viernes, 4 de diciembre de 2015

PINCELADAS





Camila observó sus herramientas de trabajo. Se mordió el labio inferior mientras una artística duda se instalaba en su imaginación. Siempre que tenía dudas o cada vez que quería concentrarse mucho, hacía ese gesto. Su boca quedaba muy roja, casi sangrando luego de morderse, pero ya no dolía. Ya no importaba. Sobre todo porque sabía que con ese gesto irritaba a su mamá. Sí, esa mujer odiaba cuando hacía eso. Y muchas veces Camila lo hacía a propósito. Sólo por el placer de contrariarla.

Su mano jugueteó en el aire como anticipándose, como danzando el ritual de preparación y despidiendo al lienzo blanco e inerte que tenía enfrente.  La primera pincelada siempre era la más difícil, desafiante. Era casi como elegir con quién hacer el amor para procrear el hijo más hermoso y perfecto del mundo. Era decisiva, única. Ella lo veía así, lo sentía de esa manera.

Pero para llegar a trazar la primera línea, había pasos que seguir. Un orden. Primero debía elegir el pincel. ¿Usaría uno de trazo grueso o delicado? ¿De pelo sintético o cerda? Redondo, en abanico o lengua de gato. Era difícil pensar con qué iniciaría su obra maestra. Sobre todo porque una vez comenzada ya no podría parar, ya no podría arrepentirse. Después de esa primera pincelada ya no había vuelta atrás. Solo entonces, luego de decidir el pincel, venían los colores. Había muchos para elegir aunque generalmente usaba azul. Amaba el azul. Quizás tenía que ver con las historias de niña con eso del príncipe y el “felices para siempre” que le contaba su mamá.

Ella no había tenido uno de esos finales de cuentos. Ni siquiera un principio. ¿De quién era la culpa? Camila no quería pensar en eso. Aunque su corazón tenía un nombre y era el de su madre.
Tiempo atrás, esa mujer, la misma que odiaba sus gestos, la misma que ahora le hablaba sin parar como cotorra, la había recluido en ese lugar triste y pulcro. Muy blanco. Muy aromatizado con lavandina. Muy muerto para su espíritu. Y lo único que consoló a Camila fueron las clases de pintura. Por supuesto que Camila estaba mucho más avanzada que lo que ahí le enseñaban, pero al menos pasaba horas enteras pintando. Y destruyendo luego.

Sus creaciones eran únicas y morían pronto luego de nacer. Quizás era la forma en que Camila veía su vida. Quizás ella se consideraba una muerta en vida, que apenas había tenido tiempo de florecer en el mundo de los cuerdos. Quizás nunca había vivido una vida normal y eso expresaba en sus cuadros. Pero la realidad era que ella no enunciaba nada y esos “quizás” eran probabilidades que moraban su mundo interior desconocido para su familia, para su madre.

Era lunes. El lunes posterior a las visitas. El lunes triste luego de la conversación con mamá. Luego de la negación de la realidad por parte de su madre. Para Camila, los lunes eran deprimentes. Y a pesar de que más de una vez se negó a verla, la obligaban a hacerlo. Su madre era una de esas mujeres con grandes influencias y por eso nadie le decía que no. Excepto Camila. Y por eso, cada domingo en las visitas enmudecía e imaginaba qué cuadro comenzaría a pintar el lunes.

Eran personas, siempre. Y muchas veces su madre. La pintaba en situaciones desagradables. La dibujaba con sus maravillosas curvas en momentos violentos como cayendo por las escaleras, cortándose la mano con un cuchillo, chocando el auto favorito. La pintaba como la imaginaba. Como deseaba que fuese la realidad.

Y luego el domingo la escuchaba o pretendía hacerlo. Lo que Camila no percibía eran las peripecias que la mujer pasaba cada semana. El choque de su escarabajo rosa, la caída en el trabajo, el esguince de tobillo. Ella contaba y Camila imaginaba. “No me estás escuchando, hija. Siempre te cerrás. Yo sé que me tenés rencor…”

Y sólo entonces Camila observaba a su madre con una mirada helada, con ojos vacíos de sentimientos. Y su madre se sentía amedrentada. Era la misma mirada de aquel día. La misma mirada del velorio. Los mismos ojos oscuros que Camila le dio al insinuar siquiera algo. Helados, casi asesinos. A la madre de Camila, nadie le quitaba de la cabeza que la muerte de su esposo se debía a su hija. Nadie. Y ante la duda, antes de confrontarla, prefirió encerrarla en el psiquiátrico. Prefirió aislarla antes que acusarla para descubrir que tenía razón y verla pudrirse en la cárcel. Porque era mejor no saber que confirmar. “Mucho melodrama, mamá”, le contestaba con sarcasmo Camila. Y la mujer se iba cada domingo llorando a su casa, casi arrepintiéndose de haberla traído al mundo.

Pero esta última visita había sido diferente. La mamá de Camila estaba contenta, radiante. Y su hija lo notó. Había algo maravilloso en ella y la envidió. Su madre se volvería a casar y se mudaría lejos. “Se cumplirá tu sueño, Camila: ya no vendré a verte cada domingo” y Camila la odió. Detestó a su madre porque tendría un “felices para siempre” con su príncipe azul.

Luego de escucharla, esa tarde Camila se levantó de su silla y sin un adiós, se fue. Así se despidió de su madre. Así se cargó de sentimientos y de ideas para el nuevo lienzo.

Al lunes siguiente la joven adolescente comenzó a pintar. Luego de la primera pincelada siguió otra y otra más con los distintos tonos de violeta y azul. El trance llegaba y Camila pintaba con pasión. Primero el vestido. Luego el rostro pálido, la lengua fuera de la boca de tono violáceo y una cuerda amarilla alrededor del cuello. Esta vez, con lujo de detalles, pintó a su adorada madre ahorcada en el árbol del jardín de su nueva casa. Detrás, un hombre en el suelo llorando y un arma en el pasto a punto de ser descargada.

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015


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