sábado, 7 de noviembre de 2015

Inmune









Alba tomó el vaso de cristal y de un sorbo vació el contenido color ámbar. Su esófago sintió enseguida el calor, como un fuego que traspasó sus entrañas. No estaba acostumbrada a tomar nada fuerte y ese… bueno, era un momento especial para tomarlo. 


Miró la casa. Impecable como siempre. Impecable a pesar de todo. Ella era prolija como primera y quizás única cualidad, escrupulosa en sus quehaceres, detallista al máximo. Aunque ahora pensaba ¿de qué sirvió tanta pulcritud? De nada, por supuesto. A pesar de todos sus esfuerzos, los tres cadáveres descansaban en sus camas, cubiertos con sus respectivas sábanas blancas. El balde con agua turbia, por la mezcla de sangre y heces, descansaba en el lavadero junto al lampazo. En el ambiente, había un aroma a perfume mezclado con estiércol. Pero ese olor era mejor que el de afuera. 


Ahora que la calma se había instalado, un sollozo se le subió desde la boca del estómago. Intentó salir con violencia pero Alba lo reprimió enseguida. Se prometió no llorar más. Ya había derramado demasiadas lágrimas en esos días y de nada le había servido. El llanto siempre había sido su compañero, pero en este caso deseaba estar sola. Deseaba no sentir nada, en realidad. 


Pensó en cómo estaban las cosas, pensó “¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial?”. Aunque para esa pregunta era tarde, como para tantas otras cosas. Porque si se hubiese dado cuenta antes, quizás el resultado hubiese sido otro. Seguramente el mundo hubiese cambiado. O no. Tal vez, ese pensamiento destructivo y oscuro era una forma más de castigarse. Un tormento, un “qué hubiese pasado si…” 


Miró por la ventana. Pilas y pilas de cuerpos en las calles. El olor a podredumbre era penetrante y nauseabundo, pero ella ya se había acostumbrado. Así como se había acostumbrado a su relativo encierro, a su relativa felicidad, a toda su vida vivida de forma relativa; de esa misma forma también se había acostumbrado a ver cadáveres por doquier. Aunque jamás imaginó que todo terminaría así. 


Pensó en su esposo. Él fue uno de los primeros en partir. Con total seguridad su cuerpo estaba en la fosa común que se armó al principio de todo. Unas semanas atrás, cuando los casos eran unos pocos cientos, los científicos habían mandado a construir un enorme pozo crematorio. La idea era incinerar los cadáveres, pero no hubo tiempo. Los contagiados aumentaron exponencialmente en cuestión de horas. Y a los dos días de él, la mitad de la población ya había perecido. 


“Horrible”, murmuró.


Luego siguieron los niños. Los propios y los ajenos. Los tres hijos de Alba fueron expirando de una forma espantosa. Uno a uno, levantaron fiebre y se desangraron en cuestión de horas. “Pensamos que era el Ébola. Pero ni eso mata tan rápido”, recuerda ella una conversación de expertos en la televisión. La sangre salía por los ojos, los oídos y la boca. Y sus hijos se retorcían en febriles convulsiones. Cuando paraban de quejarse era porque la enfermedad ya les había quitado el espíritu, los había vaciado. 


Alba los cuidó. A cada uno de ellos le entregó su paciencia y su amor. Mientras que por dentro ella se marchitaba, se transformaba en una muerta en vida. En un zombi. Y así, cada uno sus hijos la abandonó y ella transmutó a una piedra inerte. 


Luego de que el más pequeño muriese, Alba se dispuso a acomodar el desastre que había en su hogar. Con pena, y un peso enorme en su pecho tomó el balde y detergente y limpió la sangre de sus hijos que estaba esparcida por doquier. Horas y horas de extenuante labor mientras que afuera los gritos de desesperación se iban calmando. Hasta que hubo un silencio global. Entonces, luego de limpiar la casa, de acomodarlos con prolijidad, Alba esperó que la enfermedad viniese por ella. Que se la llevase junto a los suyos. Junto a los otros.


Los días pasaron y el mundo pereció por completo. Y Alba quedó esperando la enfermedad. “Quizás te alimentaste de tantos que ya no podés venir por mí”, gritó desesperada una noche. Era la última de los humanos. La sobreviviente de un cataclismo viral. La inútil inmune que no pudo hacer nada por nadie. Solo limpiar el despojo de una familia destrozada.


Miró el vaso vacío. Suspiró mientras la última lágrima recorrió su mejilla. Su dedo acarició el contorno del cristal con suavidad y un silbido agudo apareció en el aire. Breve y único. Los ecos de ese musical sonido se esparcieron por el mundo, sin interferencias. Alba escuchó el mágico sonido y el silencio posterior. Y en el instante que sintió que alguien golpeaba su puerta, supo que el veneno había surtido efecto.



Relato basado en el micro:

“Sola y su alma, de Thomas B. Aldrich: Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta.”


Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

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