Mi mundo se
derrumbó cuando papá me envió a aquel convento. Siempre supe que éramos pobres,
pero la verdad golpeó cuando el único hombre que amé en mi vida, me rechazó por
falta de una dote.
Luego papá
murió y solo pude ser parte de ellas. De ese silencio agobiante. De la
prohibición del amor carnal. De un día para el otro la vida se me rió en la
cara y solo pude callar. Solo pude ser una paria entre las monjas que
socarronamente me hacían a un lado. Porque estaba de prestada. Porque no
pertenecía. Todo lo contrario, ellas estaban forzadas a tolerarme.
Al principio
lloré mucho. Por la injusticia de la vida, por el amor trunco, por la falta de
hombría del único ser que debió luchar por mí. Luego llegó el silencio en forma
de obligación. El voto así impuesto provocó en mí un daño terrible. La soledad
me invadió y se hizo mía. Sentí que me sumergía en un pantano de oscuridad del
que jamás saldría con vida. Y ese silencio de la boca, se hizo propio, se hizo
silencioso frío del corazón. Me convertí en una roca viviente y vagué cada día por
los inmensos parques del convento. Buscaba. Necesitaba encontrar un motivo para
seguir viviendo en esta tierra infeliz.
Los días
pasaron, la pena fue aumentando. Extrañaba mi vida, a papá y a él. Lo extrañaba
horrores y no poder decirlo era peor. Sentía un cuchillo permanente en mi pecho
y en mi estómago. En cada rincón oscuro del convento lo veía, o en realidad
ansiaba ver ese rostro pálido y maravilloso que tan elegantemente me había
rechazado. “Nada tiene que ver el amor en esto, mi querida. Por supuesto que te
amo, pero no hay forma de que estemos juntos” y esa había sido la sentencia de
muerte. La muerte de mi espíritu, de mi vida, de mi futuro.
Una tarde de
las que muda de espíritu y palabras, decidí dar un paseo. Uno más de los miles
que ya había dado. Uno más esperando a que algo cambiase. Y llegué a un rincón
del convento en el que nunca había estado. Era casi en los límites más lejanos
del bosque, donde un pequeño riacho avanzaba con el agua cristalina y el sonido
de la naturaleza a cuestas. Recuerdo que me quedé observando las piedras del
lecho. Eran doradas y los peces jugueteaban entre ellas. Recuerdo que en ese
momento extrañé tanto al amor negado que grité de pura bronca y unos pájaros
salieron volando asustados, como estaba yo, por la ausencia del mundo que solía
conocer. Y allí mismo, debajo de un árbol la visión más hermosas y maravillosa
apareció. Él, con su traje blanco, el que usaría en nuestra frustrada boda, me
sonreía.
Mi corazón
saltó de alegría y no pude más que correr a nuestro encuentro. Solo eran unos
metros, lo juro. Unos metros que semejaron kilómetros de distancia con mi amor.
Corrí sin descanso. Con la larga sotana blanca que me obligaban a usar
enredándose en mis pies. Tropecé pero mantuve mi equilibrio. Solo desvié la
mirada para saltar el arroyo que tenía ímpetu en su caudal. Entonces, al
levantar la mirada, él ya se había ido.
Lloré
desesperada. “Iván”, le grité con amargura. “No me dejes”, le rogué mientras
solo pude caer de rodillas al suelo y desfallecer.
Desperté en
el convento, en mi cama, en el momento justo en que una de las monjas cerraba
la puerta. Intenté hablar pero la voz se me hizo ronca y agónica. Miré a mí
alrededor. En mi mesita de luz había una vela encendida, un jarrón lleno de
agua y un vaso. Quise moverme para tomar agua. Mi garganta estaba seca y mi
cuerpo débil. Pero no pude moverme. “¿Cuánto hace que estoy acá?” me pregunté
pero no hubo respuesta. Sentí que mi cabeza ardía. Estaba segura de que me
había atacado una fiebre maligna. Seguramente por mi desobediencia, por emitir
un sonido intenso. Intenté recordar el momento del desmayo. Pero solo pude
recordarlo a él, a su sonrisa y su silencio.
Lo intenté
otra vez. Necesitaba con desesperación tomar agua. Pero el cuerpo parecía
ajeno. El cuerpo se había transformado en una roca pesada y no lo podía mover
ni un centímetro. Mi pecho se agitó por el miedo a estar incapacitada, para
siempre.
Intenté
calmarme, intenté no desesperar. Observé el cuarto para concentrarme en otra
cosa que no sea mi propia quietud. La penumbra era intensa, envolvente. Mis
pensamientos querían huir, fugarse a otro mundo. Pero permanecían ahí a pesar
de todo. Pensé que ese sería mi fin. Y no expiré en ese instante porque me
concentré en uno de los extremos oscuros de la habitación. Una sombra entre las
sombras, un suspiro en mi silencio. No podía creer lo que estaba viendo. Iván,
mi Iván. Estaba ahí, observándome. Le rogué con mi voz arrastrada y él se
acercó. Acarició mi frente y se sentó junto a mí.
La noche se
hizo larga, angustiante. Pero él jamás se movió de mi lado. Puso hielo en mis
labios y una venda empapada en mi frente. No quería dormirme porque temía no
encontrarlo al despertar. Pero finalmente el agotamiento venció a mi cuerpo y
caí en un sueño pesado, oscuro. Sentí que nadaba en aguas pantanosas intentando
emerger pero sin lograrlo. Todo lo que me rodeaba era negro. Excepto por un
solo punto luminoso. Intenté seguirlo. Pensé que Iván estaría ahí. Vi sus
manos, su sonrisa. Sí, era él que me esperaba. Pero el camino era largo y
doloroso. Mi cuerpo se desintegraba con cada movimiento. Mis manos se
transformaron en huesos y lo mismo el resto de mi cuerpo que vio su carne caer
hecha girones. Hasta que llegué y tomé su mano.
Y emergí de las
profundidades.
Abrí los ojos
solo para ver los rostros asombrados de las monjas. Ellas me explicaron que
durante varios días deliré. Que se turnaron entre ellas para cuidarme y que en
ese tiempo murmuraba palabras sin sentido. “Creímos que estabas poseída por un
demonio”, dijo la Madre superiora. Y lo único que pude pensar fue en Iván.
“¿Dónde está?”, pregunté ansiosa y ellas no dijeron nada. “¿Dónde está Iván?”,
grité llorando.
La madre
superiora les ordenó a las demás que salieran. Al quedar solo nosotras dos me
entregó un sobre. “Llegó el día en el que te desmayaste en el bosque”, dijo y
se fue. Desesperada abrí el sobre y leí la carta. Solo derramé una lágrima. Eso
fue todo.
Los días
pasaron mientras recuperé mis fuerzas. Cuando pude caminar sola otra vez, fui
al bosque. Busqué nuestro lugar. Aquel donde había comenzado toda esta locura y
sin pensarlo dos veces me uní a Iván. Él había partido aquel día. Se había
suicidado porque me extrañaba y nada podía hacer para recuperarme. Entonces lo
seguí como se siguen los grandes amores, los amores imposibles en esta tierra,
aunque eternos en el más allá.
Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016