martes, 29 de diciembre de 2015

Fiebre





El grito de Marcos me despierta. El terror me recorre todo el cuerpo. Aun medio dormida me doy cuenta de sus labios moraditos, de su cabeza transpirada. Y los gritos. Enseguida le tomo la temperatura: 40 grados. ¡40 grados! Las manos comienzan a temblarme. Nunca lo vi así. Jamás. Voy a la heladera, corriendo, descalza. Abro y busco el ibuprofeno. Apenas unas gotas. Marcos llora, aúlla. Su cara está roja. “¿Qué tiene?” No sé. Me desespero como cada vez que algo le pasa. Le doy el poco ibuprofeno que tengo. “Sigue llorando”. Pienso en Tamara. Hace un año que se fue. “No me puede pasar otra vez”.

Voy al baño. Entonces me doy cuenta del frio que hace. Mucho. “No importa, tengo que bajarle la temperatura a Marcos”. Eso me dijo una vez la pediatra “No lo traigas si recién empieza con fiebre, mamá. Esperá. Bajásela. Dale un baño”; y después ¿que? Después nadie te cuenta.

Lleno el fuentón con agua. La mezclo con un poco de agua caliente y lo sumerjo hasta el cuello. Marcos grita más. “Shhh shhh”, le digo. “No llores bebé de mamá. Ya va a pasar”. Sé que el ibuprofeno es poco, pero con el baño por ahí funciona. Eso espero, eso deseo.

Comienza a llover. “La puta que lo pario”, pienso. Marcos se calma un poco. El agua le hace bien, me doy cuenta de eso. Cuando tiene los chuchos de frío lo saco y lo envuelvo en el toallón de Mickey. Ese mismo que le regaló el padre al nacer y antes de dejarme para siempre. Le tomo de nuevo la temperatura: 39. “No puede ser”. Miro el reloj: las 5 de la mañana. Voy hasta el modular y me fijo cuánta plata me queda: 25 pesos. No me alcanza para nada, lo sé. Espero un poco. Marcos comienza a llorar otra vez. Le intento dar la teta. Toma un poco pero enseguida llora de nuevo. “Bueno mi amor”, le digo mientras lo acuno en mis brazos. Intento no desesperar. Pienso otra vez en Tamara. Miro su carita roja. Me da miedo ese color. Sus ojitos hinchados, el llanto constante. De repente Marcos abre los ojos, grandes, desbocados. Veo la desesperación en su rostro de ángel. Abre la boca. No entiendo que va a pasar. ¿Le faltará el aire? Me largo a llorar mientras lo sacudo un poco intentando que reaccione. “No entiendo qué pasa. Ayer estaba bien, estaba bien”.

Nada cambia. Marcos me sigue mirando. Algo pasa. “Algo va a pasar”. Una arcada. Un vómito. Otra arcada violenta. Me vomita toda la leche. Llora otra vez. La lluvia no para. Decido salir. “Voy a pedir ayuda. Que alguien me acerque a la guardia”. Voy hasta lo de mi vecino. “Juan, por favor…” las palabras se me ahogan en el llanto. Trato de tragar saliva para que la voz salga. Lo intento una vez más. Una luz se enciende y Juan, que me ve en la lluvia, abre desesperado la puerta. “Por favor…” el entiende enseguida. “Vamos a la guardia”, me dice y me subo a la camioneta.

Pasan unos veinte minutos, que a mi me parecen 300 horas. Juan me mira nervioso. Yo sostengo la mirada al frente. Marcos llora sin parar. Un semáforo en rojo, bocinazos. Juan continúa su alocado camino. “Llegamos”, dice aliviado. “Cualquier cosa mándame un mensajito y te paso a buscar o te traigo algo”. Le hago una media sonrisa “Gracias”, digo y  me voy corriendo a la guardia. Ni le digo que mi celular está sin crédito. Ya no importa. Me siento segura.

Entro a la sala de espera. Voy hasta donde te preguntan “¿Por qué viene?” y les digo “Marcos tiene fiebre, mucha fiebre”. “Sentate y esperá a que te llamen”, me dicen. Luego de 4 horas una doctora lo revisa. Para ese entonces Marcos tiene 37 grados. Quizás la corrida, quizás el ibuprofeno. “Es viral”. Ella habla y estoy como en una nube. Me doy cuenta de que no como nada desde la tarde anterior. “Dale ibuprofeno”, continúa. “No tengo”, le contesto. “Le vas a tener que comprar”, responde. En la farmacia no hay más. La observo, sostengo la mirada. Insisto con mis ojos. Miro la vitrina de atrás, está llena de medicamentos. Ella observa el nene y como ve que no me muevo del consultorio saca un paracetamol y me lo da.

Ya son las once de la mañana. Emprendo la vuelta a casa, caminando. Hago unas cuantas cuadras y Marcos comienza a agitarse en mis brazos. “Qué pasa”, me digo y veo sus ojitos volteados hacia atrás. Se sacude, babea. Vuelvo corriendo a la guardia. Los metros se hacen eternos, el tiempo se detiene. “¡Se muere!”, grito “¡Se me muere el nene!”, le digo al policía que está en la puerta. Me abre la puerta de la guardia y me acompaña corriendo. Una enfermera me saca al bebé de las manos y se lo lleva. Griteríos por doquier. Me siento en el suelo, me agarro la cabeza. No puede pasar otra vez lo mismo. “Sólo tiene 8 meses…” Pienso en Tamara. En lo chiquito que había sido el cajoncito, en el funeral. En el padre de ella y de Marcos que no entendía que estaba pasando. Pienso en cómo me sentiría si él estuviese conmigo ahora en el hospital. Me sentiría bien. Acompañada.

Los minutos se suceden y nadie me dice nada. “¿Qué pasa con mi hijo?” le quiero preguntar a la enfermera que entra corriendo con sueros en sus manos. No me escucha o la voz se evapora en el llanto contenido. Camino de un lado a otro. Gente que entra y sale. Mi vida se diluye en la espera. Quiero a mi bebé conmigo. Quiero que Marcos se recupere.

Luego de un rato, una doctora sale. “Pasá”, me dice. Y sé que el infierno volverá a mi vida, una vez más.

Autor: Soledad Fernández – Todos los derechos reservados 2015


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