“¿Sos feliz?”, dice. Son muchas las
veces que ella le hace la misma pregunta. Realmente le importa que su familia
sea feliz. Le preocupa que su esposo o su hijo no estén bien. Le teme al
silencio, en realidad.
Él deja lo que está haciendo y le
hace una sonrisa. Generalmente le responde que sí. Cuando las cosas marchan más
o menos, solo es la sonrisa. Ella lo sabe y se esfuerza.
Ella espera. Espera porque la
pregunta vuelva, espera que él se haga eco de esa inquietud. Aunque espera en
vano. La pregunta no llega. Él le responde que sí y vuelve a lo que estaba
haciendo. Como siempre. “Quizás no lo hace de malo”, piensa. Quizás da por
sentado que las cosas están bien, que la felicidad junto a él es implícita.
Pero la ausencia de la pregunta deja huellas, rastros en el corazón de ella que
día a día construye la felicidad ajena.
Y ¿si no le importa? Eso es lo que
más la hiere. Incluso la aterra. Porque si no le importase y ella se esfuerza…
¿dónde los deja? ¿Dónde están como pareja? ¿Cómo familia?
El camino que recorrieron es largo y
por supuesto hubo bajos. Pero esas depresiones, por pequeñas que hubiesen sido,
ayudaron a que se valorasen los momentos de plenitud, de alegría. Al menos así
fue para ella que mira a su esposo y luego a su hijo intentando descifrar sus
pensamientos.
El pequeño ahora juega solo con sus
juguetes y eso trae armonía. La tranquiliza y la inunda de miles de
sensaciones. Pero hubo tormentas. Momentos donde los sentimientos de ella
estuvieron puestos a tensión. Momentos donde lloró y rió casi a la vez. Porque
nadie le explicó como era ser madre, no. Jamás nadie le contó la explosión de emociones
encontradas que iba a sentir. Y que no iba a saber qué hacer… pero sobrevivió.
La vida es determinante y continúa
siempre a pesar de todo y todos. A pesar de ella que es una sobreviviente de
sus sentires, de sus pensamientos, de su propia vida.
Asique la felicidad, según su visión,
es como el tiempo: un estado relativo como decía Einstein. Y se contenta con
ese descubrimiento, chiquito pero descubrimiento al fin. Lo atesora y lo guarda
en su corazón para tenerlo a mano la próxima vez que flaquee o que piense en
desistir. Porque muchas veces lo pensó. Irse, correr, huir. Pero siempre algo
la ancló y fue el amor. Sí, era eso.
Sonríe. Entonces, toma un mate y
vuelve a mirar el monitor de su computadora. Él no le va a hacer la pregunta y
ella suspira resignada. “Quizás la próxima vez”, se dice. Quizás.
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
Todos los derechos reservados 2015
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