En
esta noche, a la luz de una simple vela y con manos temblorosas, escribo estas
palabras. Lo hago para dejar plasmado en algún lugar los hechos que me
asediaron (y aún lo hacen); para que alguien lo lea y quede prevenido. Mi deseo
es que lo que a mí me sucedió, no le ocurra a otro ser viviente, aunque sé que
este deseo es en vano. Esto sucedió antes y volverá a pasar miles de veces. Lo
sé.
Estoy
convencido de que no veré el mañana, por lo que intentaré hacer esto lo más
rápido posible. Mi corazón se acelera y mis manos arrugadas y envejecidas, se
entumecen. Moriré indefectiblemente a mis treinta años y con la apariencia de
un hombre de noventa…pero no me adelanto. Les contaré cómo todo sucedió.
Una
mañana, luego de haber pasado una amena noche en mis días de reclusión, salí de
la cabaña y observé con sorpresa que el río, que se encontraba a escasos
metros, había dejado algo en sus
orillas. No era habitual encontrarse con un bote a la deriva, por lo que me
acerqué para investigar si alguien se había dormido o si, vacío, la corriente
había arrimado a mis costas semejante regalo.
Me
acerqué lentamente, con la expectativa de algo diferente en mis monótonos días,
aunque la sorpresa invadió cada rincón de mi espíritu al ver lo que aquel bote
contenía en su seno. “Es tan perfecta”, pensé. No la creí hermosa ni bella,
solo perfecta. Así era esa mujer que yacía en el bote. Estaba empapada, como si,
ahogándose, de repente el bote se cruzase en su camino y como un designio
divino éste la llevase directo a mí. “La providencia”, pensé con cierta
inocencia.
Su
rostro estaba pacífico y con una leve sonrisa en sus labios. Era del color del
mármol, pero sin arrugas o marcas. Era muy joven y su cabello negro, era
precioso y abundante. Estaba impávido. No podía dejar de observarla a pesar de mí
mismo. Mis ojos siguieron recorriéndola: su vestido azul, era simple por lo que
supuse que no sería una joven acomodada o de la realeza. Pero era una doncella
de seguro. Mis votos y mi conciencia humanitaria dictaban ayudar al prójimo sin
tener en cuenta rango o posición social. “Debo ayudarla, alguien debe estar
esperándola en algún lugar”, me dije.
Pero
algo me detenía. Algo me frenaba en ese estado y me obligaba a observarla en aquel
pacífico sueño. O al menos eso parecía. Entonces reaccioné: ¿estaría muerta? Me
asustó la idea, porque si ella había muerto ¿qué haría con el cadáver? ¿Debería
enterrarlo o llamar a alguna autoridad? Estaba muy alejado de cualquier
civilización y eso era complicado…
Me
acerqué lentamente, y casi pidiendo permiso, toqué aquel rostro angelical: se
encontraba helado e imperturbable. Sin embargo no me di por vencido. En esa
época del año el agua estaba helada, así que tal vez la temperatura de su piel
era baja por sus ropas mojadas. Me agaché y casi sin sacar mis ojos de aquel
rostro idílico, coloqué mi oído en su pecho. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y
no solo por entrar en contacto con algo tan helado. Su cuerpo era perfecto y
pude sentirlo. Cuando su piel entró en
contacto con la mía, mi mente estalló en un sinfín de sensaciones que me eran
prohibidas, por lo que retiré mi rostro de inmediato aunque no había podido
sentir su corazón latir. Lo intenté una vez más, pero esta vez cerré mis ojos
para concentrarme. Allí pude notar, como de forma lejana pero presente, su
pequeño corazón latiendo despacio. Inmediatamente la levanté en mis brazos y la
llevé adentro.
Era
una pluma delicada. Tenerla tan cerca me ponía tenso, pero sabía que estaba
haciendo un bien. Debía secarla si quería evitar su muerte, aunque sabía que,
por mi bien, no debía desvestirla. La coloqué en una mesa que se encontraba
junto a la chimenea; allí el calor del fuego la reviviría de seguro. Coloqué
una almohada debajo de su cabeza y nuevamente su rostro me invitó a quedarme mirándola.
Mi corazón se aceleraba cada vez que la observaba: tan perfecta, tan hermosa y
tan inocente como podían demostrarme sus rasgos delicados y femeninos.
Sacudí
mis pensamientos. La cubrí con una frazada y me dispuse a comer algo. La noche
se había presentado más rápido que los días anteriores, sorprendiéndome, y la
luna estaba llena filtrando su luz por la ventana e impactando en el rostro de
la joven anónima. Fue más perfecta y hermosa aún que cuando la encontré en el
bote. Su rostro pareció más angelical que antes y mi corazón se estremeció.
Me
fui a dormir. Mi mente daba vueltas y no debía ser así, debía calmarme y
enfocarme en lo que era: un sacerdote en busca del bien y la paz. Y sólo estaba
en mí deber ayudarla, nada más, para que, una vez recuperada, ella se fuese a
donde perteneciese.
Me
acosté observando la mesa con la dama inmóvil. En cierto momento, el entorno
comenzó a desdibujarse; no podía dormirme, pero la luz de la luna se hizo
intensa, bañando toda la habitación donde ella se encontraba. Mi corazón se
aceleró pensando que, después de todo, cabía la posibilidad de que ella fuese
un ángel y de esa forma, se estaba revelando ante mi persona. Eso me dio
confort, aunque no estaba seguro de aquello o de algo. Mi cabeza giraba, la
habitación se hacía más oscura, mientras que la luz que entraba por la ventana
era más y más intensa. Como si la propia luna pretendiera darle su poder a ella,
y de esa manera se recuperase. La veía. Podía verla con claridad desde donde yo
estaba a pesar de la distancia. Ella seguía recostada en la mesa emulando a un
precioso cadáver cuando, de repente, su tórax comenzó a elevarse y a descender,
con una respiración agitada. Yo me senté en la cama, atento a intervenir si era
necesario, aunque no sabría con qué. Repentinamente ella se sentó también y me
miró con ojos brillantes, luminosos e intensos.
Su
rostro era aún más bello que antes. Se paró y comenzó a avanzar hacia a mí despacio,
con sus brazos extendidos en ademán de abrazarme, y con su cabellera despeinada.
Pero perfecta. Yo estaba paralizado, no sabía qué hacer. En un segundo, se
metió debajo de las sábanas y como un animal reptante avanzó hacia mí. Me busco
y encontró mi cuerpo desnudo. En un segundo comenzó a tocar con sus manos heladas,
pero suaves, cada rincón de mi ser, hasta que emergió con sus ojos luminosos y
besó mis labios. Mi cuerpo, al sentirla, estalló en miles de sensaciones prohibidas.
Quise frenar mis impulsos, pero no pude y la tomé del cuello mientras hundía mi
lengua en su boca, que jugueteó con la suya. Sabía que no debía y aun así no
podía parar. Mis manos comenzaron a tocar su cuerpo, la recorrieron de norte a
sur. La miré sorprendido porque ahora estaba completamente desnuda: era una
flor abierta para mí. Sus senos perfectos se ofrecían a mis labios sin tapujos.
Su sexo me esperaba y yo desesperado no podía parar. En el instante en que
salté sobre ella para penetrarla, desperté.
Era
ya la mañana y el sol me iluminó. Mi cama estaba revuelta y yo empapado en
sudor. Miré instintivamente a la mesa, y allí estaba ella, inmóvil como antes.
Me regañé por aquella debilidad, por aquellos malos pensamientos. La joven
seguramente era una dama, una doncella que poco sabría del amor y menos de
aquellas bajezas prohibidas para mí. Me levante y mojé mi rostro con agua
helada. Luego me acerqué para constatar que seguía con vida. La noté más
radiante, más bella y más perfecta, por lo que supuse que el calor y la
estancia le favorecían. Y esa pequeña y discreta sonrisa de paz en su rostro.
Sí, era una doncella definitivamente; me regañé otra vez por el sueño de la
noche. Le toqué el rostro pero aún estaba frío. Avivé el fuego y agregué un
cobertor más para que se recuperase más rápido. Cuanto antes reaccionase,
mejor. Así ella podría volver a su casa y yo a mi confinamiento.
Pasé
el día alejado de donde ella descansaba, aunque de tanto en tanto la observaba
para constatar que vivía. En esos momentos en que la miraba deslumbrado, el
tiempo volaba, como si un hechizo del tiempo cayese sobre mí. Y la noche otra
vez estaba sobre mi corazón y en el cielo. Tenía miedo de mí, de mis sueños,
pero debía dormir. Miré mi rostro en un pequeño espejo que tenía en el baño y
me vi apesadumbrado y más canoso, si es que eso era posible. “Es el cansancio”,
me dije y fui a dormir.
Esta
vez no miré hacia donde ella se encontraba, aunque la luna era intensa y se
filtraba por las cortinas de mi habitación. Había cerrado la puerta para
protegerla de mi insania mental. Los ojos me pesaban y pensé que esa noche
descansaría finalmente. Sin embargo, al mirar por la ventana, vi que alguien
caminaba afuera. Era una joven mujer que lentamente se dirigía hacia el río.
Caminaba entre la niebla que comenzaba a bajar, moviéndola a su paso. Me senté
en la cama e instintivamente miré la puerta de mi habitación: estaba abierta de
par en par. La mesa donde yacía la joven, vacía. Miré a mi alrededor y me noté
completamente desnudo como la noche anterior. “estás soñando”, me dije para
darme coraje y hasta para condenarme por lo que pudiera suceder. No sirvió. A
mi lado en la cama ella, sin ropa también, con sus ojos luminosos observándome
con sonrisa maliciosa y sangre, sangre entre sus piernas. Mi corazón estaba desbocado. Mis manos
ensangrentadas temblaban y ella otra vez me comenzó a besar y a recorrer el
cuerpo con su lengua. “No, ¡por favor!” dije, pero mi cuerpo tenía vida propia.
La tome de sus cabellos y la besé sin parar, recorrí con mis labios su piel
blanca manchada de sangre, convirtiéndome otra vez en pecador. Mientras lo
hacía, la figura que caminaba afuera observaba, distante, con ojos luminosos
también y una risa diabólica en su rostro. Pestañé y en un segundo ella estaba
en la ventana, riendo. Me asusté aunque mi boca no paraba de recorrer a la
joven sin nombre que excitada pedía más y más. Entonces, al segundo siguiente,
ella estaba frente a mí, tan cerca que podía olerla. Su aroma me hipnotizó. La
miré: era tan hermosa como mi amante anónima. Pero algo más llamó mi atención:
un destello metálico provenía de sus manos, un cuchillo con el que creí que me
mataría; y sin embargo, con una velocidad inusitada, degolló a mi joven amante
y tomó su lugar. Quise gritar pero ella no me dejó. Su lengua ya estaba en mi
boca hurgando y haciéndome explotar de placer. En un mar de sangre me tumbó y
comenzó a recorrer mi cuerpo con el suyo. Cuando me tuvo rendido, tomó el
cuchillo y violentamente, penetró mi abdomen.
Desperté
aterrorizado.
Los
días comenzaron a sucederse entre febriles noches y mañanas espantadas y
cansadas. ¿Qué era aquello que me habitaba cada noche? ¿Acaso Belcebú moraba mi
corazón? Estaba seguro de que era yo, porque semejante ángel, puro y bello, no
podía engendrar ningún mal. Sin embargo, cada mañana ella estaba más bella y
más viva, mientras que yo me encontraba más y más abatido y avejentado. Parecía
que ella se alimentaba de mis sueños.
Luego
de una semana, su piel tenía calor y estaba sonrosada.
Una
mañana, como siempre y luego de una noche excitada y violenta, me miré al
espejo y con horror observé que además de las canas, mi piel estaba arrugada.
Mis ojos tenían un velo gris y apenas veían. Entonces, una lágrima rodó por mi
mejilla. Parecía un hombre de más de ochenta años “¿Qué pasó?”, me pregunté,
mientras rogaba despertar de esa pesadilla en la que estaba sumido.
Instintivamente miré la mesa con ella allí, inmóvil, impávida, pero viva. No
podía ser. Cuanto mejor estaba ella, peor me encontraba yo…y ¡esos sueños! En
un arranque de ira fui hasta la mesa y la tomé entre mis brazos; la llevé con
esfuerzo y la deposité en aquel bote donde la había encontrado. Una vez dentro
de él la miré y la recordé desnuda. Por instante titubeé y quise hacerla mía
una vez más. Sin embargo, con una de mis piernas lo empujé y se fue lentamente
río adentro.
Inmediatamente
sentí cierto alivio en mi corazón, aunque también remordimiento. Porque ¿si el
culpable de todo era yo? ¿Si todo provenía de mi mente podrida de hombre
necesitado? Nunca supe quién sería ella y si sobreviviría. Pero hice lo que
debía hacerse. La noche llegó y esta vez, la luna no alumbró la mesa. Entonces,
comencé a escribir este relato, esta advertencia.
Estoy
seguro de que aquella visita fue el mismo Diablo queriéndome tentar. Pero lo
evadí, o eso creo. Sin embargo, mientras veo por la ventana con mis ojos
cansados, allí a lo lejos en el río, veo unos ojos luminosos y una sonrisa
maquiavélica. Y sé que se encuentra allí esperándome, en esta última noche. La
luna sale e ilumina la mesa donde ahora estoy recostado. No me puedo mover y ya
no quiero hacerlo. La espero, la deseo.
Mi corazón se agita, otra vez, y ella me posee, me hace suyo con
desesperación una vez más, hasta dejarme vacío, en plena oscuridad. Esta vez,
ella y el cuchillo son reales.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014
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