Camila observó sus herramientas de
trabajo. Se mordió el labio inferior mientras una artística duda se instalaba
en su imaginación. Siempre que tenía dudas o cada vez que quería concentrarse
mucho, hacía ese gesto. Su boca quedaba muy roja, casi sangrando luego de
morderse, pero ya no dolía. Ya no importaba. Sobre todo porque sabía que con
ese gesto irritaba a su mamá. Sí, esa mujer odiaba cuando hacía eso. Y muchas
veces Camila lo hacía a propósito. Sólo por el placer de contrariarla.
Su mano jugueteó en el aire como
anticipándose, como danzando el ritual de preparación y despidiendo al lienzo
blanco e inerte que tenía enfrente. La primera
pincelada siempre era la más difícil, desafiante. Era casi como elegir con
quién hacer el amor para procrear el hijo más hermoso y perfecto del mundo. Era
decisiva, única. Ella lo veía así, lo sentía de esa manera.
Pero para llegar a trazar la primera línea,
había pasos que seguir. Un orden. Primero debía elegir el pincel. ¿Usaría uno de
trazo grueso o delicado? ¿De pelo sintético o cerda? Redondo, en abanico o lengua
de gato. Era difícil pensar con qué iniciaría su obra maestra. Sobre todo
porque una vez comenzada ya no podría parar, ya no podría arrepentirse. Después
de esa primera pincelada ya no había vuelta atrás. Solo entonces, luego de
decidir el pincel, venían los colores. Había muchos para elegir aunque generalmente
usaba azul. Amaba el azul. Quizás tenía que ver con las historias de niña con
eso del príncipe y el “felices para siempre” que le contaba su mamá.
Ella no había tenido uno de esos
finales de cuentos. Ni siquiera un principio. ¿De quién era la culpa? Camila no
quería pensar en eso. Aunque su corazón tenía un nombre y era el de su madre.
Tiempo atrás, esa mujer, la misma que
odiaba sus gestos, la misma que ahora le hablaba sin parar como cotorra, la
había recluido en ese lugar triste y pulcro. Muy blanco. Muy aromatizado con
lavandina. Muy muerto para su espíritu. Y lo único que consoló a Camila fueron
las clases de pintura. Por supuesto que Camila estaba mucho más avanzada que lo
que ahí le enseñaban, pero al menos pasaba horas enteras pintando. Y
destruyendo luego.
Sus creaciones eran únicas y morían
pronto luego de nacer. Quizás era la forma en que Camila veía su vida. Quizás ella
se consideraba una muerta en vida, que apenas había tenido tiempo de florecer en
el mundo de los cuerdos. Quizás nunca había vivido una vida normal y eso
expresaba en sus cuadros. Pero la realidad era que ella no enunciaba nada y esos
“quizás” eran probabilidades que moraban su mundo interior desconocido para su
familia, para su madre.
Era lunes. El lunes posterior a las
visitas. El lunes triste luego de la conversación con mamá. Luego de la
negación de la realidad por parte de su madre. Para Camila, los lunes eran
deprimentes. Y a pesar de que más de una vez se negó a verla, la obligaban a
hacerlo. Su madre era una de esas mujeres con grandes influencias y por eso
nadie le decía que no. Excepto Camila. Y por eso, cada domingo en las visitas
enmudecía e imaginaba qué cuadro comenzaría a pintar el lunes.
Eran personas, siempre. Y muchas
veces su madre. La pintaba en situaciones desagradables. La dibujaba con sus
maravillosas curvas en momentos violentos como cayendo por las escaleras, cortándose
la mano con un cuchillo, chocando el auto favorito. La pintaba como la
imaginaba. Como deseaba que fuese la realidad.
Y luego el domingo la escuchaba o
pretendía hacerlo. Lo que Camila no percibía eran las peripecias que la mujer
pasaba cada semana. El choque de su escarabajo rosa, la caída en el trabajo, el
esguince de tobillo. Ella contaba y Camila imaginaba. “No me estás escuchando,
hija. Siempre te cerrás. Yo sé que me tenés rencor…”
Y sólo entonces Camila observaba a su
madre con una mirada helada, con ojos vacíos de sentimientos. Y su madre se
sentía amedrentada. Era la misma mirada de aquel día. La misma mirada del
velorio. Los mismos ojos oscuros que Camila le dio al insinuar siquiera algo.
Helados, casi asesinos. A la madre de Camila, nadie le quitaba de la cabeza que
la muerte de su esposo se debía a su hija. Nadie. Y ante la duda, antes de
confrontarla, prefirió encerrarla en el psiquiátrico. Prefirió aislarla antes
que acusarla para descubrir que tenía razón y verla pudrirse en la cárcel. Porque
era mejor no saber que confirmar. “Mucho melodrama, mamá”, le contestaba con
sarcasmo Camila. Y la mujer se iba cada domingo llorando a su casa, casi
arrepintiéndose de haberla traído al mundo.
Pero esta última visita había sido
diferente. La mamá de Camila estaba contenta, radiante. Y su hija lo notó.
Había algo maravilloso en ella y la envidió. Su madre se volvería a casar y se
mudaría lejos. “Se cumplirá tu sueño, Camila: ya no vendré a verte cada
domingo” y Camila la odió. Detestó a su madre porque tendría un “felices para
siempre” con su príncipe azul.
Luego de escucharla, esa tarde Camila
se levantó de su silla y sin un adiós, se fue. Así se despidió de su madre. Así
se cargó de sentimientos y de ideas para el nuevo lienzo.
Al lunes siguiente la joven
adolescente comenzó a pintar. Luego de la primera pincelada siguió otra y otra
más con los distintos tonos de violeta y azul. El trance llegaba y Camila
pintaba con pasión. Primero el vestido. Luego el rostro pálido, la lengua fuera
de la boca de tono violáceo y una cuerda amarilla alrededor del cuello. Esta
vez, con lujo de detalles, pintó a su adorada madre ahorcada en el árbol del
jardín de su nueva casa. Detrás, un hombre en el suelo llorando y un arma en el
pasto a punto de ser descargada.
Autor: Misceláneas (Soledad
Fernández) – Todos los derechos reservados 2015
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