No
sé. Luego de aquella confesión entre sollozos me la quedé observando en
silencio. Estaba allí sentada en la silla del comedor, donde cada tarde
tomábamos la merienda juntas, callada y colorada. Observé su rostro, sus gestos
intentando adivinar qué pensaba. ¡Cómo si eso fuese posible! Dos minutos antes
había escuchado las palabras que siempre temí escuchar y mi alma se desgarró,
se partió en mil pedazos.
Mientras
los minutos se sucedían, el comedor de mi casa, ese que tanto había costado
construir, comenzó a desvanecerse. El cuadrito con la foto familiar se
desmaterializó frente a mis ojos, la mesa con el florero se deshizo, el piso
bien lustrado se transformó en un abismo inmenso. Las paredes, pulcramente
pintadas de blanco se tiñeron de rojo, del color carmesí de la sangre, esa que
debería derramarse ahora que había escuchado semejante confesión. Luego de la
frase dicha con temor, -seguro tenía miedo a lo que yo pensase o quizás hasta
que la juzgase- sentí que dentro de mí surgía el mal. Que esa parte acallada,
esa pequeña porción capaz de odiar y destruir, emergía con la potencia de miles
de demonios. Supe en ese segundo que si lo tenía frente a mí, sería capaz de
matarlo con mis manos. Con esas manos con las que amorosamente arropaba a mi
pequeña cada noche, las mismas que le hacían la comida. Las mismas que eran
capaces de amar y cuidar, ahora lo destruirían. Podría, de un manotazo,
arrancarle el corazón y prenderlo fuego mientras él, aún con vida, gritase. Si,
gritaría que es inocente, que ella inventó todo. Pero ¿cómo podría ella
inventarlo? Era tan pequeña, tan inocente… Solo deseaba que él sufriese, que se
revolcase, que sintiese el dolor que ahora sentía yo.
Pero
estaba paralizada. Cada porción de mi cuerpo se encontraba rígida como una
estatua de mármol. Y por más que quise, no pude moverme. Aún no. Por un segundo
me abstraje, salí de mi cuerpo y floté, y nos vi sentadas, frente a frente, en
las sillas de siempre. Quietas. Al menos yo, porque a ella le temblaban las
manos. Esas pequeñas manos que apoyaba sobre sus rodillas, con las uñas
arregladas como yo le había enseñado no hacía mucho. Con su cabello oscuro y
largo, trenzado porque era época de clases y los caminantes andaban por
doquier. Con sus pantalones cortos, esos que ya le quedaban chicos por el
estirón que había pegado el último mes, y su remera rosa, donde apenas asomaba…
¿Quién
tendría el coraje de hacerle eso? ¿Quién se atrevería a romperla? Porque estaba
rota. Si, ella ahora estaba rota para siempre. Quise gritar, putear. Salir
corriendo y estrangularlo con mis propias manos. Hacerle mucho daño. Tan solo
por esas palabras. Esas que ninguna niña debería pronunciar.
“Abrazala”,
pensé “¿por qué no la abrazás?”. Continuaba petrificada. Y ese odio que surgía
dentro de mí me ahogaba como se puede ahogar a alguien en un mar tempestuoso.
Porque ahora se había desatado una tormenta atroz en mi corazón y en mi mente
que ya no descansaría ni un minuto más. En lo único en lo que podía pensar era en
matar a ese hijo de puta. ¿Cómo no pensar en ello? ¿Cómo quedarme quieta,
impávida sin hacer nada? Algo tenía que hacer. Quería salir corriendo de allí
con un cuchillo en la mano y clavárselo en medio de su pecho una y otra y otra
vez. Pero estaba allí, inmóvil.
De
repente sentí una lágrima que se me escapaba y caía solitaria. Sería la primera
de muchas, de muchas noches de dolor que me esperarían junto a ella. De
desesperada soledad y lucha. Serían océanos de lágrimas derramadas por ambas y
todo por ese ser…
“¿Es
mi culpa?”, escuché como en un eco lejano que me sacudió como si me hubiesen
dado un cachetazo o me hubiesen arrojado un baldazo de agua helada. Levanté la
vista y la observé otra vez. Tan chiquita, tan inocente. “¡Decile algo!”, me
recriminé. No, no era su culpa. Por supuesto que ella no tenía nada que ver. Era
culpa de ese mal nacido, de ese bastardo que se aprovechó de la inocencia, de
lo puro, de mi ausencia. Mi ausencia. Yo estaba trabajando la tarde en que todo
pasó. Hacía horas extras para pagar el nuevo televisor y no había conseguido que
la niñera se quedase un rato más. Sentí que era mi culpa, sí. Por haberla
dejado dos horas sola, con mil recomendaciones pero sola. Y ahora había pasado
esto y ya no había forma de volver atrás. Ya nada sería igual. Ya no se podía
enmendar semejante ultraje hacia ella. Él era el culpable, pero yo era la que
pasaría toda una vida pidiéndole perdón. Quizás por eso no la acariciaba
¿Porque me recordaría este dolor día tras día? No podía permitirlo.
De a
poco y en cámara lenta, mi mano se desentumeció. La levanté y acaricié el rostro
de ángel de mi hija. Y en un segundo nos fundimos en un abrazo cálido y
acompañado y ella pudo llorar y yo la pude consolar.
-No,
mi bebé, no es tu culpa. Vamos, tenemos que hacer la denuncia.
Le
besé el rostro y con un nudo en la garganta y el alma destrozada nos fuimos a
la comisaría.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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