Alba tomó el vaso de cristal y de un
sorbo vació el contenido color ámbar. Su esófago sintió enseguida el calor,
como un fuego que traspasó sus entrañas. No estaba acostumbrada a tomar nada
fuerte y ese… bueno, era un momento especial para tomarlo.
Miró la casa. Impecable como siempre.
Impecable a pesar de todo. Ella era prolija como primera y quizás única
cualidad, escrupulosa en sus quehaceres, detallista al máximo. Aunque ahora
pensaba ¿de qué sirvió tanta pulcritud? De nada, por supuesto. A pesar de todos
sus esfuerzos, los tres cadáveres descansaban en sus camas, cubiertos con sus
respectivas sábanas blancas. El balde con agua turbia, por la mezcla de sangre
y heces, descansaba en el lavadero junto al lampazo. En el ambiente, había un
aroma a perfume mezclado con estiércol. Pero ese olor era mejor que el de
afuera.
Ahora que la calma se había
instalado, un sollozo se le subió desde la boca del estómago. Intentó salir con
violencia pero Alba lo reprimió enseguida. Se prometió no llorar más. Ya había
derramado demasiadas lágrimas en esos días y de nada le había servido. El
llanto siempre había sido su compañero, pero en este caso deseaba estar sola.
Deseaba no sentir nada, en realidad.
Pensó en cómo estaban las cosas,
pensó “¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial?”. Aunque para esa pregunta era
tarde, como para tantas otras cosas. Porque si se hubiese dado cuenta antes,
quizás el resultado hubiese sido otro. Seguramente el mundo hubiese cambiado. O
no. Tal vez, ese pensamiento destructivo y oscuro era una forma más de
castigarse. Un tormento, un “qué hubiese pasado si…”
Miró por la ventana. Pilas y pilas de
cuerpos en las calles. El olor a podredumbre era penetrante y nauseabundo, pero
ella ya se había acostumbrado. Así como se había acostumbrado a su relativo
encierro, a su relativa felicidad, a toda su vida vivida de forma relativa; de
esa misma forma también se había acostumbrado a ver cadáveres por doquier.
Aunque jamás imaginó que todo terminaría así.
Pensó en su esposo. Él fue uno de los
primeros en partir. Con total seguridad su cuerpo estaba en la fosa común que
se armó al principio de todo. Unas semanas atrás, cuando los casos eran unos
pocos cientos, los científicos habían mandado a construir un enorme pozo
crematorio. La idea era incinerar los cadáveres, pero no hubo tiempo. Los
contagiados aumentaron exponencialmente en cuestión de horas. Y a los dos días
de él, la mitad de la población ya había perecido.
“Horrible”, murmuró.
Luego siguieron los niños. Los
propios y los ajenos. Los tres hijos de Alba fueron expirando de una forma espantosa.
Uno a uno, levantaron fiebre y se desangraron en cuestión de horas. “Pensamos
que era el Ébola. Pero ni eso mata tan rápido”, recuerda ella una conversación
de expertos en la televisión. La sangre salía por los ojos, los oídos y la
boca. Y sus hijos se retorcían en febriles convulsiones. Cuando paraban de
quejarse era porque la enfermedad ya les había quitado el espíritu, los había
vaciado.
Alba los cuidó. A cada uno de ellos
le entregó su paciencia y su amor. Mientras que por dentro ella se marchitaba,
se transformaba en una muerta en vida. En un zombi. Y así, cada uno sus hijos la
abandonó y ella transmutó a una piedra inerte.
Luego de que el más pequeño muriese,
Alba se dispuso a acomodar el desastre que había en su hogar. Con pena, y un
peso enorme en su pecho tomó el balde y detergente y limpió la sangre de sus
hijos que estaba esparcida por doquier. Horas y horas de extenuante labor
mientras que afuera los gritos de desesperación se iban calmando. Hasta que
hubo un silencio global. Entonces, luego de limpiar la casa, de acomodarlos con
prolijidad, Alba esperó que la enfermedad viniese por ella. Que se la llevase
junto a los suyos. Junto a los otros.
Los días pasaron y el mundo pereció
por completo. Y Alba quedó esperando la enfermedad. “Quizás te alimentaste de
tantos que ya no podés venir por mí”, gritó desesperada una noche. Era la
última de los humanos. La sobreviviente de un cataclismo viral. La inútil
inmune que no pudo hacer nada por nadie. Solo limpiar el despojo de una familia
destrozada.
Miró el vaso vacío. Suspiró mientras
la última lágrima recorrió su mejilla. Su dedo acarició el contorno del cristal
con suavidad y un silbido agudo apareció en el aire. Breve y único. Los ecos de
ese musical sonido se esparcieron por el mundo, sin interferencias. Alba escuchó
el mágico sonido y el silencio posterior. Y en el instante que sintió que
alguien golpeaba su puerta, supo que el veneno había surtido efecto.
Relato basado en el micro:
“Sola y su alma, de Thomas B. Aldrich:
Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie en el mundo:
todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta.”
Autor: Misceláneas (Soledad
Fernández) – Todos los derechos reservados 2015
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