Elena entró a la habitación. Sus miradas
se cruzaron brevemente. Él extendió su brazo, como siempre y ella sólo oprimió
el émbolo.
Se habían conocido cuarenta años
atrás. Ella lo sentía eterno. Cuando alguien preguntaba, ellos contaban que
había sido amor a primera vista, aunque lo cierto fue que él necesitaba a
alguien que reemplazara a su mamá y ella, bueno no había una fila de hombres
esperando por su mano. Era la época en que ser soltera venía con diferentes
motes.
Y de esa manera, una mañana de abril
dieron el “si”. Ella se convirtió en sacrificada ama de casa. Él… él trabajaba demasiado.
Sin embargo, Elena no sabía a qué se dedicaba su esposo, aunque tampoco
preguntaba. Eso era algo que su madre le había enseñado: no preguntar, estar
con una sonrisa cuando el esposo llegase luego de una extenuante jornada de
trabajo y siempre estar disponible. “¿Para qué?”, le había preguntado ella una
vez. “Ya sabrás”, fue la única respuesta que obtuvo.
Y lo supo. Su primera vez fue con él,
a la semana más o menos, de casados. Porque la borrachera del casorio se extendió
más de lo debido. “Es el estrés”, dijo su padre y ella se preguntó ¿el estrés
de qué? Sin embargo no había repuesta para eso tampoco. Esa noche, como las
anteriores, ella se puso el camisón de encajes que había elegido con su mamá
para la noche de bodas. Se recostó en la cama y esperó. Esta vez, él solo se
sacó la ropa y la revoleó por ahí mientras que Elena solo podía pensar en que
al día siguiente debería ordenar todo. Quizás de esa manera, concentrándose en
la limpieza, no sentiría tanto terror. Aunque el miedo la invadía en cada
rincón. Sin mediar palabra, él expuso su humanidad ante ella. No hubo besos ni
caricias. Solo el aliento a alcohol rancio y un dolor entre sus piernas como
jamás había sentido.
“Relajate un poco”, dijo, quizás
porque se le dificultaba la tarea. Pero nada más. No un te amo, no un sos mi vida.
Nada. Hizo lo suyo con estrepitoso ruido y ella, callada y quieta, solo deseó
que terminara cuanto antes.
“Andá a lavarte”, le dijo con
brusquedad y Elena hizo caso. Caminó descalza y adolorida, mientras que su
pierna chorreaba sangre. Se encerró en el baño durante largo rato y lloró mientras
que deseó estar muerta. Pero eso no iba a pasar. Cuando salió del baño, él
roncaba como si todo aquello hubiese sido de lo más natural. Y quizás así debía
ser: dolor y sumisión para Elena que se acostó en el extremo opuesto de la cama
intentando no tocarlo. Porque le repugnaba ese ser que descansaba junto a ella.
Los años pasaron y mientras Elena se
convertía en la sobra de lo que había sido, los hijos llegaron uno tras otro.
Ella no los deseaba, sólo venían y los atendía. Pero jamás le habían preguntado
si quería ser madre. Y quizás la respuesta hubiese sido no. No de esa manera,
no con él. Pero así y todo, ella los amó y cuidó como pudo. Mientras que su
esposo se dedicaba a lo suyo y el abismo que siempre estuvo, creció.
Mientras Elena se debatía en la
extenuante cotidianeidad, el alcohol se convirtió en el compañero de los fines
de semana de su marido, además de cuanta mujer se dejase tocar. Ella sabía lo que
decían por ahí: “Es una frígida”, “Es una amargada”, pero Elena hacía oídos
sordos ante tanto desprecio. Lo peor de todo era que, a pesar de eso, él
continuaba con sus abusos. Y eran abusos, porque ella así lo vivía. Elena jamás
pudo decir si le gustaba o no. Ni siquiera si estaba de humor para hacerlo. No.
Los jueves por la noche él se acercaba y le abría las piernas. Ella aguantaba y
nada más. Luego Elena se encerraba en el baño, como la primera vez, y esperaba
a que él se durmiese.
Una sola vez ella se atrevió a
cuestionar sus modos. Fue una noche de verano, en la fiesta de su cumpleaños.
Elena cumplía 40 y habían invitado a la familia y los amigos. Por primera vez
en mucho tiempo, ella la estaba pasando bien. Pero duraría poco. Había llegado
el momento de soplar las velas y él no estaba. “Debe estar fumando afuera”,
dijo nerviosa y lo fue a buscar. Fue hasta el fondo de la casa, pero no había
nadie. Estaba por volverse, cuando sintió ruidos en el galpón. Le hubiera hecho
caso a su corazón, a su palpitar premonitorio. Pero siguió los ruidos y vio con
asco lo que sabía que sucedía siempre.
Se sintió insultada, basureada como
esposa y como mujer. Y lo peor de todo, traicionada por una de sus amigas.
Esa noche lo confrontó: “Sos una
basura de hombre”, le dijo llorando mientras temblaba como una hoja por el
terror. De repente, y casi sin que ella pudiese reaccionar, el puño cerrado de
su esposo impactó en su rostro. Ella cayó de espaldas y por un segundo todo el
mundo tembló. Ahí tirada como estaba, hubiese deseado que la cosa terminase
pero no, ese era apenas el inicio. Luego del golpe su propio marido la violó.
“¿Esto es lo que querés?” le preguntaba mientras ella, atontada lloraba debajo
pidiendo por favor que la dejase. “Me estabas celando querida… así que ahora no
te quejes”, le gritaba mientras arremetía en ella una y otra vez.
Unas cuantas horas después, él se
durmió sobre ella y como pudo Elena se lo sacó de encima. Debajo de la ducha
lloró y se juró que esa situación cambiaría aunque no sabía cómo.
A la mañana siguiente, mientras se
colocaba hielo en la cara pensó en irse con los chicos. Tomaría unas cuantas
cosas de ellos, las pondría en un bolso y luego de la escuela se irían. Pero ¿a
dónde? No tenía trabajo, su familia estaba lejos y la realidad era que no
quería volver con su madre que, vieja y enferma como estaba, le diría que era
una inservible como siempre. No. No estaba preparada para ese retroceso.
Sin embargo, los días y los meses la
atraparon entre deliberaciones sobre su futuro y la certidumbre de que estaría
atada a ese ser por siempre. Cada noche
hacía tareas de más para no acostarse con él. Y se dormía llorando. Aunque no
los jueves, que debía estar dispuesta para él.
Los años continuaron su curso hasta
que una tarde en la que ella preparaba el mate, algo pasó. Un ruido seco tomó
por sorpresa a Elena que sintió como si una bolsa de papas hubiese caído al
suelo bruscamente, aunque tenía más que claro que eso no era lo que estaba
sucedido. Despacio, como previendo aquello con lo que se iba a encontrar, giró
sobre sus talones y ahí lo vio, tendido en el suelo, casi inconsciente. Por un
segundo no atinó más que a mirarlo, en silencio con el mate en la mano mientras
que él cambiaba de color segundo a segundo. Su cara redonda y para ella ahora
más desagradable, pasó de un blanco pálido a un azul violáceo y lo peor: él
respiraba cada vez con mayor dificultad. Y Elena, observaba parada, inmutable.
Durante un instante, una fracción de
segundo que parecía una eternidad, Elena dudó en hacer algo. Quizás si lo
dejase así, su martirio, su calvario cotidiano terminase de una vez por todas.
Pero luego, su estúpido sentido de la moralidad la hizo reaccionar. “En la
salud y en la enfermedad”, se dijo y con calma llamó a una ambulancia. “Mi
marido se muere”, dijo en tono neutro y sin derramar una lágrima. Se sentó en
una silla y esperó a que la ambulancia llegase. No lo tocó, casi ni lo miró.
Solo permaneció ahí en silencio.
Un mes y medio. Cuarenta y cinco días
de paz y calma, rodearon a Elena que comenzó a acostumbrarse a aquel sosiego.
Aunque su corazón sabía que la oscuridad y el doblegamiento volverían en
cualquier momento.
Y así fue que una tarde él volvió con
demandas de enfermo. Y Elena se convirtió en esclava del tirano que había
estado cerca de la muerte. Quizás los votos matrimoniales tenían algo que ver,
pero lo que sí ponía tensa a Elena era la probabilidad. ¿Recordaría él que no
lo había llorado?, se preguntaba asustada cada vez que le daba la medicación a
su marido. ¿Recordaba la duda, la distancia y la falta de compasión que le había
profesado? Elena no estaba segura de eso, y aunque él no le reclamó nada, cada
día sentía la presión y el terror se transparentaba en su rostro y era
aprovechado por él, que la tiranizó más y más. Y bajo aquella presión, en la
cabeza de Elena oscuros pensamientos se instalaron y tomaron forma. Una forma
que, al principio, ni la propia Elena se atrevía a dar.
Primero aparecieron sueños que cada
noche la invadían. Lo imaginaba muerto colgado de una cuerda, con la lengua a
medio salir y el rostro azul como cuando se había descompensado. Y lo que más
asombraba a Elena era que eso no le pesaba. Esos sueños no la martirizaban,
sino todo lo contrario le daban cierta sensación de poder y satisfacción.
Entonces comenzó a preguntarse ¿qué
pasaría si…?
Elena era la que manejaba la medicación,
la dieta, las actividades, todo lo concerniente a la salud de su esposo. Su
abnegación como esposa y madre provocaba cierta confianza. Una confianza que
ella jamás se había atrevido a quebrantar.
Pero la vida cambia a las personas. Y
lo hizo con Elena que un día se decidió y comenzó a aumentar la dosis de
ciertos medicamentos. Un tranquilizante de más, un poco más de insulina, menos
medicación para el corazón. Sin embargo, su esposo era duro, era un roble ahora
que se había recuperado. Y Elena no se animaba a ir por más. Tenía terror de
que él se diera cuenta de sus elucubraciones y por un tiempo decidió dejarlo
pasar. Ese tiempo se convirtió en casi un año, mientras que la cabeza de Elena
no paraba y la vida continuaba.
Una tarde en la que su hijo mayor los
visitaba con su esposo y su pequeño bebé, Elena sintió que ciertas cosas se
acomodaban. Era la hora del mate y los cuatro hablaban del bebé y los cuidados.
Elena por un instante había olvidado sus penas y ahora que era abuela se había
prometido ser feliz para ese pequeño ser que había llegado al mundo. Sin
embargo lo vio. Observó en su hijo la impronta del monstruo que era su padre y
vio en su nuera la desesperanza y la amargura de ella misma. Y el dolor se
instaló en su pecho. Las horas pasaban y cada martirio de su vida lo vio en esa
joven mujer. A pesar de que ella intentó evitar que sus hijos vieran, a pesar
de que los amó y les dio todo lo que pudo para que fuesen diferentes, había
fracasado.
El corazón de Elena tamborileó
peligrosamente y una garra aprisionó su pecho. Pero resistió como siempre había
hecho. Resistió y puso una sonrisa donde siempre hubo dolor e ilusión donde
hubo desesperanza. Entonces cuando todos se fueron, cuando su esposo descansaba
tomó la jeringa de insulina y con ella, la decisión más importante de su vida:
la de liberarse.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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