mismos. No, no
les tenía pena, se merecían ese final.
Mientras
tanto, el agujero se acercaba determinante, comiéndose todo cuanto se
encontraba a su alrededor. Lunas, planetas, cometas, nada se salvaba de ese
poder oscuro y destructor. Sus ojos se repartían entre uno y otro extremo del
universo. Segundo a segundo, todo cambiaba. Así vio que, en el último segundo,
la micohumanidad luchaba sin darse por vencida. Ellos habían diseñado algo para
limpiar el aire y ya no se veía todo tan sucio. Además, habían creado algo más
grande y relevante: un arma gigantesca que era esgrimida al propio cielo. Había
sido diseñada con la pretensión de destruir el agujero supermasivo. En cierta
forma, él se sintió orgulloso de su creación: esos seres eran inteligentes y
sabían redimirse y aprender de sus errores. Mientras él admiraba su creación,
el arma fue fijada. Pero allí mismo, en ese momento determinante, sintió que
alguien lo tocaba e intentaba que abriese sus ojos. “No”, pensó. “Esto es más
importante. Ahora no por favor”, creyó balbucear.
El
exterior se hizo lejano y eso ayudó a que continuase observando el arma que ya
apuntaba al cuadrante en que el agujero negro avanzaba; y en el punto culmine
fue disparada.
Una
explosión supermasiva se comió al agujero entero, aunque en ese instante, no
fue lo único que se destruyó. En aquel momento, miles de neuronas se
desintegraron y el Creador dejó de ser.
Mientras
esto sucedía, el médico que hacía las rondas se encontró con el hombre que se
movía descoordinadamente en su cama. Lo tocó y lo llamó para que reaccionase,
pero al parecer era presa de una convulsión y por más que intentó, no pudo
salvarlo. Cuando los movimientos cesaron, el profesional solo pudo constatar
que aquella mente estaba arruinada. En los estudios posteriores el hombre
observó que aquel cerebro estaba tan dañado que hubiera sido imposible
salvarlo. Parecía como si un rayo lo hubiese partido.
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