“¡Dios,
mío, dios mío! No sé si me estoy volviendo loco, pero es necesario que cuente
esto. Alguien tiene que saber lo que me pasa. Me encerré por mi propia voluntad
y desde aquí voy a proteger a la humanidad. Aunque dudo que alguien pueda salvarse.
”Era un
pequeño papel. Mínimo, escrito con sangre. Lo encontré en una visita a la
ciudad de piedra. Provenía de una torre abandonada. Una de esas que estaban
protegidas por el gobierno y a la que obviamente no se podía entrar. Solo se
accedía con un guía y en grupo. Por supuesto estaba determinado a verla, a
entrar y a constatar la leyenda por mí mismo.
Antes de
realizar “el golpe” como le decía yo, antes de animarme a entrar, hice unas
cuantas visitas. Siempre en conjunto, siempre rodeado de gente que pasaba y
observaba sin involucrarse, sin meterse en la historia. Y con cada visita algo
en mi interior se gestaba. Una decisión, una certeza, varios recuerdos. Mi
madre, tan presente y una leyenda antes de dormir.
—Y de esa manera, él nos
salvó a todos. Porque hay ciertas cuestiones que deben ser vedadas a los
hombres…
—Pero ¿cómo una persona sola
puede salvar a miles de millones?
—Pudo Adán ser el padre de
todos, pudo un solo ser humano salvarnos de la perdición.
Esa
conversación era tan lejana como los recuerdos de mi infancia. “Sos un ser
especial, hijo”. Adoraba a mi madre. Y como todo lo que adoré en mi vida, lo
perdí muy pronto. Vi pasar generaciones y generaciones. Crecí con esa historia
relatada por mi madre y con la incógnita de cuál sería la perdición y si se
trataba sólo de una leyenda. Pensé en mi hijo recién nacido. A él le debía la
verdad.
Luego de décadas
de investigación, luego de tomar coraje, de procesar esto de romper las reglas,
me decidí a entrar solo. ¿Qué podía perder? Luego de tanto, luego de una
eternidad de reflexión, estaba seguro de que nada. A lo sumo, sería una
decepción descubrir que todo era una mentira.
Ese día
por la tarde, salí en una excursión junto a varias personas. El camino era
sinuoso y en muchas partes inaccesible. Pero finalmente, luego de varias horas
llegamos. Al bajar, la joven guía comenzó a contar la historia del lugar. La
misma historia que había escuchado tantas veces, aunque ahora yo deseaba que
terminara rápido, que se fueran todos de ahí. Mi corazón estaba alterado, yo
estaba nervioso. Sentí que toda mi vida había sido dirigida a ese minuto único
en donde la historia sería revelada ante mí.
El mundo
a mi alrededor estaba ralentizado. Todo tardaba una eternidad. Cada palabra,
cada respiro. Era obvio: necesitaba una distracción para escabullirme e
infiltrarme en ese mágico lugar. Un cartel prohibía el paso. Así que cuando la
joven habló acaloradamente de los asesinatos ocurridos en esa torre rocosa, y
mientras todos observaban sorprendidos lo alto que ella señalaba, me escondí
detrás de unos arbustos. Luego de un rato todos se fueron y suspiré aliviado.
Tomé coraje y entré.
El sol caía
entre los cerros rodeados de nubes grises. Sabía que quedaban pocas horas de
luz por lo que me apuré. Traspasé la cadenita que contenía el cartel de “peligro”
y un escalofrío me recorrió la espalda. “No seas boludo”, me dije mientras sellé
mi destino al darme cuenta que sería imposible volver. “¿Porqué no lo pensé
antes?”, me cuestioné. En todo caso, ya era tarde para arrepentimientos.
El lugar
olía a rancio. El aire se sentía espeso y viciado. Quizás me estaba llenando de
hongos al permanecer ahí, pero necesitaba fotografiar aquella recámara. Necesitaba
sentir la leyenda en carne propia. Necesitaba vivir lo que él había padecido. “Él
nos salvó a todos”. Había sido una terrible decisión. Para él, para los suyos.
Sin embargo, para los demás era todo palabrerío. Aunque no para mí. Yo estaba
seguro. Lo sentía en mis venas: todo era real. “El fue un héroe, hijo. Nunca lo
olvides. Jamás”
Atravesé el
umbral y me sentí transportado a otra época, a una lejana y sanguinaria. Sentí
el horror del pasado colándose en mis huesos y la promesa de la fatalidad
suspirando en mis oídos. “¡Qué estupidez!”, me dije. La penumbra me envolvió
enseguida, pero esperé y cuando mis ojos se acostumbraron comencé a divisar
bultos. De repente y como si se revelase algo maravilloso y único, divisé las
paredes y el interior, una mesa y un banco de madera. La piedra tenía colores
entremezclados: verde, negro. Incluso rojo. Parecía chorrear desde arriba, como
si las paredes lloraran por el hombre y el sacrificio.
Fui hasta
la mesa y la fotografié. “Vete de aquí”, decía un grabado en la madera. No hice
caso, por supuesto y busqué la escalera. Era rudimentaria y circular. Largos
adoquines brotaban de la pared y conducían hasta lo más alto, hacia mi destino.
Miré hacia arriba. Era infinita y finalizaba en la recámara donde descansaba eternamente
el hombre. No había barandas ni nada parecido por lo que me repetí varias veces
que si me caía era mi final. Empecé a subir, escalón por escalón, con cuidado y
miedo. A medida que me alejaba del suelo, mi mente reproducía miles de
situaciones en las que yo terminaba muerto, estrellado con el cráneo partido en
dos. “Calmate ya”, me dije, pero mi mente tenía vida propia y se empecinaba en
mostrarme esas visiones horribles.
Continué
con mi ascenso. Me fui apoyando a la pared circular y áspera, a la secreción
que brotaba de la piedra y se pegaba a mis pensamientos. De tanto en tanto tuve
que detenerme por el vértigo que producía la altura y al mirar hacia abajo la
oscuridad me succionaba, o eso me parecía. Aunque lo peor no era eso. A mitad
de camino la secreción babosa que chorreaba de la pared atravesó mi ropa, mi
piel, mis huesos. “Pará de alucinar”, me dije más de una vez. Pero algo de eso
se estaba mezclando con mi esencia y a medida que el tiempo pasaba, flashes de
la habitación se aparecían en mi cabeza y se instalaban como una realidad
permanente, indeleble. Una vela, una hoja pequeña, sangre. Mucha sangre. Y con
mano titubeante alguien escribía que me alejara de allí.
“Imposible”,
me dije. Y miré hacia arriba, a mi destino. Y lo vi. Vi que debajo de la puerta
había un resplandor. “No puede ser”. Pero era. Parpadeé varias veces para
cerciorarme de que no alucinaba. Me repetí que nada de aquello podía ser
posible. Pero estaba sucediendo. Como también sucedía que lo que chorreaba de
las paredes ahora me empapaba de rojo y verde, y me transformaba con cada
segundo que permanecía allí. La oscuridad me succionaba al abismo pidiéndome
que me suicide, y el resplandor me atraía como una polilla que estúpidamente va
al calor de la llama.
Por un
segundo dudé si seguir o irme para nunca volver. “Ya estás a unos cuantos pasos,
mi querido y no hay forma de volver atrás”, escuché una voz de ultratumba y a
pesar de mi terror continué subiendo. Los escalones eran cada vez más pequeños
pero ya no me importaba. A estas alturas solo el miedo me guiaba. Y bruscamente
me sentí liviano. Sentí que el cuerpo no me pesaba, que mis pasos no eran
titubeantes. Estaba seguro de que ese líquido que me había penetrado me había
dado alguna especie de poder extraordinario. O me quería convencer de algo que
no fuese mi ineludible destino fatal. El miedo se fue apaciguando y en un
segundo estuve parado frente a la puerta. Acomodé mi cámara, limpié el lente y entré.
Lo
siguiente que recuerdo es una sombra que me tragó.
Desperté
junto a mi esposa y supe que algo horroroso pasaría si mi vida y la de mi hijo,
seguían adelante. Muerte y horror, sangre y una humanidad corrompida por la
inmortalidad. Porque mi condición se esparciría como un virus maldito en el
vientre de cada mujer que supiese lo que le depararía a su prole. Aun
perturbado tomé a mi pequeño de 2 años y aunque ella gritó y lloró me lo llevé
a la torre de piedra. “Nunca me olvides”, le dije a mi mujer, aunque no sé si
me escuchó. En la torre y luego de que el niño se durmiese, le quité la vida. Lo
asesiné con mis propias manos y con su sangre, mezclada con mis lágrimas, escribí
una advertencia: si de mí había descendencia, el mundo dejaría de ser el que
era.
Los
siglos pasaron y yo continué encerrado a pesar de que varias veces flaqueé. Me
alimenté de hongos que crecían en las paredes y pude sentir la transformación
recorriendo mis venas. Sin embargo, una noche alguien entró, atravesó el portal
y se presentó frente a mí. Apareció ahí con algo metálico en sus manos y me
apuntó. No supe qué era aunque no me importó. Vi en sus ojos algo, una chispa que
siglos atrás supe ver en mí. Me le abalancé pero lo que pasó fue extraño. En
lugar de poder tomarlo del cuello y ahorcarlo, nos fusionamos. Nos convertimos
en uno.
Ahora
somos espanto que vaga por las noches. Sé que alguien más aparecerá. Que mi
sacrificio fue en vano. Porque entendí que aquel brillo era algo que había
visto en mí la misma noche en la que mi vida se escapó de mis manos. De la
cordura cotidiana. Entendí que cuando dejé a mi joven mujer, llorando
desesperada porque me llevaba a nuestro pequeño descendiente, ella esperaba el
segundo.
Autor:
Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015
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