viernes, 3 de octubre de 2014

Humano







De repente, me di cuenta de algo perturbador: mi trabajo me estaba absorbiendo. No era que no estuviese advertido de ello o que me hubiesen pintado un futuro diferente. No. Me lo habían dicho, más de una vez, pero uno no se da cuenta de lo que acepta hasta que está…bueno, digamos hasta que está bailando. Y las consecuencias fueron irreversibles.

Hace tiempo ya, mucho tiempo, me hicieron una tentadora oferta laboral. El trabajo en sí era simple y consistía en observar. “Vas a observar a las personas”, había dicho mi jefe, un ser corpulento y muy poderoso, al que, en realidad, conocía prácticamente desde mi nacimiento. Sin una palabra más, una mañana soleada, comencé a observar a las personas, a los seres humanos tal y como se me había indicado. Era una tarea bastante elemental y algo aburrida, como pueden imaginar, ya que de alguna forma, ellos (mis observados) eran monótonos. ¿De qué manera? Bueno, día a día, cumplían con sus rutinas a raja tabla. O al menos, estos que me habían tocado a mí, eran así. Se levantaban por las mañanas, desayunaban, trabajaban, se alimentaban y dormían.

Los niños eran algo distinto. Tenían observadores particulares y sus vidas eran más divertidas e intensas. Pero para llegar a ser sus observadores, había que pasar una temporada con los adultos. Así que…

Descartada la posibilidad de diversión, me resigné a mis observados y sus rutinitas. Otra vez el aburrimiento y la desazón se apoderaron de mí por lo que decidí investigar si al resto le sucedía lo mismo; o sea, si todos los observados eran así de tediosos. Sumido en aquel hastío, recuerdo que una vez le comenté esta cuestión a uno de mis colegas. Éramos una red de observadores que de una forma u otra, abarcábamos la mayor parte o casi toda la población planetaria. Así pues, los habíamos de todo tipo y distribuidos por el mundo entero. Uno de ellos, era gran conocido mío; muchos de sus observados eran afines de los míos. Más de una vez habíamos pasado tardes enteras observando, no sólo a las personas, sino las particularidades de su entorno. Una de esas veces le pregunté, sin dar muchos rodeos, si todos los observados eran así de insulsos, parcos y rudimentarios, como eran los míos. “Con el tiempo mejoran”, fue la respuesta que obtuve y por supuesto, no me convenció. No comenté más el tema con él y sólo esperé, pero el tiempo pasaba y la cuestión de la rutina se acentuaba, casi como un rasgo de personalidad.

Entonces, una tarde de verano conocí a otro de mis colegas, aunque esta vez era un “ella”. Se llamaba Ágata. No sé por qué pero se viene a mi memoria su belleza, aunque en ese momento ella era una más del grupo. Sí, recuerdo particularmente eso: era muy hermosa y poseía un brillo muy particular. Luego de varios encuentros en los que nuestros observados coincidían, tomé coraje y le hice la pregunta que rondaba desde siempre en mi cabeza. Me respondió, observando a las personas que curiosamente se abrazaban, algo que abrió la puerta a mi desventura actual. “Si te esforzás y superás esa cuestión inherente a sus rutinas, a sus pequeñeces, te vas a dar cuenta, no sólo de que son seres muy interesantes, sino que les suceden cosas muy profundas”, a lo cual le pregunté, “¿Cosas muy profundas? No entiendo…”

“Cuando encuentres una de esas situaciones, lo vas a entender…”, y me dejó con algo raro en el pecho. Algo que tuve que resolver, por supuesto. Ustedes verán, yo soy muy responsable y comprometido con cualquier situación que se me presenta y este enigma, que ella había instalado en mi espíritu, debía ser resuelto. Y de inmediato.

Acto seguido comencé a observar más de cerca a mis sujetos. No sólo los observaba sino que los seguía incluso dentro de sus pequeñas vidas arriesgando mi anonimato y corriendo el riesgo de exponer a todos los que formábamos parte de aquella tremenda empresa. Al principio, nada sucedió y ya comenzaba a descreer de Ágata, hasta que un día, algo se presentó. Uno de mis observados, en realidad una joven mujer, pasó por una de esas situaciones de las que Ágata se refería. Una mañana en la que ella llevaba a sus hijos a la escuela, la observé con mayor detenimiento y algo llamó mi atención. Fue entonces, cuando me percaté de que estaba demacrada como si hubiese envejecido aceleradamente. Y lo que yo recordaba de ella era que se trataba de una bella mujer, rozagante y alegre. La pregunta apareció haciéndose obvia: ¿por qué estaba así, desmejorada y casi apagada? Y la respuesta era simple: algo había sucedido. Intenté averiguar de qué se trataba, pero al poco tiempo de seguir sus pasos, ella dejó de moverse. Estuvo más tiempo en su casa, abandonó su trabajo, sus hijos quedaron al cuidado de su hermana y un día, así sin más, murió. Lo peor de todo fue que esa simple desaparición física afectó, como en una especie de dominó en picada, la vida de varias personas: sus hijos dejaron de sonreír y su marido se sumió en algo que ellos llaman depresión. Esa cosa, la depresión, lo afectó tanto que un día gris y lluvioso, tomó un revolver y se quitó su propia vida. Yo observé cada acción sin poder hacer nada. Esa bala que lo atravesó dejándolo sin vida, la sentí atravesando mi existencia que, ahora, parecía diminuta e insignificante. ¿Cómo era posible? ¿Qué era esta ausencia que provocaba que alguien no deseara estar más en el mundo? Algo se coló en mi inconsciente. Sí, tengo un inconsciente aunque al principio no pareciese.

Luego de observar aquella situación en detalle, y sobre todo al sentir la muerte del hombre por sus propias manos, apareció un concepto que me perturbó: mis observados eran seres frágiles. Y no sólo me refiero a la fragilidad física, sino la de sus almas. Esa era la cuestión profunda a observar. Al aparecer, la forma en que ellos entendían su creación –sumado a lo que denominaban alma-, era algo pesado de cargar. Y junto con sus conciencias (más complejas que la mía, por supuesto) era una mezcla que en muchos casos detonaba como miles de bombas, dejando sólo destrucción y ausencia por doquier.

Una vez descubierta aquella situación, sólo pude observar más en detalle, aunque algo comenzaba a gestarse en mí. Con todo, aquello de involucrarme más y más sólo empeoró mi situación porque entendí y sentí cada detallito de sus asombrosas vidas. Vi enfermedades, muertes, nacimientos, alegrías y tristezas. Pero también entendí que aquello que se gestaba en mí era la imposibilidad de hacer algo. Noté que me costaba horrores recuperarme de sus pérdidas, de sus dolores existenciales, de sus muertes. Es así que comencé a buscar patrones. Ustedes se preguntarán ¿patrones de qué? Bueno, patrones de comportamiento con sus respectivas consecuencias. Si observaba una conducta y ésta terminaba en la muerte de ese sujeto, intentaba que otros individuos no lo repitieran. Pero, aun así, cosas malas y aberrantes sucedían y eran altamente estresantes. La anticipación y la posterior desaparición de las personas a las que me había encariñado al observar, me destruía.

Entonces, una mañana decidí hablar con mi jefe. Nadie lo hacía a menos que fuese estrictamente necesario. Y yo lo consideré de esa manera.
—Es decisión de ellos el cómo vivir y morir… —me dijo luego de que le expusiese el tema de forma no muy convincente. De alguna forma, él lograba intimidarme como al resto, a pesar de que todos sabíamos de su extrema bondad y preocupación.
La realidad era que él marcaba las reglas y yo, con mis planteos y dudas, lo estaba desafiando. Le estaba diciendo, de una forma algo rebuscada y poco consistente, que lo que él había establecido tenía fallas.
—Pero podemos evitarlo…sólo si ellos nos viesen, nos escuchasen…si pudiéramos influenciarlos o siquiera avisarles…
—El libre albedrío es algo que ellos mismos se ganaron. Bien, mal, no interesa. Lo cierto es que no podemos intervenir.
—Pero…
—No hay peros… es la vida que debe ser de esa manera

Debería haberme ido de allí luego de esa frase. Pero mi ceguera, mis ansias de cambiar todo, de hacer justas las leyes del universo, hicieron que cometiese varios pecados a la vez: soberbia, ira, vanidad….

Lo último que recuerdo de aquella conversación fue un estruendo, un dolor y la pérdida definitiva de mis alas.

Mientras caía a la Tierra, en una bola de luz brillante y caliente, las palabras de mi jefe repiqueteaban en mi cabeza: “Aprenderás de primera mano lo que es el libre albedrío…y sabrás, de esa manera, que la libertad incide en poder elegir cada uno de tus pasos, aceptando las consecuencias de ello”. 

Ese día, me convertí en humano.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014

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