La madre está dormida junto al niño. El hijo despierta. Una brisa lo
toca, lo molesta, le provoca escalofríos. Aunque el pequeño desconoce de qué se
trata eso. Solo la sensación de tensión en su diminuto cuerpo y algo que le
dice: “Acurrucate contra mamá.” Se incorpora y la mira. Ella ni se mueve, tal
vez esté muerta. ¿Por qué el niño pensaría eso? Apenas tiene tres años, pero lo
piensa. La mira más de cerca. Está oscuro, pero la luz de la vereda se filtra
por la ventana e ilumina la puerta del vestidor bañando parte del rostro de la
mujer joven. El niño apenas puede ver un mechón de cabello de su madre, pero
siente una respiración y se tranquiliza. Se acuesta otra vez, pero más cerca de
ella. Algo se mueve, la puerta rechina. Una sombra. Una brisa. Unos ojos.
Despertás y mirás a tu alrededor. Te das
cuenta de que es el departamento de tu novia. Estás agitado. Tu corazón late
muy fuerte y tu piel está empapada en transpiración. Ella se despierta porque
siente tu estremecimiento.
―¿Otra vez la pesadilla, Tomás? ―te
dice la chica acostumbrada a tus trastornos nocturnos.
―Si… no te preocupes. Seguí
durmiendo. ―le decís aunque estás seguro de que tu situación con ella pende de
un hilo.
Te levantás aun temblando y vas al
baño. Te lavás la cara y te mirás al espejo. “¿Otra vez?”, te preguntás
intentando encontrar respuesta en el rostro demacrado que se refleja. Estás
ojeroso y sabés que tu eterno padecer ha vuelto. Te había dado tregua durante
un tiempo, pero ahora... ahora vuelve con fuerza. Ahora que la necesitás y que
ella está distante, todo vuelve. Porque es ahora que ella tiene perfume a otro.
Entonces te asustás y las noches son un tormento. No podés manejar el abandono.
No con tu historia. “Es una estupidez ¿Por qué me afecta tanto?”, pensás.
Aunque no hay respuesta alguna.
―¿Por qué no te hacés ver con alguien,
amor? ―pregunta tu novia por la mañana, al verte alterado.
―¿Por una estúpida pesadilla?
―Es obvio que te afecta. ¿No te
interesa saber si es normal?
No lo decís, pero en realidad eso es
lo que más temés. Y ese miedo tiene que ver con la historia de tu familia. En
ella hay locos y delirantes, tíos internados en psiquiátricos y abuelas
suicidas. ¿Por qué serías la excepción? Pero ella ve tu rostro asustado y
decide por vos. Cuando te vas a trabajar, llama a su profesor el Dr. Colby y le
cuenta acerca de lo que padecés noche a noche y aunque no estás presente, sabés
que ella llama, que ella habla.
―Que pase mañana por mi oficina… tal
vez estemos a tiempo.
Ella te aborda por la noche.
―Te saqué turno con el psiquiatra de
la universidad. El Dr Colby es muy respetado… es un genio en su campo. Tiene
varias técnicas famosas. Publicó libros y artículos en revistas de ciencia…
además de ser mi profesor.
―Pero yo no…
―Vos no ¿qué? Estoy preocupada y no
sólo por los sueños. Estás cada vez peor desde que las pesadillas comenzaron. No
comés. No dormís. Si. No me mires así porque sé que no dormís hace días. Eso
significa que tenés miedo de soñar lo mismo…
―Es insomnio nada más…
―Está bien. Pero este es el tema: o
vas al psiquiatra o hasta aquí llegamos.
Lacena te cae como una bomba atómica:
destruye tu estómago. Sabés que esa es la salida que ella está buscando desde
hace tiempo. Decidís hacérsela difícil y accedés a ver al fulano. “No te vas a
librar de mí así como así, mi querida”, pensás.
―Contame ¿cómo es tu sueño?― dice el
doctor y vos, recostado en el diván, cerrás los ojos y comenzás a visualizar tu
pesadilla. “Recordá que en cuanto sientas la necesidad, podés despertar”. Asentís
y pensás en por qué no te dice lo de los chasquidos, algo bastante común en
este tipo de situaciones. Vas a preguntar, pero la imagen del cuarto de tu casa
se materializa de inmediato y entonces, tu corazón se acelera.
Sentís la brisa fresca en tu rostro.
Es primavera, lo sabés. La cortina se mueve. Estás acostado junto a tu madre.
Pero ahora no sos pequeño, aunque te sentís desamparado como tal. Tu madre está
junto a vos. “Parece muerta”, pensás, pero te serena escuchar la respiración.
Algo rechina. Es la puerta del vestidor. Mirás hacia ese lugar y ves que se
abre despacio. Una brisa. El terror. Una sombra.
“Enfocate en la sombra ¿es un
hombre?”, escuchás y no entendés si dijiste algo en voz alta. Pero lo que te
preocupa es la sensación de deja vu
que aparece como cada noche al soñar con lo mismo. Tratás de relajarte y le
hacés caso al doctor. Mirás la puerta y todo vuelve a empezar: la brisa, la
cortina, la madre y la sombra. Intentás frenar el pensamiento, adelantarte a la
acción real. Pero solo ves unos ojos vacíos y una capucha negra.
Abrís los ojos y el psiquiatra te
palmea el hombro. Un perfume te pone en alerta, pero sentís que toda esa
turbación proviene del sueño. Creés que avanzaste algo. Te relajás. “Mañana
continuamos”, te dice y te vas. “No te olvides la campera, Tomás” y notás una
sonrisa demasiado brillante para el momento que estás viviendo. Agarrás la
prenda y te vas.
Llegás al departamento. Hay silencio,
mucho. Una penumbra invade tu cabeza y se traslada al hogar. Te acostás y mirás
el techo. “¿Dónde estará?” Pensás en tu novia, pero el sopor es más fuerte y te
invade y llega hasta tu alma. Te tira hacia abajo, te hunde sin remedio. Movés
la cabeza y ves la ventana. La cortina se mueve con suavidad. La brisa entra
junto con la luz del faro que alumbra la calle. Mirás el techo, otra vez y
sentís que alguien está acostado junto a vos. Creés que es ella, tu novia.
“Quizás me dormí”, pensás. Pero otra vez el rechinar de la puerta. La madre que
duerme junto a vos, la respiración que se hace lejana. “Parece muerta”. Querés
verificar si es verdad. “Está muy blanca”, te decís. Pero la puerta se mueve y
mirás hacia ese lugar y la sombra de ojos vacíos y capucha oscura aparece. El
ser se detiene y te mira, te atraviesa con su mirada y continúa caminando. Sale
al pasillo y vos estás seguro de que va hasta la habitación donde está tu
hermano mayor.
Sentís la palmada y abrís los ojos.
“Mañana continuamos”, dice el psiquiatra. Te alcanza la campera y, desorientado,
te vas al departamento y encontrás todo como la noche anterior. Deja vu. La
penumbra, el vacío, la soledad. Te acostás y mirás el techo. La cortina, la
brisa, tu madre. Mirás la puerta del vestidor antes de que rechine. Entonces te
incorporás y caminás despacio, con dudas, hasta ese rincón de la casa. Algo se
revuelve en tu estómago. “En el momento en que desees podés volver del sueño”,
escuchás. ¿Acaso no estaba eso claro? Te enfocás en la puerta. Rodeás la cama.
Te concentrás en tu objetivo pero mirás de reojo a tu madre. “Parece muerta” y
el ángulo cambia. La palidez ahora es notoria desde el pie de la cama. Estás
indeciso. No sabés si seguir hasta la puerta y encontrarte cara a cara con el
motivo de tus desvelos o chequear a tu madre que yace inmóvil en la cama.
Escuchás la respiración pero te das cuenta de que proviene de otro lado. No
estás muy seguro de dónde pero no es de tu madre. Eso hace que te decidas. Te
acercás a ella. Está con el rostro a un lado y las manos a los costados. Tiene
la ropa de siempre. “Está demasiado quieta”, pensás y algo te llama la
atención. Es en el piso. Eso jamás lo habías visto. Un brillo junto a algo
oscuro.
“Mañana continuamos”, dice el hombre
que te da la campera y te palmea. “Pero…”, titubeás. Y el perfume que se hace
más conocido. Lo mirás con desconfianza pero ya no podes volver atrás. Tenés
que finalizar esto. Sin embargo, ya estás en el departamento otra vez, en la
penumbra, en la soledad, en tu locura personal. Otra vez la cortina, la brisa,
la madre y el brillo metálico del suelo. Sale la sombra encapuchada de ojos
vacíos y lo seguís. “Es sólo un sueño”, te decís para tomar coraje. “Enfocate
en la sombra”, escuchás junto a “Cuando lo desees podés volver”. ¿Estás con
Colby? “No puedo volver ahora”, pensás. La sombra pasa, vas detrás. Caminás por
el pasillo de la casa. En el suelo hay un bulto, pero seguís detrás del
encapuchado. Está todo oscuro y helado. El tiempo está detenido. Mirás el reloj
de pared: son las once de la noche. “Siempre creí que era de madrugada”. Seguís
caminando y ves que la sombra sale de la casa y se encamina al patio. Da
vueltas, duda. “No entiendo…”, pensás.
Una palmada en el hombro, un “nos
vemos mañana”. Tomás la campera negra que te ofrece, te la ponés y un deja vu se
te instala en la cabeza, otra vez.
Llegás al departamento y te acostás
vestido. La cama se hace grande sin ella. “¿Dónde estará?” El techo se abomba,
te aplasta, te sofoca. Abrís los ojos y no entendés esto nuevo que ves. Todo
está en sepia. “Jamás fue así”, pensás. Te levantás y mirás a tu madre. Su
sangre es roja y chorrea en el piso. Eso sí tiene color. Pero no por eso
entendés. No. Sabés que está muerta, al igual que tu hermano. Lo sabés porque
los extrañás. Siempre te faltaron. Siempre te contaron la historia. Caminás en
tu recuerdo contado, en el pasillo de tu casa. Está oscuro pero lo conocés como
la palma de tu mano. Es tu casa. Donde viviste hasta tus… no podés recordar cuánto
tiempo viviste ahí, con ellos. Pero pasó mucho, mucho tiempo. O eso te dijeron.
Caminás. Te preguntás dónde estará el hombre de la capucha que no aparece. Salís
de la casa. El cielo está despejado, la luna es gigante y blanca. Recordás que
así era esa noche ¿Qué noche? No entendés estos recuerdos que aparecen. Mirás
lo que te rodea. El hombre sigue sin aparecer. “¿Qué hago?”, pensás. Caminás en
círculos, en el patio de la casa. Esperás la voz del psiquiatra. Tampoco
aparece. Te sentís inquieto, nervioso. Tus manos transpiran. “Es un sueño”, pensás.
Pero no lo parece. Te refregás las manos. Te tiemblan y no es por el frío.
“¿Qué me pasa?”, decís bajito. No te atrevés a pensar. Te mirás las manos
intentando encontrar una explicación y ves rojo. El mismo rojo de tu madre. “Puedo
despertar cuando lo desee”, te decís. “Quiero despertar” Cerrás los ojos y lo
deseás. Pensás en tu novia, está borrosa. Una sonrisa de ella que no entendés.
“El doctor Colby hace experimentos con la mente humana”, recordás una
conversación. No. Ella es incapaz de engañarte así. “Es su salida”, pensás con
tristeza.
Entrás a la casa. Desesperado.
Escuchás un ruido. Quizás el hombre está aún allí. Tu corazón se desboca. “Voy
a terminar con esto”, pensás y vas al cajón de los cubiertos. Sacás una
cuchilla. Caminás otra vez por el pasillo. Está más oscuro. Una sombra aparece.
Corre hasta donde estás vos y no dudás. Le clavás el cuchillo. Sentís la hoja
que atraviesa la piel y la carne. La penetra fácil. Te sacás el muerto de
encima y este cae en el suelo. Queda tendido contra la puerta de la habitación
de tu hermano. Otra sombra. Pensás en tu madre. “¿Eran dos hombres?” Los
pensamientos están desordenados. Corrés hasta la habitación y alguien desesperado
choca contra tu cuerpo y tu cuchillo. Apenas se agita y enseguida es peso
muerto. Es ella. Lo sabés. Desesperás. Las manos te tiemblan otra vez y lo rojo
es más intenso. Y el olor a sangre te penetra, te marea. Llorás desconsolado
mientras que la acostás en la cama. La acomodás junto al pequeño que duerme
tranquilo, sin enterarse de nada. Acomodás su pelo y le acariciás el rostro.
Pensás en el encapuchado. “Debe estar en el vestidor” Vas a ese lugar para
matar al asesino. “¿Qué asesino?”, escuchás. Entrás y una oscuridad pesada te
invade. Tu corazón se desboca. Odiás ese lugar. Nada. Te encontrás llorando y dando
vueltas en un vestidor vacío.
Una brisa se filtra por la ventana.
Movés la puerta del vestidor y ves el niño que te observa fijamente
aterrorizado. Te mirás en el espejo de la puerta y te reconocés: las manos
rojas, los ojos vacíos, la capucha oscura. Pensás en tu novia, en el perfume,
en el psiquiatra. Las fichas caen, se acomodan. Y entendés que por más que
desees despertar, ya nunca podrás salir de ahí.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas)
– Todos los derechos reservados 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario