¡Cómo me habría gustado ver, conocer
a aquella mujer que había elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está
muerta! ¡Estoy poseído por el deseo…desde lejos…que han amado! La historia…me
llena el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza! ¿No debería ser eterno todo esto?
David cerró
el diario con cuidado y se quedó con ese párrafo. Ni siquiera pensó en el
origen de aquellas páginas o porqué habían llegado a sus manos. Quizás había
sido pura casualidad. Pero David no creía en las casualidades. Tampoco
cuestionaba las situaciones, ni ahondaba en las cuestiones existenciales del
universo o la vida. “Destino”, respondía cada vez que algo trascendental
sucedía. Trascendental y fortuito. Generalmente iban de la mano. “Karma” era su otra respuesta ante los
reveces de la vida. Algo habré hecho para que esto venga, se decía. Efectivamente
era una persona de pensamiento simple.
Y esta
vez no había pensado nada respecto de ese diario cuando lo adquirió en la feria
de pulgas de la ciudad. O las sensaciones que le había provocado al tocarlo en
ese puestito de antigüedades. Como tampoco pensó mucho acerca del párrafo que
aparecía legible entre el resto garabateado e indescifrable. Borroneado en
algunas partes. Tachado adrede en otras. ¿Por qué ese párrafo? ¿Por qué en sus
mano? Destino. Uno quizás retorcido.
Se fue a
dormir y de inmediato las palabras del diario empezaron a resonar, a hacerse
fuertes. A medida que el sueño se hacía profundo y viscoso, esa mujer anhelada
por el otro anónimo comenzó a tomar forma. Una cabellera larga y roja, una
palidez extrema. Unos ojos velados por el manto mortuorio del destino y la
distancia. Ella tenía algo entre sus manos, destellante, azulino, que parecía mantenerla
imperturbable en su féretro a pesar de los siglos. Quizás el origen de todo,
incluso del sueño, era divino.
David se sintió
preso de la belleza mortífera de la mujer y se acercó a ella. Acarició aquel
rostro maravillosamente sostenido a pesar de la naturaleza, de los siglos. Era
perfecta como lo son los ángeles. “Quizás sea un Ángel”, se dijo mientras su
mano recorría la cabellera enrulada que llegaba hasta la cintura. Cada mechón
de pelo rojo tenía una luz propia, particular que contrastaba con el resto de
ese ser. David sintió que parte de ella se metía en su piel, en forma de
energía cósmica de color rubí. Pudo sentir el corazón detenido, los anhelos
congelados en el tiempo. Pudo sentirla.
Continuó
recorriendo su pelo hasta llegar a las manos de ella. Y ahí estaba esa roca
extraña. Hermosa como su portadora. Tentándolo con su mera presencia. Sí, era
imposible no tocarla y él ni se cuestionó el origen del cristal. Aunque si pensó
en la relación que surgía entre la mujer y la piedra. Se preguntó si la piedra
brillaba por ella o viceversa. Imaginó que si la joven se mantenía de aquella
forma impactante, el objeto debía ser algo bueno ¿no? Y mientras pensaba,
imaginaba, maquinaba, puso su mano sobre el cristal.
De
inmediato sintió que su alma era succionada hacia un infinito, hacia un hoyo
oscuro y vertiginoso. Una carrera hacia otra dimensión o al mismísimo infierno.
Un alarido penetró su cerebro y lo atravesó como un rayo dejándolo tirado e inválido.
Atontado. Y ella, imperturbable.
Despertó
en la mitad de la noche afiebrado. Su cuerpo tembloroso estaba cubierto de
sudor frío y un aroma a muerte mezclado con perfume de mujer. La remera de
dormir estaba adherida a su cuerpo y la cama tenía impregnada su figura. Dibujada
de sudor. Oscura como su sueño. Viscosa como las palabras del diario.
Se
levantó y caminó en la penumbra. De la cama, la sombra de su transpiración tomó
forma y también se levantó. Siguió a David sin que éste se diera cuenta y desde
un rincón lo observó tomar agua. La sombra fue hasta el diario y ahí se perdió
entre las páginas ilegibles y borroneadas. David ajeno a todo, se enjuagó la
cara y se volvió a dormir. No sin antes mirar a la distancia el diario que parecía
resplandeciente y lo invitaba a tocarlo. Como ella, como la piedra. “Es la
fiebre”, pensó y cerró sus ojos.
La mañana
y el mediodía llegaron. David se sentía pesado, enfermo. Pensó que explorar los
párrafos de su hallazgo (ahora lo veía de esa manera) sería un divertimento que
lo ayudaría a transcurrir la enfermedad. Una sensación que amenazaba con
empujarlo a consultar con un médico. Terrible situación porque odiaba a los
médicos. A los hospitales y su jeringas llenas de líquidos sospechosos que
podían matar tanto gérmenes como personas. Definitivamente no iría al hospital.
“Si me distraigo un poco tal vez esto pase solo. Quizás sea una gripe fuerte y
nada más”.
Abrió el
diario y ahí estaba el único párrafo legible. Presente, titilante. Aunque las
páginas estaban más refulgentes si eso era posible y lo era en el estado de
David ¿Quién sería esa dama que provocaba un amor a la distancia? ¿La
provocadora de un deseo incontrolable como para escribir un diario y luego
velarlo a cualquiera que quisiera entender esa pasión? Le dio vuelta a la
página. Sus ojos se posaron en un enorme borrón de tinta negra. Imaginó que con
el suficiente esfuerzo mental podría desenmarañar cada letra como si se tratara
de una madeja de lana enredada. Quizás tironeando de aquí y reacomodando por
allá la clarividencia llegaría.
Con mucho
esfuerzo notó que algunas palabras sobresalían. ELLA. PELIGRO. AUXILIO. ¿Ella
corría peligro? ¿Pedía auxilio? El cansancio y la enfermedad hicieron lo suyo y
David cayó en un sueño profundo y febril.
Ella
apareció nuevamente. Esta vez, sus ojos del color del mar estaban abiertos.
Brillaban como su larga cabellera roja. Como ella en su totalidad. La joven
dama poseía ahora un brillo propio, atrayente. Hipnótico. David se acercó como
si estuviera poseído por una fuerza superior, la fuerza de un deseo extraño y
de otra dimensión. Ella provocaba un impulso en él que no podía dominar. Aunque
tampoco quería hacerlo. “Es un sueño”, se repitió al tocar aquel rostro de
mármol. Ella de inmediato lo observó. Atravesó con sus ojos cristalinos el alma
atormentada de David que ya no quiso despertar. “Me quedo acá con vos”, murmuró
y ella lo invitó a recostarse en el féretro a su lado. Sería su mortaja
también.
Un trueno
retumbó en los rincones. Las ventanas vibraron con violencia y David despertó
desorientado. Suspiró extrañando a la mujer de la cabellera roja brillante, sus
ojos, lo que ella le provocaba. Sentía un gran vacío ahora que ella se había
disipado. “no puedo estar enamorado de un sueño”, se dijo pero su espíritu
sentía un dolor, una agonía jamás sentida hasta ese momento. Aunque eso no era
lo preocupante. La enfermedad avanzaba implacable.
Nuevamente
la transpiración pegajosa brotó de cada uno de sus poros humedeciendo por
completo su ropa y sus sábanas. La sed desgarró su garganta y de inmediato fue
en busca de agua. Detrás de él una nueva sombra fue hasta el diario y se
depositó ahí, dejándolo incandescente.
Tambaleando
David volvió a la cama. Se asombró que las sábanas estuvieran secas, aunque
cuestionó su cordura debido al mal estado de su salud. Lo mismo pensó al mirar
el diario que brillaba en la oscuridad compitiendo con los relámpagos de una
tormenta repentina y violenta como la enfermedad que lo atacaba.
Con mano
temblorosa agarró el diario y observó que nuevas palabras sobresalían. ¿Sería
su imaginación delirante y febril o realmente los párrafos se iban aclarando?
Cualquiera de las opciones era preocupante para David y no supo cuál elegir.
“Su belleza hipnotizante…peligroso…deseo…sucumbir…” ella estaba en peligro,
ahora era claro como el agua. No podía permitir que el amor de su vida, la
razón de que su espíritu se sintiera completo cuando estaba con ella, pereciera
o sufriera de alguna manera. Entendió que de alguna forma debía salvarla.
Intentó
dormir ya que era la única forma de verla y por lo tanto de salvarla. Pero
afuera la tormenta se había vuelto salvaje tanto como su fiebre que ahora no lo
dejaba descansar o pensar con claridad. Se sentó en su cama con el diario en
sus manos. Rogando respuestas, invocando a la mismísima oscuridad por ayuda. “Vendería
mi alma a las Tinieblas solo por verla una vez más, por poseerla.”, pensó con
desesperación.
Su
corazón se disparó por la temperatura y su cabeza sintió que uno de los rayos
que afuera iluminaba el cielo, partía sus neuronas. El cuerpo tembló en
convulsiones y la nada se hizo presente.
Una nueva
sombra se levantó de aquella cama mientras David se volvía pálido y moribundo.
“Te necesito”, murmuró. Clamó por ella, por su belleza anónima y mortuoria que
latía en aquel diario, pugnando por emerger y apoderarse del espíritu de David.
Y él lloró por ese amor imposible. Y las lágrimas volaron a las páginas que
comenzaron a aclararse y a contar una historia de locura y de muerte.
David
escuchó entre truenos y ráfagas huracanadas una historia. La de Moriana, una
amazona pelirroja que fue castigada por los dioses. Porque ella se alimentaba del
espíritu de los hombres. Con el poder de su belleza y con ese artefacto mágico
que colgaba de su cuello, heredado de una bruja, colonizaba el alma de
desdichados y solitarios jóvenes. Las palabras del diario contaron que ese
artefacto mágico era parte de una estrella fugaz que miles de años atrás había
caído en la selva. También afirmaba que aquella mujer que lo poseyera jamás
envejecería y sería amada por cada hombre que llegara a conocerla.
Hasta que
un hechicero enamorado y maltratado se vengó de ella y la aprisionó en aquel
diario permaneciendo allí durante demasiadas centurias. Y el karma o el destino
hicieron que David lo encontrara. Y se entregara a ella.
Aquella
noche David cerró sus ojos una última vez. De inmediato, ella emergió del ataúd
y le cedió el lugar. Desesperado David besó los labios de Moriana y recorrió
con sus manos cada rincón de la piel pálida de su amada. David la deseaba con la
violencia de la espera y la separación forzada. La cabellera de ella envolvió a
David que buscaba hacerla suya sin pensar en las consecuencias de su alma, y en
el momento en que finalmente ella se abría hacia él para unirse en carne, con
sus manos transformadas en garras, arrancó el alma del joven muchacho. Horrorizado,
David entendió que las palabras del diario no eran de ella, sino de quien
advertía el mal que ahí se encerraba. De esa forma, el último aliento de David
fue a parar a Moriana que emergió del diario, hermosa y única con su cabellera
encendida como lengua de fuego, iluminando la habitación cual bosque en llamas
mientras que David yacía en la cama, sin vida, consumido e irreconocible.
Moriana
lo observó con desdén mientras que en su cuello, la porción de estrella azul
destelló como el sol en verano. Entonces sonrió libre, capaz de cualquier cosa
por ser venerada otra vez.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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