Dicen que hay cosas nunca se superan.
Aun cuando se es pequeño, aun cuando no hay conciencia de lo que sucede
alrededor, algo queda. Dicen que es así y Juan no es la excepción.
Él es una persona tranquila. Simple a
su manera, solitario. Por eso, Juan no
imagina el poder que tiene en sus manos. Y no lo hace porque simplemente es
algo imposible de creer. Él es una persona realista. Ateo por convicción y
temeroso de los hombres por experiencia. Y ese temor es resultado de su pasado:
sus padres habían muerto cuando él era pequeño, asesinados frentes a sus
propios ojos.
Y en Juan quedó ese dolor mezclado
con amargura y una cuota de futura venganza, escondido en un pequeño rincón de
su inconsciente.
Sin embargo los años pasaron, él
creció bien, maduró rápido. Los detalles macabros de su horrible pasado estaban
en el olvido junto a tantos otros recuerdos. Así se transformó en un adulto
hecho y derecho y al parecer, tuvo una vida plena y fructífera. Solo, pero
feliz.
Vive en la ciudad. En la misma casa
en las que sus padres habían perecido. Tiempo atrás, había logrado comprarla en
el estado original. Con los mismos muebles, con las mismas cosas de cuando era
chico. En su hogar, el tiempo está detenido y a él le parece bien. Más que
bien, en realidad. Es su burbuja en el tiempo y eso lo resguardas del mundo
real, agresivo y apurado.
Cada fin de semana, Juan descansa en
su refugio de la playa. Un maravilloso lugar en el sur. Alejado de todos. Alejado
del bullicio de la ciudad, de los vecinos molestos y de toda compañía posible.
Le gusta estar solo y, sin indagar mucho en los por qué, lo acepta con alegría
y disfruta al máximo de esos momentos.
El sol baña a Juan con su cálida luz.
Sale a caminar por la playa, a pensar en la vida, a disfrutar del maravilloso
fin de semana. Sus pies descalzos tocan la arena. El agua que en pequeñas
oleadas acaricia su piel. Es el paraíso. Y mientras camina con mucha paz en su
corazón, los minutos pasan y se transforman en horas.
Está ya muy lejos de su cabaña cuando
el sol comienza a esconderse y el viento se hace más frío. Entonces, sin que
eso lo amedrentase, se mete entre las rocas. En las cavernas naturales. Conoce
cada rincón, cada pasadizo de ese asombroso lugar. Pero así y todo, la
naturaleza siempre lo sorprende. Y esa tarde encuentra una cueva inexplorada en
sus anteriores visitas.
La gruta es enorme. Su abertura
principal, enorme como la boca de un monstruo ancestral, juega con el viento y provoca
un sonido agudo, casi como la voz de una mujer que lo invita a pasar. El sol
rebota entre las piedras y eso es suficiente como para que Juan entre sin
pensarlo demasiado. Hay en el techo, estalactitas de cristal y en el fondo se puede
escuchar el agua correr. “Hermoso”, piensa.
Camina hacia adentro unos cuántos
metros. El sol poniente le ayuda iluminando el lugar. Y esa tarde en
particular, el sol tarda más de lo debido en esconderse del todo en el
horizonte. O así le parece a Juan.
A lo lejos, un rayo de sol perdido se
topa con algo que provoca destellos de miles de colores. “Extraño”, se dice,
aunque avanza directo a ese lugar. Camina unos cuantos metros más, evitando las
rocas provenientes del techo abovedado de la cueva y llega hasta una pared
donde parece terminar todo. Incluso el mundo en sí mismo.
El mar se siente a kilómetros de
distancia. El sol apenas relampaguea y afuera hay una calma expectante.
Mientras Juan se acerca a ese brillo incrustado en la pared, el universo hace
una pausa, como si estuviese conteniendo la respiración ante lo inevitable.
Juan observa más de cerca el brillo.
Es algo incrustado en la pared. Es tan hermoso que sin pensarlo dos veces, lo
toca. En el instante en que su dedo entra en contacto con aquel objeto, el silencio
se hace absoluto y aparece una tremenda oscuridad.
A la mañana siguiente Juan despierta
pensando que aquello había sido un sueño. Uno extraño, por supuesto. Y mientras
se prepara el desayuno decide ir en busca de la cueva. Necesita saber si aquel sueño
ha sido sólo eso o tal vez un recuerdo guardado de su infancia. Tiene cierta
ilusión. La ilusión de haber estado antes en ese lugar. Quizás con su padre,
quizás con su mamá. Tal vez el tesoro
exista. Tal vez.
Sin embargo y para su sorpresa, al
observar la mesa de la cocina, ahí está el pequeño objeto. Es una botella con
una diminuta etiqueta que dice “La pura verdad”.
Juan queda hechizado por la imagen
tanto que ni se cuestiona cómo había llegado a su mesa ni se pregunta qué sería
ese objeto. En el mismo trance en el que se encuentra, toma el frasquito con
gran delicadeza, aunque con temor de romper ese artefacto milenario y observa
que dentro hay una especie de remolino. Un huracán en miniatura. Un torbellino
de arena permanente y unos cuantos rayos que dan a la imagen un aspecto
surrealista como mínimo.
Juan está maravillado con su
hallazgo. “Quizás aun estoy soñando”, piensa y convencido de eso sale con su
descubrimiento en mano para verlo mejor a la luz del sol.
Siente la calidez de la arena en sus
pies, la brisa marina en su rostro. No parece un sueño para nada. Pero no
importa ya. Eleva el frasquito y deja que un rayo de sol lo atraviese. “No
desearás esto”, escucha y se asusta. El frasquito resbala de sus manos y cae en
la arena con el peso del universo en su pequeña masa. El mar se silencia de
pronto, las nubes se detienen y la brisa se desvanece de inmediato.
Juan siente el miedo recorrer su
cuerpo. La voz parece muy real y sobre todo, la reacción de su entorno es
inexplicable.
Se despabila de las sensaciones y se
agacha para observar mejor. Se había producido un cráter de tamaño
desproporcionado en el sitio donde había caído el frasco. La arena está
derretida ahí como cuando los rayos caen en la playa. Y en el centro, su
preciado objeto brillante. Aunque ahora son dos. El otro es rojo. Intenso.
También contiene un huracán, pero diferente, con lluvia de sangre. “El mal
universal”, dice. Y no se atreve a tocarlo.
La “pura verdad” ahora es más grande
y su tapa late al ritmo del corazón de Juan. “Podés acceder a la pura verdad
destapando el frasco. Aunque no lo recomiendo”, dice la voz otra vez. Juan mira
a su alrededor aunque sabe que está completamente solo. Se repite varias veces
que esto es un sueño y agarra el frasquito de la pura verdad. El huracán es
mayor, los rayos son más grandes y ahora se puede divisar una ciudad diminuta.
“Esto es tan pero tan raro”, piensa. Y acerca el frasco a sus ojos. De
inmediato el frasco del mal universal aumenta de tamaño. “Estás por llegar a un
punto de no retorno, amigo”, dice nuevamente la voz.
Juan suspira y mira más de cerca la
verdad. Mientras, el mal aumenta y se pone más rojo. Lo que observa ya no es
una ciudad, sino un barrio. Allí hay familias, niños jugando en la calle. Es
una hermosa tarde, es primavera.
Los niños juegan en las calles. El
sol cae. Las madres llaman a sus hijos y el barrio comienza a descansar. Juan
siente en su pecho la ansiedad de una historia conocida. Siente un latir en su
cabeza y se arrepiente de haber mirado el frasco que ahora es mucho más grande.
Casi tiene el tamaño de una botella de vino. Ve su casa. La de ahora, la de
antes. Ve a su madre sentada en el sofá mirando la televisión. Ve a su padre
sacando la basura. Era tarea de hombres, lo recuerda. Y se ve a si mismo a sus
cortos 4 años jugando con un autito de colección.
Las lágrimas comienzan a brotar de
los ojos de Juan. “Ya es tarde”, dice la voz, pero Juan lo sabe. La botella del
mal se hice enorme, gigante, roja y huracanada. Unos hombres entran a la casa
de Juan. Gritan. Todos gritan. “Callensé o los mato a todos”, dice uno muy
alterado. El padre de Juan quiere defender a su familia. Es en vano. Lo golpean
hasta matarlo. Toman de los pelos a su mamá y se la llevan al cuarto de arriba.
Otro de los maleantes se queda con él. Está inquieto. Se le nota que eso no era
parte del plan. Juan está otra vez ahí dentro, en la casa, es chico. Su mamá
grita. Es desgarrador. Luego de un largo rato el silencio invade la casa. Los
tipos meten las cosas de valor en bolsas. “Ya se van”, piensa Juan. La botella
del mal está a punto de reventar. Lo traga, lo envuelve.
Uno de los ladrones le habla al otro.
Señala a Juan. Discuten. “Es un niño”, dice uno de ellos. No importa. La
botella del mal explota. El huracán de sangre invade el alma de Juan. Se
apodera de él, de sus pensamientos. La venganza brota, el mal se instala en el
mismo momento en que la bala atraviesa su pequeño corazón.
Ahora Juan va en busca de ellos.
Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) - Todos los derechos reservados 2015
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