sábado, 20 de septiembre de 2014

Asesino…


 






José abrió la  puerta del cobertizo con una violencia inusual en él y, ante la atónita mirada de su mujer, tomó un hacha y salió refunfuñando de allí. ­­

“Maldito hijo de puta, lo voy a matar”, gritó mientras se alejaba, a trancos largos, de su casa. La mujer, entrada en años, intentó seguirlo pero no pudo debido a lo avanzado de su artrosis.
‑José, por Dios…no vayas… ¡te va a matar! –le gritó desesperada, pero sin resultados.
José se dirigió a la calle y sin importarle cómo los autos iban y venían, caminó en dirección a aquella casa, por el medio de la acera.
-¡Correte de la calle, viejo boludo!- gritó uno de los conductores que casi lo atropella, pero el hombre ni se percató del peligro y continuó caminando hacia su objetivo.

“Lo voy a matar”, volvió a decir, “le voy a cortar la cabeza de un hachazo…”, pero esta vez su voz se quebró y no pudo contener las lágrimas. “Hacerle eso a mi… ¿cómo pudo? La destrozó”. Sintió un calambre en su pecho y detuvo la marcha. Se masajeó, pensó en Rosie, su mujer. Sí, lo haría por ella. Porque en cuanto Rosie se enterase de cómo había sucedido todo, seguro que se infartaría o le daría un soponcio. Solo por la pena y el horror de conocer la verdad. “Si…yo la vengaré…así cuando sepas, podrás llorar con la paz de que se hizo lo que debía hacerse… si, lo que yo debí hacer”.

Afirmó su mano en el hacha y continuó con paso apresurado.

Allí, a una cuadra estaba la casa del responsable. Ya lo tenía todo pensado: llegaría y lo destrozaría con el hacha. Sí, lo haría sin mediar palabras, sin remordimientos. Sin darle tiempo a reaccionar. No le importaba si alguien salía a defenderlo. Esa muerte era la última, hasta ahí llegaría la impunidad, él no permitiría ni una víctima más.

Recordó a Catalina, era tan buena, tan bella y buena compañera. No sólo de él, que casi no le daba bolillas, más bien de su mujer, Rosie. Catalina pasaba casi todo el tiempo a su lado y ahora… ¿quién la reemplazaría? Ya le habían advertido a Hugo que algo debía hacer, ya que unos cuantos meses atrás algo parecido había pasado con Marly, de la casa de al lado. Lo había despedazado y lo catalogaron de accidente. “¡Accidente!” Lo peor de todo fue que Rosie lo había visto todo, ella era testigo. Esa vez, hubo sangre por doquier, gritos y llantos, y se había salido con la suya. Y todo bajo la mirada de su esposa. “¡Podría haber muerto del corazón!”, se dijo.

Era peligroso. Sí, pero ya no le importaba. Alguien debía detenerlo y si se le iba la vida en ello, bueno sabría que de ahora en más habría uno asesino menos en el mundo.
“Un asesino hijo de puta menos”, pensó mientras llegó a la puerta del responsable y tomó coraje para hacer lo que debía hacer.

Sintió que la justicia guiaba su mano al colocarla en el picaporte de la reja del jardín. Su corazón estaba acelerado, y recordó que aún no había tomado sus píldoras. “Cuando llegue a casa las tomo”, pensó con una sensación rara en el pecho, y abrió la puerta. Un paso y ya estaba dentro de propiedad privada, ajena, extraña. Respiró hondo, temía que apareciese de un momento a otro y que aprovechase la vulnerabilidad de su edad para desarmarlo y matarlo como al resto. Pensó en Rosie, en hacerle justicia por la pérdida. Eso le dio fortaleza para continuar. Caminó lentamente. El sol se estaba poniendo en el horizonte por lo que las sombras se hicieron intensas confundiendo a su vista cansada por los años. Trató de enfocar, mirando en los rincones por temor a que el asesino estuviese escondido y siguió con su búsqueda.

Un ruido, que prevenía de detrás de la casa le indicó que debía buscar allí.

Un gemido, un llanto, unas palabra que se borraban en el aire. Asió con fuerza el hacha y se dirigió al fondo de la casa por un pequeño pasillo. La luz de atrás estaba encendida por lo que pudo ver unas sombras moverse. El asesino no estaba solo. Alguien más se encontraba con él. Al llegar, se apoyó en una de las paredes para no ser visto e intentó ver, pero algo le tapaba la visión. De pronto vio una mano con un arma, y mientras su corazón se aceleraba más, escuchó un disparo.  

Salió hacia donde el asesino aullaba, necesitaba ver lo que su cabeza imaginó; constatar que había dejado de existir. Pero tuvo miedo a que todo fuese un engaño, entonces salió de su escondite blandiendo el hacha y gritando “justicia”, a viva voz.

En el jardín se encontró con una escena terrible: sangre por doquier y un joven sentado en una piedra que lloraba por lo que acababa de hacer.

José bajó el hacha y se sentó junto a Hugo.

“Debía hacerse”, le dijo mientras abrazaba al joven. “Si lo sé”, agregó el muchacho, dueño del perro llamado Asesino. El mismo que había ultimado a la gata Catalina de Rosie y el cachorro de los vecinos, Marly.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014

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