—Y
vos ¿cómo sabés que no estamos muertos? —dijo pensativa la mujer.
—Ah…
mirá que hablás pavadas. ¿Cómo vamos a estar muertos y no nos vamos a dar
cuenta? —le respondió él, visiblemente enojado, ante los planteos seniles de su
esposa.
—No
me estás contestando…
—Yo
qué sé… el corazón late, respiro, estoy vivo…
—Si…
pero ¿y si todo eso es solo para despistarnos? Porque podría ser un truco, de
muy mal gusto obviamente, de alguien o algo para hacernos creer que estamos
vivos y, de esa forma, nunca podríamos descansar eternamente.
Al
decir semejante sentencia, la mujer clavó sus ojos cristalinos en los de él
provocándole una extraña sensación, un mal augurio quizás.
—Y ¿quién
sería ese alguien? Tendría que ser una persona que se divertiría con solo
vernos así, hablando estupideces.
—No
sé, podría ser el Diablo, por ejemplo. El Diablo puede hacer lo que quiera,
cuando quiera y como quiera. Así que podría, si lo quisiera, hacernos esto. —dijo
señalándose a ella y a su esposo, alternativamente —Sí. Si quisiera podría hacernos
creer que estamos vivos y en realidad…
—O
sea que para vos esto, nuestro matrimonio, nuestra vida, es un infierno… —dijo
el hombre claramente perturbado.
—No,
el infierno no. Podría ser un limbo, uno de esos lugares donde uno ronda sin un
porqué. En realidad creés que estás divagando, pero lo cierto es que estás muy
muerto y ni lo sabés. Porque nunca te enteraste… o peor: nadie te avisó.
—Mmmm…
no sé. Deberíamos habernos suicidado, ¿no te parece? Además, si el Diablo
tuviera algo que ver con esto, alguno de los dos (vos o yo) deberíamos de haber
pactado algo con él…o haber cometido varios pecados como para que se nos
acerque… además, no vino ningún Ángel de la muerte a negociar o ni siquiera
Dios para darnos la oportunidad de redimirnos… —él quería convencerla a toda
costa de que la conversación no tenía pies ni cabezas.
Pero
sabía que no lograría nada. Cada día era igual. Cada día había una situación
inexplicable y tonta que le provocaba a ella una catarata de dudas. ¿Existe el
mundo? ¿Existen nuestros nietos? ¿El mundo gira igual cuando vamos a lo de
Marita? ¿Existe Dios? Y ya estaba cansado de tanta cosa. La amaba sí, pero era
duro verla deteriorada. A sus sesenta y cuatro años, la mujer con la que se
había casado tenía Alzheimer y, entre sus desvaríos, estaban estas cuestiones
de la vida y de la muerte. Eso sin contar que ya no podía dejarla sola, porque
más de una vez había dejado el gas abierto sin encender la hornalla. Y lo peor
de todo era que esa mujer, que estaba tan llena de miedos, de dudas, de dolor y
ansiedad, había sido una genio. Ella había poseído una mente brillante, aún en
sus días más oscuros.
Suspiró.
Ese sería su karma. No era que se sintiese culpable, aunque lo que sentía era
muy parecido. A esa edad, a sus setenta y dos años, lo golpeaban sus
indiscreciones de joven. Había sido bueno mozo y lo sabía tanto como ella. La
diferencia fue que él abusó de su perfección y atractivo masculino, haciéndose
el galán con más de una, incluso con la hermana de ella, Marita. Aunque con
Marita la cosa se había puesto seria. En una época pensó que la amaba y hasta
decidió dejar a su esposa por ella. Pero…
—…estás
evadiendo mi pregunta. Como siempre, ¡como siempre no querés contestarme! Estás
pensando en ella, ¿no? ¿Vos crees que no lo sé? ¿Vos te pensás que nunca lo
supe? ¡Te odio! ¡Te odio! —gritaba la mujer sin parar; llorando a destajo.
Él
se tapó la cara mientras un nudo en la garganta le impedía hablar. Respiró
hondo y trató de serenarse. Después de todo, la presión arterial podía jugarle
una mala pasada y no quería terminar otra vez en el hospital. Sí, estaba
pensando en Marita. ¡Ella lo sabía! ¿Cómo era posible? Ella nunca pudo haberse
enterado, habían sido muy cuidadosos. O eso creía él.
Luego
de semejante desgaste ella cayó rendida y él la acompañó a la cama. La acostó
como hizo alguna vez con sus hijos, la arropó y le dio un beso en la frente.
“Yo siempre lo supe…”, suspiró ella mientras a él se le erizaban los pelos de
la nuca.
Se
sentó en la penumbra, en su sillón favorito. Pensó en Marita, en cómo la había
dejado el día que su mujer tuvo el primer brote. Habían pasado casi diez años
de ese tremendo día. Ella se había olvidado el gas abierto y casi se muere. Quiso
recordar cómo la había salvado, cómo la había encontrado, pero sólo venía a su
memoria Marita, hermosa y joven, jadeando junto a él. Ambos gozando el uno del
otro, en su cama matrimonial. La misma cama donde había amado a su esposa,
ahora senil.
“Qué
olor extraño”, pensó de pronto. La cabeza comenzó a dolerle. Su visión comenzó
a fallar. Todo a su alrededor se desdibujaba, lenta pero certeramente. Pensó
que quizás el disgusto de esa tarde le había levantado la presión y quiso ir a
tomar sus pastillas. Pero el cuerpo no respondió. Estaba petrificado,
estaqueado en el sillón. Pensó otra vez en la discusión con su esposa y se
convenció de que le estaba dando un derrame cerebral. ¿Qué sería de ella si le
pasaba algo? Estaría sola, moriría de tristeza. Otra vez el olor a gas…
“¿Como
sabemos que no estás muerto?”, escuchó una voz aguda y chirriante que sonaba por
detrás. Miró a su alrededor. Marita estaba junto a él, joven, sonriéndole luego
del éxtasis, mientras que él le jugueteaba recostado en la cama, desnudo,
sudoroso. Entonces, vio una figura familiar que cerraba la puerta del
dormitorio con llave, sellando aquella habitación sin ventanas, mientras un
intenso aroma, desagradable, los invadía a ambos quitándoles el oxígeno
necesario para vivir. ¡No! Quiso decir. Aunque ya no pudo hacer nada. Estaba
nuevamente en su sillón, catatónico e inmóvil. Oscuridad.
Un
pip rítmico se escuchó en el aire.
Ella
observaba a su esposo, ahí tendido en la cama del hospital. A pesar del casi
luto que llevaba y de sus más de cincuenta años, era una mujer atractiva. Le
sostenía la mano y le hablaba a pesar de que el médico le había dicho, más de
una vez, que no iba a haber cambios, que su cerebro estaba dañado por el gas
que había inhalado. También le había repetido en más de una ocasión: “Tenés que
estar contenta… le fue mejor que a la esposa”. “Sí”, pensó, “Su esposa… definitivamente le fue mejor que
a Marita”. Y sonrió mientras cerraba tras de sí, la puerta de la habitación del
hospital.
Autor:
Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014
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