“Malditas
desgraciadas… ¿qué se creen?”, dijo la joven visiblemente enojada, dando un
portazo al entrar a su habitación. Estaba realmente agotada, y no sólo de limpiar
mugre ajena. Odiaba aquella situación, extrañaba su vida de pequeña, a su papá,
a su libertad condicionada por un grupo de mujeres inútiles y vanidosas. “Papá”,
pensó con angustia. Aunque con él también tenía varias cosas que resolver. Y no
podía hacerlo ya que había muerto varios años atrás.
Miró
sus manos: estaban arruinadas, avejentadas. Algunos de sus dedos habían
comenzado a sangrar y le dolían mucho. Sus rodillas, llenas de raspones y su
cabello, indomable y enredado, le daban un aspecto de bruja desmejorada. ¿Quién
la querría así? A estas alturas era una joven anciana. Sí, eso había pensado y
así se sentía: era una joven amargada, una anciana de veintitantos años que no
tenía futuro y a la que su pasado la perseguía como un mal designio.
Se
tiró a la cama y quiso llorar, pero se juró a si misma que no lo haría. Ya no
más. Esa injusticia en la que vivía debía ser corregida cuanto antes y ella
sería la encargada de torcer ese destino funesto en la que estaba sumergida.
Sí.
Les haría pagar cada uno de sus sufrimientos y recuperaría todo aquello que le
pertenecía. Se levantó y se miró al espejo: detrás de todo ese desastre en el
que se había convertido, era una bella mujer. Sí, pero ningún hombre se fijaría
en ella. No con ese aspecto y menos con ese resentimiento en el corazón que día
a día la carcomía. Deseó ser pequeña otra vez. Le diría a su padre que al
casarse con esa baronesa de mala muerte arruinaría la vida de ambos. Porque
nadie le quitaba de la cabeza que esa terrible mujer había estado involucrada
en la muerte de su padre. Estaba segura, solo que no podía probarlo.
“Algún
día, una joven príncipe te verá y se enamorará de ti y serás feliz junto a él”,
recordó en un suspiro. Una sonrisa de amargura se le escapó. Sabía que la
eterna soltería la esperaba como una mala sentencia. Esa noche era la fiesta
real y ella estaba agotada y malhumorada. No tenía ganas de fingir felicidad ni
de hablar trivialidades con nadie. Menos con un príncipe acomodado que no sabía
lo que ella sufría cotidianamente. La ira la invadió y supo que no necesitaba
un príncipe para escapar de aquel yugo. Lo haría sola como había hecho todo en
su vida, luego de la muerte de su papá.
Se
enjuagó el rostro y una lágrima furtiva se mezcló con el agua turbia del
lavabo. Entonces, la oscuridad de su habitación fue interrumpida por una luz
celestial y maravillosa. Ella no supo que hacer o cómo reaccionar. Sólo se
quedó impávida, observando la luz y lo que de ella surgía: una bella y
estilizada mujer con alas transparentes, vestida completamente de azul y con
una varita mágica.
Acto
seguido, lo que al parecer era un hada mágica, comenzó a bailar y a cantar, intentando
mejorar el aspecto de la joven atormentada. Sin embargo, ésta última, lejos de
sentirse feliz o al menos complacida, frenó en seco a la delirante hada
madrina:
—¿Podrías
parar un segundo?
El
hada se quedó petrificada ante tanta mala onda por parte de su amadrinada y le
respondió:
—Qué,
¿no quieres ser feliz con un apuesto príncipe?
La
joven la miró sin entender mucho. Sus problemas eran mucho más importantes y
terribles que intentar conquistar a un príncipe. Ni hablar que descreía esto de
que el príncipe tenía la capacidad de hacerla feliz por el solo hecho de
conocerla, menos enamorarla con una mirada.
—No
deseo un príncipe… —dijo con seriedad desconcertante.
—¿Qué?
Eso no es natural… acaso no te gustan los chicos…—dijo el hada desconfiada y
visiblemente incómoda ante una situación claramente inesperada y jamás vivida
por ella.
—¡Pero,
por favor! ¡Mis problemas son mayores! No puedo ser feliz solo porque vos o el
príncipe deseen que lo sea…
—Si
ese es tu deseo —dijo el hada agitando rítmicamente la varita, mientras
comenzaba a bailar ridículamente, otra vez.
—¡No!
Mi deseo es otro… porque tengo un deseo a mi disposición ¿No?
—Si…sólo
uno —suspiró mientras murmuraba por lo bajo: —al menos tenés un deseo… —y
continuó —entonces, ¿se puede saber cuál es?
—Bueno…
quizás no sea lo que se espera de una doncella…
La
joven se acercó a la mujer con cierta duda. A fin de cuentas, esto se le había
ocurrido recientemente, y podría estar equivocada. Aunque, el cansancio y la
desesperación le confirmaban que esa sería una decisión correcta y que
cambiaría por siempre su vida. Se acercó más y llegó al oído del su hada
madrina donde susurró unas cuantas palabras, mientras que la mujer alada no
entraba en si del asombro. En cierto momento, sus manos comenzaron a temblar,
porque la verdad era, que el deseo debía ser concedido.
La
joven, al terminar con el encargo, tenía mejor rostro, se sentía más relajada e
incluso apareció una sonrisa leve acompañada de un destello en la mirada. ¿Tal
vez sería felicidad? No recordaba ya cómo se sentía ser feliz, por lo que era
muy probable que fuese eso.
Una
cortina de humo y polvo mágico rodeó a Cenicienta que fue transformando su
aspecto: una tras otra, miles de escamas verdes transformaron su tersa y
descuidada piel en una coraza tornasolada que destellaba con la luz de la luna,
que se filtraba por la ventana. Unas enormes garras desplazaron sus delicados
dedos, mientras una cola enorme crecía a extrema velocidad en su parte trasera.
El
hada, espantada por lo que había hecho, desapareció en el acto mientras que la
joven transformada, con hocico humeante y ojos de fuego se dirigió a donde
estaba su familia.
Luego
de alimentarse y tras el griterío que supuso su irrupción a la habitación de
las hermanastras, esa noche, ella durmió en paz. El silencio era agradable y su
piel, aun maltratada, no tuvo que volver a limpiar escoria ajena, ya nunca más.
Aunque si curó, al igual que su corazón. Entonces, pudo prepararse para la
llegada de algún príncipe a su vida.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014
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