viernes, 10 de abril de 2015

Decisiones









Elena entró a la habitación. Sus miradas se cruzaron brevemente. Él extendió su brazo, como siempre y ella sólo oprimió el émbolo.  

Se habían conocido cuarenta años atrás. Ella lo sentía eterno. Cuando alguien preguntaba, ellos contaban que había sido amor a primera vista, aunque lo cierto fue que él necesitaba a alguien que reemplazara a su mamá y ella, bueno no había una fila de hombres esperando por su mano. Era la época en que ser soltera venía con diferentes motes. 

Y de esa manera, una mañana de abril dieron el “si”. Ella se convirtió en sacrificada ama de casa. Él… él trabajaba demasiado. Sin embargo, Elena no sabía a qué se dedicaba su esposo, aunque tampoco preguntaba. Eso era algo que su madre le había enseñado: no preguntar, estar con una sonrisa cuando el esposo llegase luego de una extenuante jornada de trabajo y siempre estar disponible. “¿Para qué?”, le había preguntado ella una vez. “Ya sabrás”, fue la única respuesta que obtuvo. 

Y lo supo. Su primera vez fue con él, a la semana más o menos, de casados. Porque la borrachera del casorio se extendió más de lo debido. “Es el estrés”, dijo su padre y ella se preguntó ¿el estrés de qué? Sin embargo no había repuesta para eso tampoco. Esa noche, como las anteriores, ella se puso el camisón de encajes que había elegido con su mamá para la noche de bodas. Se recostó en la cama y esperó. Esta vez, él solo se sacó la ropa y la revoleó por ahí mientras que Elena solo podía pensar en que al día siguiente debería ordenar todo. Quizás de esa manera, concentrándose en la limpieza, no sentiría tanto terror. Aunque el miedo la invadía en cada rincón. Sin mediar palabra, él expuso su humanidad ante ella. No hubo besos ni caricias. Solo el aliento a alcohol rancio y un dolor entre sus piernas como jamás había sentido. 

“Relajate un poco”, dijo, quizás porque se le dificultaba la tarea. Pero nada más. No un te amo, no un sos mi vida. Nada. Hizo lo suyo con estrepitoso ruido y ella, callada y quieta, solo deseó que terminara cuanto antes. 

“Andá a lavarte”, le dijo con brusquedad y Elena hizo caso. Caminó descalza y adolorida, mientras que su pierna chorreaba sangre. Se encerró en el baño durante largo rato y lloró mientras que deseó estar muerta. Pero eso no iba a pasar. Cuando salió del baño, él roncaba como si todo aquello hubiese sido de lo más natural. Y quizás así debía ser: dolor y sumisión para Elena que se acostó en el extremo opuesto de la cama intentando no tocarlo. Porque le repugnaba ese ser que descansaba junto a ella. 

Los años pasaron y mientras Elena se convertía en la sobra de lo que había sido, los hijos llegaron uno tras otro. Ella no los deseaba, sólo venían y los atendía. Pero jamás le habían preguntado si quería ser madre. Y quizás la respuesta hubiese sido no. No de esa manera, no con él. Pero así y todo, ella los amó y cuidó como pudo. Mientras que su esposo se dedicaba a lo suyo y el abismo que siempre estuvo, creció. 

Mientras Elena se debatía en la extenuante cotidianeidad, el alcohol se convirtió en el compañero de los fines de semana de su marido, además de cuanta mujer se dejase tocar. Ella sabía lo que decían por ahí: “Es una frígida”, “Es una amargada”, pero Elena hacía oídos sordos ante tanto desprecio. Lo peor de todo era que, a pesar de eso, él continuaba con sus abusos. Y eran abusos, porque ella así lo vivía. Elena jamás pudo decir si le gustaba o no. Ni siquiera si estaba de humor para hacerlo. No. Los jueves por la noche él se acercaba y le abría las piernas. Ella aguantaba y nada más. Luego Elena se encerraba en el baño, como la primera vez, y esperaba a que él se durmiese. 

Una sola vez ella se atrevió a cuestionar sus modos. Fue una noche de verano, en la fiesta de su cumpleaños. Elena cumplía 40 y habían invitado a la familia y los amigos. Por primera vez en mucho tiempo, ella la estaba pasando bien. Pero duraría poco. Había llegado el momento de soplar las velas y él no estaba. “Debe estar fumando afuera”, dijo nerviosa y lo fue a buscar. Fue hasta el fondo de la casa, pero no había nadie. Estaba por volverse, cuando sintió ruidos en el galpón. Le hubiera hecho caso a su corazón, a su palpitar premonitorio. Pero siguió los ruidos y vio con asco lo que sabía que sucedía siempre. 

Se sintió insultada, basureada como esposa y como mujer. Y lo peor de todo, traicionada por una de sus amigas.
Esa noche lo confrontó: “Sos una basura de hombre”, le dijo llorando mientras temblaba como una hoja por el terror. De repente, y casi sin que ella pudiese reaccionar, el puño cerrado de su esposo impactó en su rostro. Ella cayó de espaldas y por un segundo todo el mundo tembló. Ahí tirada como estaba, hubiese deseado que la cosa terminase pero no, ese era apenas el inicio. Luego del golpe su propio marido la violó. “¿Esto es lo que querés?” le preguntaba mientras ella, atontada lloraba debajo pidiendo por favor que la dejase. “Me estabas celando querida… así que ahora no te quejes”, le gritaba mientras arremetía en ella una y otra vez. 

Unas cuantas horas después, él se durmió sobre ella y como pudo Elena se lo sacó de encima. Debajo de la ducha lloró y se juró que esa situación cambiaría aunque no sabía cómo.
A la mañana siguiente, mientras se colocaba hielo en la cara pensó en irse con los chicos. Tomaría unas cuantas cosas de ellos, las pondría en un bolso y luego de la escuela se irían. Pero ¿a dónde? No tenía trabajo, su familia estaba lejos y la realidad era que no quería volver con su madre que, vieja y enferma como estaba, le diría que era una inservible como siempre. No. No estaba preparada para ese retroceso. 

Sin embargo, los días y los meses la atraparon entre deliberaciones sobre su futuro y la certidumbre de que estaría atada a ese ser por siempre.  Cada noche hacía tareas de más para no acostarse con él. Y se dormía llorando. Aunque no los jueves, que debía estar dispuesta para él.
Los años continuaron su curso hasta que una tarde en la que ella preparaba el mate, algo pasó. Un ruido seco tomó por sorpresa a Elena que sintió como si una bolsa de papas hubiese caído al suelo bruscamente, aunque tenía más que claro que eso no era lo que estaba sucedido. Despacio, como previendo aquello con lo que se iba a encontrar, giró sobre sus talones y ahí lo vio, tendido en el suelo, casi inconsciente. Por un segundo no atinó más que a mirarlo, en silencio con el mate en la mano mientras que él cambiaba de color segundo a segundo. Su cara redonda y para ella ahora más desagradable, pasó de un blanco pálido a un azul violáceo y lo peor: él respiraba cada vez con mayor dificultad. Y Elena, observaba parada, inmutable.

Durante un instante, una fracción de segundo que parecía una eternidad, Elena dudó en hacer algo. Quizás si lo dejase así, su martirio, su calvario cotidiano terminase de una vez por todas. Pero luego, su estúpido sentido de la moralidad la hizo reaccionar. “En la salud y en la enfermedad”, se dijo y con calma llamó a una ambulancia. “Mi marido se muere”, dijo en tono neutro y sin derramar una lágrima. Se sentó en una silla y esperó a que la ambulancia llegase. No lo tocó, casi ni lo miró. Solo permaneció ahí en silencio.  

Un mes y medio. Cuarenta y cinco días de paz y calma, rodearon a Elena que comenzó a acostumbrarse a aquel sosiego. Aunque su corazón sabía que la oscuridad y el doblegamiento volverían en cualquier momento. 

Y así fue que una tarde él volvió con demandas de enfermo. Y Elena se convirtió en esclava del tirano que había estado cerca de la muerte. Quizás los votos matrimoniales tenían algo que ver, pero lo que sí ponía tensa a Elena era la probabilidad. ¿Recordaría él que no lo había llorado?, se preguntaba asustada cada vez que le daba la medicación a su marido. ¿Recordaba la duda, la distancia y la falta de compasión que le había profesado? Elena no estaba segura de eso, y aunque él no le reclamó nada, cada día sentía la presión y el terror se transparentaba en su rostro y era aprovechado por él, que la tiranizó más y más. Y bajo aquella presión, en la cabeza de Elena oscuros pensamientos se instalaron y tomaron forma. Una forma que, al principio, ni la propia Elena se atrevía a dar. 

Primero aparecieron sueños que cada noche la invadían. Lo imaginaba muerto colgado de una cuerda, con la lengua a medio salir y el rostro azul como cuando se había descompensado. Y lo que más asombraba a Elena era que eso no le pesaba. Esos sueños no la martirizaban, sino todo lo contrario le daban cierta sensación de poder y satisfacción.
Entonces comenzó a preguntarse ¿qué pasaría si…?

Elena era la que manejaba la medicación, la dieta, las actividades, todo lo concerniente a la salud de su esposo. Su abnegación como esposa y madre provocaba cierta confianza. Una confianza que ella jamás se había atrevido a quebrantar.

Pero la vida cambia a las personas. Y lo hizo con Elena que un día se decidió y comenzó a aumentar la dosis de ciertos medicamentos. Un tranquilizante de más, un poco más de insulina, menos medicación para el corazón. Sin embargo, su esposo era duro, era un roble ahora que se había recuperado. Y Elena no se animaba a ir por más. Tenía terror de que él se diera cuenta de sus elucubraciones y por un tiempo decidió dejarlo pasar. Ese tiempo se convirtió en casi un año, mientras que la cabeza de Elena no paraba y la vida continuaba. 

Una tarde en la que su hijo mayor los visitaba con su esposo y su pequeño bebé, Elena sintió que ciertas cosas se acomodaban. Era la hora del mate y los cuatro hablaban del bebé y los cuidados. Elena por un instante había olvidado sus penas y ahora que era abuela se había prometido ser feliz para ese pequeño ser que había llegado al mundo. Sin embargo lo vio. Observó en su hijo la impronta del monstruo que era su padre y vio en su nuera la desesperanza y la amargura de ella misma. Y el dolor se instaló en su pecho. Las horas pasaban y cada martirio de su vida lo vio en esa joven mujer. A pesar de que ella intentó evitar que sus hijos vieran, a pesar de que los amó y les dio todo lo que pudo para que fuesen diferentes, había fracasado. 

El corazón de Elena tamborileó peligrosamente y una garra aprisionó su pecho. Pero resistió como siempre había hecho. Resistió y puso una sonrisa donde siempre hubo dolor e ilusión donde hubo desesperanza. Entonces cuando todos se fueron, cuando su esposo descansaba tomó la jeringa de insulina y con ella, la decisión más importante de su vida: la de liberarse.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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