Tomás salió de su casa como cada
tarde. Allí todos creen que él iba a una clase nocturna. En realidad su mamá es
la que cree. Son ella y él. Solos los dos. Él estudiaba ingeniería, pero un par
de meses atrás abandonó la carrera. Cada noche dice que va a estudiar pero lo
cierto es que sale a vaguear para no decir que flaqueó. Para no hacerse
cargo de sus fallas.
“Podrías buscar un laburo”, le dijo
Marcos cuando se enteró de la mentira. Marcos era un amigo y sabía que a él no
podía esconderle nada. Además cursaban juntos y la ausencia de Tomás era más
que evidente. “Cubrime, porfis”, le rogó Tomás aunque sabía que su amigo tenía
razón. Algo tenía que hacer, buscar un trabajo, confrontar a su mamá.
Pero le pesaba. La mamá de Tomás
hacía turnos dobles en la pizzería donde trabajaba hacía más de diez años en
negro. Lo hacía para que su hijito se recibiese. Tarde se dio cuenta el hijo
que esa carrera no era para él. Y en lugar de confiar en ella, en lugar de
admitir la equivocación, prefirió mentir hasta que la cosa se resolviese.
“¡No aguanto más!”, dijo Clara y
salió de su casa para no volver. Caminó sin rumbo durante horas. Se sentó en un
banco de la plaza en la misma que jugaba cuando era chica y lloró. Lloró con
amargura. Con la derrota de un matrimonio destruido, acabado.
Llevó sus manos al abdomen y palpó el
fruto amargo de su amor inexistente. “¿Y ahora que hago?”, pensó con
desesperación. En pocos días daría a luz a un niño sin nombre. A un pequeño ser
producto de un abuso, de un desgraciado encuentro con el hombre al que
erróneamente había dicho “Sí, quiero”. Y ahora no tenía a quién recurrir, no
tenía a dónde ir.
Se levantó decidida a continuar con
su huida, pero una pequeña patadita en el vientre le recordó que debería comer.
“Pero lo triste de escapar, es que uno sale sin dinero”. Miró a su alrededor en
busca de algún lugar, de alguien con buen corazón, pero su buen juicio le indicó
que a esa hora nadie le daría nada. “Voy a esperar a que anochezca y así quizás
encuentre algo”.
Esa tarde, a las 7 en punto, Tomás
debía estar en el restaurant del papá de un amigo. Empezaría a trabajar ahí,
ganaría unos mangos. Juntaría guita y ayudaría en su casa. Después, “Ojalá haya
un después”, pensó el muchacho preocupado.
staba nervioso. Nunca en su vida
había trabajado. No porque fuese un inútil sino porque su mamá no se lo
permitió jamás. “Le vas a tomar gustito a la guita y vas a dejar de estudiar”,
fue su explicación y quizás tenía razón. Pero lo cierto era que a estas
alturas, a sus veinte años Tomás era casi un niño de mamá, que poco había hecho
pero que tenía todas las ganas de hacer. Sin una profesión, sin plata, sin nada.
Se sentía a estas alturas un perdedor.
Llegó antes al local. Era lujoso,
amplio. Tenía una tenue iluminación y cortinas oscuras de raso bordó. Allí iban
los ganadores, con total seguridad. Ahí, él le serviría a los otros, a los que
sí sabían qué hacer con su futuro. Entró y preguntó por Don Alfredo. Así le
habían dicho, así preguntó. Enseguida llegó un hombre grande en el sentido
amplio de la palabra. Tendría unos cincuenta años y medía casi dos metros. Su
abdomen era prominente y sus entradas también. Pero tenía aire de bueno y eso
tranquilizó un poco a Tomas que sentía que su inmadurez era expelida por sus
poros. “Hola pibe”, le dijo el hombre y lo llevó hasta la cocina del
restaurant.
Las horas pasaron y su panza se ponía
cada vez más ansiosa. “Tranquilo”, le dijo a su hijo por nacer mientras que por
primera vez acarició a su pequeño a través de su propia piel. Un sollozo se le
atravesó en la garganta. Era una angustia contenida durante mucho tiempo,
demasiado. Las cosas no se suponían que iban a ser de esa manera. Se suponía
que iba a ser feliz “Hasta que la muerte nos separe”. Una lágrima se le escapó
al recordar el primer golpe que recibió por parte de quién debía protegerla y
hacerla feliz. Y ya era tarde. Luego de varias golpizas, de alejarse de su
familia, de alejarse del mundo para no ser juzgada, no tenía donde ir.
“¿Qué vas a aprender de mí? ¿A ser
sumiso como yo, a ser violento como tu padre?”. Miró a todos lados al darse
cuenta de que lloraba en público. Aunque no había nadie en la plaza a esas
horas, se sintió desnuda ante un mundo que la observaba, que era testigo de su
ingenuidad y sumisión. “Pero fui valiente y me fui”, pensó. Aunque la realidad
era que solo habían pasado unas cuantas horas y estaba desesperada y con
hambre. ¿Cómo haría con un pibe?
Tomás trató de retener cada frase
dicha por su patrón. “Vas a comenzar lavando los platos. Cuando esa tarea
termine, tenés que encargarte de sacar la basura. La cena para los empleados es
a las 12 de la noche. Si pasás la prueba de hoy, quedás contratado.” El joven
veinteañero le hizo varias veces que si
con la cabeza y luego de agradecer un millón de veces por aquella oportunidad,
fue hasta la cocina y comenzó con su tarea.
Las manos le temblaban. Varias copas
se le resbalaron aunque por fortuna ninguna se rompió. Se recriminaba la
torpeza, necesitaba el trabajo y no podía arruinar esa oportunidad.
“Relajate, todo va a salir bien”, le
dijo Clara a su panza como si eso le diera más coraje a su hijo para continuar
esperando. Aunque en realidad se lo decía a sí misma para darse valor. Comenzó
a hacer frío y ella estaba sólo con una camperita de modal. “¿Y si vuelvo?”, se
preguntó. No sería demasiado tarde. Podría mentir que había ido a lo de una
amiga. ¿Pero qué amiga? Ya no tenía ninguna. Desde que se había casado,
sistemáticamente sus amigas habían disminuido en número. Se secó una lágrima
inoportuna y miró de nuevo a la fuente de su futura cena. ¿Y después de eso? No
estaba segura. Lo prioritario era comer. El resto era secundario. Por ahora, al
menos.
Tomás terminó de lavar el último
plato y sacó la basura. La noche era clara, llena de estrellas. Por primera vez
en meses sintió que el peso sobre sus hombros era menor. Podría volver con la
cabeza en alto. Podría decirle a su mamá que había dejado de estudiar pero que
traería el pan a la casa. Le diría: “Ahora podés trabajar menos, vieja”. Y se
rio pensando que ella le corregiría: “Viejos son los trapos”. Miró el cielo,
miró la luna. Miró el vapor que salía de su boca por el frío. Y vio que alguien
se acercaba con dificultad hasta donde estaba él.
Mientras se debatía si volver a su
casa o quedarse a dormir en la plaza, Clara continuó observando la luz en la
cuadra de enfrente. Aguantaría un poco más y en una o dos horas, iría a pedir
un pedazo de pan. ¿Quién le diría que no a una embarazada? Nadie. Aun su esposo
le daría algo de comer. No a ella, sino a una desconocida que llegase
embarazada a pedir algo. Con tal de demostrar las buenas costumbres, con tal de
que los vecinos pensasen que él es buena persona, él lo haría. Sería un buen
samaritano.
Las horas pasaron, la gente iba y
venía. Ni se percataban de Clara ahí sentada, con su abdomen abultado, con su
tristeza a cuestas. La consideraban una estatua más. Un ornamento de la plaza,
del barrio. Algo fijo, algo inerte.
Clara se sintió agonizar y por ello
decidió avanzar, ir hacia su destino. Se paró con dificultad. Caminó con la
pesadez característica de su gravidez. Balanceándose de un lado para otro,
agitándose porque el bebé estaba arriba y estaba abajo y en todos lados. En
todo su ser estaba ese bebé que necesitaba alimentarse, que pujaba, que pateaba,
que exigía. Y Clara caminó como pudo y se fue acercando al lugar luminoso y
lujoso. Divisó las cortinas rojo vino. Vino tinto y caro. Entendió que si entraba
por la puerta principal no tendría chance. Debía encontrar la entrada posterior,
la de los empleados.
Rodeó la esquina y allí encontró el
fondo, el backgraund. Divisó a un joven que está sacando la basura. “Parece
macanudo”, o eso quiso creer ella. Era su oportunidad y apuró el paso. Y con
cada pisada su panza se ponía más dura, tensa. “Duele abajo”. Sintió que algo
se le desgarraba por dentro. El niño quería salir y ninguna palabra suya lo
detendría. Extendió la mano hacia el joven empleado. Le rogó con la mirada.
Tomás observó a la mujer que extendía
la mano hacia él. Vio sus ojos tristes, agonizantes. En un segundo la alegría y
la confianza que habían surgido se disipaban. En un instante se hizo miles de
preguntas y entre ellas si debía ayudar a la joven que se acercaba o entrar y
conservar aquel primer logro. Miró hacia la cocina, a su futuro, a la luz
brillante. Pensó en su mamá, en las carencias, pero su conciencia pudo más.
Atajó a Clara en el segundo en que ella caía. La llevó adentro y en la cocina del
restaurant, luego de unos cuantos pujos y ante la mirada espasmódica de sus
compañeros de trabajo, Tomás recibió en sus manos al bebé de Clara.
“¿Cómo lo vas a llamar?”, preguntó el
médico de la ambulancia mientras iban camino al hospital. “Tomás”, dijo ella con
una sonrisa.
“Bien hecho, amigo”, le dijo el jefe
ante el aplauso de sus compañeros. “Estás hecho para el trabajo”, agregó
socarronamente. Tomás suspiró y fue hasta el baño a enjuagarse las manos. Se
miró al espejo y supo que retomaría sus estudios, pero esta vez en una carrera
completamente diferente.
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