viernes, 15 de abril de 2016

ESPEJISMOS






Yo sabía que algo no andaba bien. Que eso que mis ojos veían era incoherencia pura, pero ¿cómo le hacés entender a tu cabeza que eso no es real, que así no son las cosas? No hay forma o yo no la conozco. 

Lo que sucedió luego de salir de la cueva, lo defino como nube mental y es algo que no pienso repetir en voz alta nunca más. ¿Por qué? Porque es una locura. Porque van a creer que perdí la razón o que lo estoy inventando. Y la verdad no quiero pasar ni por loco ni por timador. Ni ahora ni nunca. 

Era de tarde. El sol se estaba poniendo, naranja, tibio y sin fuerzas. Sus rayos rebotaban en el hielo que crujía debajo de mis pies. Todo estaba blanco. Muy blanco. Pero a pesar de que me resultó extraño, no sentí frío. No. Había cierta tibieza en el ambiente. Una sensación casi placentera como no había sentido en demasiado tiempo. Mi cuerpo recibía aquella calidez casi con los brazos abiertos; pero mi mente, acallada por el hambre y el sueño, gritaba que eso no era coherente. Decidí hacerle caso a mi cuerpo y me persuadí de que la libertad era lo suficientemente candente como para abrazarme y hacerme sentir bien. Y fue suficiente, por el momento. 

Continué la caminata a pesar de lo bizarro de mis sensaciones. Lo que realmente me preocupaba en esos momentos era que de un momento a otro apareciese alguien y empezara a disparar. Algún enemigo rezagado. Algún coronel desquiciado y separado de su pelotón con ansias de venganza. Así que cada paso, cada avance era sumamente cauteloso. Yo guiaba. Detrás de mi, una fila de soldados desnutridos y enfermos me seguía. Estaban hambrientos. Lentos, cansados pero con cierta cuota de esperanza. 

Había avanzado unos cuántos kilómetros. El silencio a mí alrededor y entre mis compañeros era agobiante. Sobre todo luego de tanto ruido de las semanas previas. De los cañonazos que no pararon durante semanas. De tanto en tanto observaba el cielo. Sobre todo porque quizás podría caernos alguna bomba perdida. Se había vuelto gris, pesado. Lo naranja del sol apenas filtraba entre las nubes. Ahí, el ocaso nunca terminaba de suceder y eso alteraba los sentidos. Los míos, los de mis compañeros. 

Sentí que una tormenta se avecinaba. En mis huesos, en el ambiente que se tornó más cálido a pesar de que caeía nieve. Y esa disociación era difícil de sobrellevar. Fue entonces, entre mis deliberaciones climáticas y sensoriales, cuando escuché las carcajadas. Sí, dije bien. Carcajadas. Risotadas emitidas con gran exageración. Guturales y ahogadas por momentos. Provenían desde el fondo de la fila, a unos quinientos metros de distancia. Era un sonido tan grotesco que temí que nos descubriesen. Sobre todo porque en lo blanco del horizonte podría estar escondido a alguien. El enemigo o algo peor. 

 Instintivamente me di vuelta. Solo para obligar al jovial compañero a hacer silencio por el bienestar de todos. Pero lo que vi es lo que me trastocó todo este tiempo. Al principio no entendí muy bien la imagen porque un enorme destello me encegueció. Un brillo que provenía de la cara del último soldado de la fila. Me frené en seco mientras los demás seguían su cansina marcha sin prestar atención a lo que estaba pasando. Avancé o mejor dicho desandé mi camino. Fui directo al brillo que ahora tomaba un poco más de nitidez. La risa no provenía de él sino de otro soldado que parecía tener el sol en la cabeza ¡el maldito sol! 

Mis pies aceleraron la marcha. Las carcajadas aumentaron casi de forma proporcional. El del brillo estaba desnudo, sucio, escuálido y en su mano llevaba algo que también brillaba. El del sol en la cabeza de pronto cayó al suelo y ahí comenzó a convulsionar entre carcajadas y vómitos. No podía entender lo que mis ojos veían. Entonces, otro de los soldados comenzó a reír y el sol apareció en su cabeza también. El semidesnudo tenía un antifaz y danzaba un extraño baile alrededor del soldado caído y convulsionante. Me di cuenta en ese momento, que lo brillante en sus manos era una antorcha y que lo que parecía sol en las cabezas de los hombres, era fuego. ¡Una antorcha en el medio del hielo! ¿De dónde la habría sacado? Pero enseguida me di cuenta que ese no era el real problema. 

Uno a uno los soldados comenzaron a prenderse fuego a manos de este loco psicópata semidesnudo. Y se echaban a reír en el momento en que las llamas se apoderaban de ellos. Emprendí una carrera hasta este hombre para quitarle la antorcha y salvar a los que pudiese. Verlos encendidos retorciéndose era algo aterrador a pesar de las risas. Y lo más tremendo era que eso se sumaba a la calidez circundante y a la situación extraña que no encajaba en mis cabales. Quise despertar. Mientras corría me pellizqué el brazo derecho solo para corroborar que no estaba dormido. Al contrario, estaba muy despierto y aterrorizado. Mi corazón lo decía. Mi cuerpo lo gritaba: eso no podía ser verdad. Pero estaba pasando. Uno a uno mis compañeros de desgracias se prendían fuego más rápido de lo que yo avanzaba. Como si hubiesen sido ungidos en algún combustible. La antorcha los tocaba e inmediatamente ardían y reían. Se revolcaban y vomitaban.

¡No! Le grité al loco semidesnudo. Pero fue en vano. El escuálido ser humano me observó y tras el antifaz brillante pude ver sus ojos huecos, muertos. Y fue en ese momento que sentí terror. Y con el miedo, el frío apareció de pronto. Las manos comenzaron a dolerme y observé mis dedos que se tornaron azules. Entendí que estaba enloqueciendo. ¿Qué otra cosa podría ser? Y detuve mi alocada carrera. Un vapor cálido comenzó a salir de mi boca. Mi temperatura descendió con la velocidad con que mis compañeros se prendían fuego. Y pensé en que quizás si me les acercaba, aunque no podría salvarlos, podría salvarme yo con el calor del fuego que emanaba. Me dio asco aquel pensamiento pero era la única solución. Sin embargo, en cuanto yo detuve el paso pararon los incendios. Parpadeé varias veces en busca de una respuesta coherente, pero no la había. Avancé un paso y la antorcha tocó a otro hombre. Entonces, comencé a retroceder y el joven se apagó. Despacio, caminé sobre mis pasos. El frío se fue extinguiendo así como también los hombres que estaban en el piso en llamas. De a uno se apagaron y dejaron de reír. Y en cuanto me alejé lo suficiente, la antorcha del loco dejó de arder. 

El calor me abrazó otra vez. Los dedos tomaron el color natural de nuevo y la nieve cesó. Seguí caminando hacia atrás solo para asegurarme de que lo que había visto realmente había sucedido. Y mientras seguía retrocediendo uno a uno de los soldados fueron desvaneciéndose en el hielo blanco como si todo se tratase de un espejismo. No sé si todo se esfumó porque la nieve no me dejaba ver el horizonte o porque de verdad habían desaparecido de la tierra. Pero con el temor de que todo recomenzase o que me volviese loco de remate, mi retroceso no paró durante horas. Solo frené cuando el destello del antifaz ya no fue visible. 

Recuerdo que suspiré aliviado y que no quise siquiera preguntarme qué había sido todo aquello. Entonces y solo entonces di la vuelta para seguir mi caminata solitaria. Pero para mi sorpresa me encontré frente a la cueva que nos había albergado durante semanas, solo, sin provisiones. Usando una máscara brillante y vistiendo sólo unos calzones sucios y malolientes. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2016


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