martes, 21 de julio de 2015

Círculos







La madre está dormida junto al niño. El hijo despierta. Una brisa lo toca, lo molesta, le provoca escalofríos. Aunque el pequeño desconoce de qué se trata eso. Solo la sensación de tensión en su diminuto cuerpo y algo que le dice: “Acurrucate contra mamá.” Se incorpora y la mira. Ella ni se mueve, tal vez esté muerta. ¿Por qué el niño pensaría eso? Apenas tiene tres años, pero lo piensa. La mira más de cerca. Está oscuro, pero la luz de la vereda se filtra por la ventana e ilumina la puerta del vestidor bañando parte del rostro de la mujer joven. El niño apenas puede ver un mechón de cabello de su madre, pero siente una respiración y se tranquiliza. Se acuesta otra vez, pero más cerca de ella. Algo se mueve, la puerta rechina. Una sombra. Una brisa. Unos ojos. 

Despertás y mirás a tu alrededor. Te das cuenta de que es el departamento de tu novia. Estás agitado. Tu corazón late muy fuerte y tu piel está empapada en transpiración. Ella se despierta porque siente tu estremecimiento.
―¿Otra vez la pesadilla, Tomás? ―te dice la chica acostumbrada a tus trastornos nocturnos.
―Si… no te preocupes. Seguí durmiendo. ―le decís aunque estás seguro de que tu situación con ella pende de un hilo. 

Te levantás aun temblando y vas al baño. Te lavás la cara y te mirás al espejo. “¿Otra vez?”, te preguntás intentando encontrar respuesta en el rostro demacrado que se refleja. Estás ojeroso y sabés que tu eterno padecer ha vuelto. Te había dado tregua durante un tiempo, pero ahora... ahora vuelve con fuerza. Ahora que la necesitás y que ella está distante, todo vuelve. Porque es ahora que ella tiene perfume a otro. Entonces te asustás y las noches son un tormento. No podés manejar el abandono. No con tu historia. “Es una estupidez ¿Por qué me afecta tanto?”, pensás. Aunque no hay respuesta alguna.
―¿Por qué no te hacés ver con alguien, amor? ―pregunta tu novia por la mañana, al verte alterado. 
―¿Por una estúpida pesadilla?
―Es obvio que te afecta. ¿No te interesa saber si es normal?

No lo decís, pero en realidad eso es lo que más temés. Y ese miedo tiene que ver con la historia de tu familia. En ella hay locos y delirantes, tíos internados en psiquiátricos y abuelas suicidas. ¿Por qué serías la excepción? Pero ella ve tu rostro asustado y decide por vos. Cuando te vas a trabajar, llama a su profesor el Dr. Colby y le cuenta acerca de lo que padecés noche a noche y aunque no estás presente, sabés que ella llama, que ella habla.
―Que pase mañana por mi oficina… tal vez estemos a tiempo.
Ella te aborda por la noche.
―Te saqué turno con el psiquiatra de la universidad. El Dr Colby es muy respetado… es un genio en su campo. Tiene varias técnicas famosas. Publicó libros y artículos en revistas de ciencia… además de ser mi profesor.
―Pero yo no…
―Vos no ¿qué? Estoy preocupada y no sólo por los sueños. Estás cada vez peor desde que las pesadillas comenzaron. No comés. No dormís. Si. No me mires así porque sé que no dormís hace días. Eso significa que tenés miedo de soñar lo mismo…
―Es insomnio nada más…
―Está bien. Pero este es el tema: o vas al psiquiatra o hasta aquí llegamos.
Lacena te cae como una bomba atómica: destruye tu estómago. Sabés que esa es la salida que ella está buscando desde hace tiempo. Decidís hacérsela difícil y accedés a ver al fulano. “No te vas a librar de mí así como así, mi querida”, pensás.
―Contame ¿cómo es tu sueño?― dice el doctor y vos, recostado en el diván, cerrás los ojos y comenzás a visualizar tu pesadilla. “Recordá que en cuanto sientas la necesidad, podés despertar”. Asentís y pensás en por qué no te dice lo de los chasquidos, algo bastante común en este tipo de situaciones. Vas a preguntar, pero la imagen del cuarto de tu casa se materializa de inmediato y entonces, tu corazón se acelera. 

Sentís la brisa fresca en tu rostro. Es primavera, lo sabés. La cortina se mueve. Estás acostado junto a tu madre. Pero ahora no sos pequeño, aunque te sentís desamparado como tal. Tu madre está junto a vos. “Parece muerta”, pensás, pero te serena escuchar la respiración. Algo rechina. Es la puerta del vestidor. Mirás hacia ese lugar y ves que se abre despacio. Una brisa. El terror. Una sombra.
“Enfocate en la sombra ¿es un hombre?”, escuchás y no entendés si dijiste algo en voz alta. Pero lo que te preocupa es la sensación de deja vu que aparece como cada noche al soñar con lo mismo. Tratás de relajarte y le hacés caso al doctor. Mirás la puerta y todo vuelve a empezar: la brisa, la cortina, la madre y la sombra. Intentás frenar el pensamiento, adelantarte a la acción real. Pero solo ves unos ojos vacíos y una capucha negra. 

Abrís los ojos y el psiquiatra te palmea el hombro. Un perfume te pone en alerta, pero sentís que toda esa turbación proviene del sueño. Creés que avanzaste algo. Te relajás. “Mañana continuamos”, te dice y te vas. “No te olvides la campera, Tomás” y notás una sonrisa demasiado brillante para el momento que estás viviendo. Agarrás la prenda y te vas. 

Llegás al departamento. Hay silencio, mucho. Una penumbra invade tu cabeza y se traslada al hogar. Te acostás y mirás el techo. “¿Dónde estará?” Pensás en tu novia, pero el sopor es más fuerte y te invade y llega hasta tu alma. Te tira hacia abajo, te hunde sin remedio. Movés la cabeza y ves la ventana. La cortina se mueve con suavidad. La brisa entra junto con la luz del faro que alumbra la calle. Mirás el techo, otra vez y sentís que alguien está acostado junto a vos. Creés que es ella, tu novia. “Quizás me dormí”, pensás. Pero otra vez el rechinar de la puerta. La madre que duerme junto a vos, la respiración que se hace lejana. “Parece muerta”. Querés verificar si es verdad. “Está muy blanca”, te decís. Pero la puerta se mueve y mirás hacia ese lugar y la sombra de ojos vacíos y capucha oscura aparece. El ser se detiene y te mira, te atraviesa con su mirada y continúa caminando. Sale al pasillo y vos estás seguro de que va hasta la habitación donde está tu hermano mayor. 

Sentís la palmada y abrís los ojos. “Mañana continuamos”, dice el psiquiatra. Te alcanza la campera y, desorientado, te vas al departamento y encontrás todo como la noche anterior. Deja vu. La penumbra, el vacío, la soledad. Te acostás y mirás el techo. La cortina, la brisa, tu madre. Mirás la puerta del vestidor antes de que rechine. Entonces te incorporás y caminás despacio, con dudas, hasta ese rincón de la casa. Algo se revuelve en tu estómago. “En el momento en que desees podés volver del sueño”, escuchás. ¿Acaso no estaba eso claro? Te enfocás en la puerta. Rodeás la cama. Te concentrás en tu objetivo pero mirás de reojo a tu madre. “Parece muerta” y el ángulo cambia. La palidez ahora es notoria desde el pie de la cama. Estás indeciso. No sabés si seguir hasta la puerta y encontrarte cara a cara con el motivo de tus desvelos o chequear a tu madre que yace inmóvil en la cama. Escuchás la respiración pero te das cuenta de que proviene de otro lado. No estás muy seguro de dónde pero no es de tu madre. Eso hace que te decidas. Te acercás a ella. Está con el rostro a un lado y las manos a los costados. Tiene la ropa de siempre. “Está demasiado quieta”, pensás y algo te llama la atención. Es en el piso. Eso jamás lo habías visto. Un brillo junto a algo oscuro. 

“Mañana continuamos”, dice el hombre que te da la campera y te palmea. “Pero…”, titubeás. Y el perfume que se hace más conocido. Lo mirás con desconfianza pero ya no podes volver atrás. Tenés que finalizar esto. Sin embargo, ya estás en el departamento otra vez, en la penumbra, en la soledad, en tu locura personal. Otra vez la cortina, la brisa, la madre y el brillo metálico del suelo. Sale la sombra encapuchada de ojos vacíos y lo seguís. “Es sólo un sueño”, te decís para tomar coraje. “Enfocate en la sombra”, escuchás junto a “Cuando lo desees podés volver”. ¿Estás con Colby? “No puedo volver ahora”, pensás. La sombra pasa, vas detrás. Caminás por el pasillo de la casa. En el suelo hay un bulto, pero seguís detrás del encapuchado. Está todo oscuro y helado. El tiempo está detenido. Mirás el reloj de pared: son las once de la noche. “Siempre creí que era de madrugada”. Seguís caminando y ves que la sombra sale de la casa y se encamina al patio. Da vueltas, duda. “No entiendo…”, pensás. 

Una palmada en el hombro, un “nos vemos mañana”. Tomás la campera negra que te ofrece, te la ponés y un deja vu se te instala en la cabeza, otra vez.
Llegás al departamento y te acostás vestido. La cama se hace grande sin ella. “¿Dónde estará?” El techo se abomba, te aplasta, te sofoca. Abrís los ojos y no entendés esto nuevo que ves. Todo está en sepia. “Jamás fue así”, pensás. Te levantás y mirás a tu madre. Su sangre es roja y chorrea en el piso. Eso sí tiene color. Pero no por eso entendés. No. Sabés que está muerta, al igual que tu hermano. Lo sabés porque los extrañás. Siempre te faltaron. Siempre te contaron la historia. Caminás en tu recuerdo contado, en el pasillo de tu casa. Está oscuro pero lo conocés como la palma de tu mano. Es tu casa. Donde viviste hasta tus… no podés recordar cuánto tiempo viviste ahí, con ellos. Pero pasó mucho, mucho tiempo. O eso te dijeron. Caminás. Te preguntás dónde estará el hombre de la capucha que no aparece. Salís de la casa. El cielo está despejado, la luna es gigante y blanca. Recordás que así era esa noche ¿Qué noche? No entendés estos recuerdos que aparecen. Mirás lo que te rodea. El hombre sigue sin aparecer. “¿Qué hago?”, pensás. Caminás en círculos, en el patio de la casa. Esperás la voz del psiquiatra. Tampoco aparece. Te sentís inquieto, nervioso. Tus manos transpiran. “Es un sueño”, pensás. Pero no lo parece. Te refregás las manos. Te tiemblan y no es por el frío. “¿Qué me pasa?”, decís bajito. No te atrevés a pensar. Te mirás las manos intentando encontrar una explicación y ves rojo. El mismo rojo de tu madre. “Puedo despertar cuando lo desee”, te decís. “Quiero despertar” Cerrás los ojos y lo deseás. Pensás en tu novia, está borrosa. Una sonrisa de ella que no entendés. “El doctor Colby hace experimentos con la mente humana”, recordás una conversación. No. Ella es incapaz de engañarte así. “Es su salida”, pensás con tristeza. 

Entrás a la casa. Desesperado. Escuchás un ruido. Quizás el hombre está aún allí. Tu corazón se desboca. “Voy a terminar con esto”, pensás y vas al cajón de los cubiertos. Sacás una cuchilla. Caminás otra vez por el pasillo. Está más oscuro. Una sombra aparece. Corre hasta donde estás vos y no dudás. Le clavás el cuchillo. Sentís la hoja que atraviesa la piel y la carne. La penetra fácil. Te sacás el muerto de encima y este cae en el suelo. Queda tendido contra la puerta de la habitación de tu hermano. Otra sombra. Pensás en tu madre. “¿Eran dos hombres?” Los pensamientos están desordenados. Corrés hasta la habitación y alguien desesperado choca contra tu cuerpo y tu cuchillo. Apenas se agita y enseguida es peso muerto. Es ella. Lo sabés. Desesperás. Las manos te tiemblan otra vez y lo rojo es más intenso. Y el olor a sangre te penetra, te marea. Llorás desconsolado mientras que la acostás en la cama. La acomodás junto al pequeño que duerme tranquilo, sin enterarse de nada. Acomodás su pelo y le acariciás el rostro. Pensás en el encapuchado. “Debe estar en el vestidor” Vas a ese lugar para matar al asesino. “¿Qué asesino?”, escuchás. Entrás y una oscuridad pesada te invade. Tu corazón se desboca. Odiás ese lugar. Nada. Te encontrás llorando y dando vueltas en un vestidor vacío. 

Una brisa se filtra por la ventana. Movés la puerta del vestidor y ves el niño que te observa fijamente aterrorizado. Te mirás en el espejo de la puerta y te reconocés: las manos rojas, los ojos vacíos, la capucha oscura. Pensás en tu novia, en el perfume, en el psiquiatra. Las fichas caen, se acomodan. Y entendés que por más que desees despertar, ya nunca podrás salir de ahí. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2015

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