sábado, 15 de abril de 2017

En el jardín de su casa







El hombre avanza con paso cansado, con el peso del mundo sobre sus hombros. A pesar de su juventud siente que ya vivió lo suficiente, quizás hasta unos días de más. La duda y la esperanza ya no lo acompañan, lo abandonaron varios kilómetros atrás. “Ella se merece que llegue”, piensa y ese pensamiento es el motor que lo mantiene en pie a pesar de todo. 

Una lágrima se escapa y se estrella sobre el pequeño. Lo carga en sus brazos a pesar de los calambres y espasmos en las piernas que le obligan a parar. No hay apuro, sin embargo. 

El sol le castiga el rostro y él está seguro de que merece ese como tantos otros castigos por venir. “¿Cómo se lo digo?”, se pregunta y le tiembla el labio inferior. “Esto es ser hombre…poder confrontar lo adverso, poner el pecho”, se convence. Lo abraza. Lo acerca aún más a su corazón y el llanto se hace incontrolable. 

Piensa nuevamente en ella. Ahora solo puede hacer eso. Hay cosas que no necesitan palabras. Como cuando le pidió matrimonio: solamente se inclinó sobre su rodilla derecha y la miró directo a los ojos. No necesitaron palabras para sentir; una sonrisa, una lágrima, un beso. Así fueron ellos. ¿Será igual ahora?

Camina un poco más y su ropa se engancha con una rama caprichosa. “El bosque nos quiere acá”, se dice. Pero sus reflejos están agotados como sus músculos y tropieza con una enorme piedra. Cae de rodillas pero logra sostenerlo entre sus brazos: “Ya no te voy a dejar caer nunca más”, piensa angustiado deseando morir ahí mismo. Quizás ese sea el lugar más propicio para perecer, pero no se lo permite. No se permite morir a la intemperie y con esfuerzo se levanta para continuar.  

El sol se pone y la noche llega. Él busca un refugio entre los árboles para sentarse, para descansar sus acalambradas piernas y quizás cerrar los ojos. Sabe que ya jamás dormirá. Que su mente no gozará del descanso onírico de ahora en más. Pero al cerrar los ojos las imágenes se vuelven vívidas: el río, el barro, los gritos. Despierta de golpe y lo abraza como si por arte del destino pudiera escapársele. Besa su frente y se levanta para seguir. “¿Sabés que cuando vi a tu mamá por primera vez supe que jamás la dejaría ir…? Sí, supe que sería mi mujer para siempre”, dice con tristeza. Aunque no está tan seguro ahora. Busca palabras, las correctas, pero sabe que no existen ese tipo de palabras. ¿Cómo decirle? Imagina situaciones en su cabeza “Perdoname Clara, no pude…”. Imagina que completa la frase. Imagina el grito de ella, el dolor desgarrador. La culpa. Imagina que todo es un maldito sueño.

El día transcurre como su caminata y el cansancio finalmente lo vence. Cae en un sueño profundo, denso. El sol es brillante, el agua cristalina corre, los peces pueden verse jugar en el fondo. Joaquín sonríe de felicidad al pescar una pequeña palometa. Él es feliz también porque ve a su hijo radiante. “La felicidad es efímera”, piensa y enseguida el cielo se cierra por inmensos nubarrones que aparecen. Una crecida enorme barre con todo, con ellos. Agua, barro. “¡Joaquín!” Es en vano. El agua los arrastra, los lleva kilómetros abajo. 

Despierta sobresaltado. Está hambriento y angustiado. Quizás todo fuese un mal sueño, así lo desea, pero enseguida ve a Joaquín en sus brazos y entiende que esa es la realidad y que aquel sueño lo va a acompañar hasta el último día. Lo abraza y se levanta para continuar. 

Atrás quedaron sus zapatillas, aunque no siente dolor. Las ampollas se le reventaron horas antes y la carne viva, expuesta, se llenó de barro y mugre. Eso pasó cuando la piel de su hijo se puso violácea.
Recuerda el día que supo que Joaquín venía al mundo. Tampoco necesitaron palabras, ni ella ni él. Solo una brillantez única en los ojos y una caricia en el vientre de Clara. “Cuidalo mucho”, fueron las únicas palabras de despedida, y un beso. “Sé que solo es un fin de semana…” Pero sus ojos estaban preocupados y esas palabras que dijo, ahora son una carga. 

Luego de varios días divisa su casa y algo en su pecho da un vuelco. Quizás sea que las especulaciones llegan a su fin, que las suposiciones y las preguntas terminan ya. Sabe que ahora empieza la realidad o quizás ahora comienza su pesadilla, la última, la viviente. Ella corre, ansiosa, con una mezcla de emociones en su rostro. Un patrullero está en la puerta porque solo era un fin de semana y todo se prolongó. “Ella merece saber”, es su único pensamiento. Clara, a unos pasos de él entiende lo que sucede. Cae sobre sus rodillas con un grito mudo. Él entrega el cuerpo del niño a su madre y ella, con Joaquín en brazos muere de dolor, ahí nomás, en el jardín de su casa. 

Autor: Soledad Fernández (Miscelaneas) - Todos los derechos reservados 2017

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