Dalia
entra y oprime el botón número 31. Detrás de ella llega, apurado, Martín y
oprime el botón 23. Dalia observa eso y un escalofrío le recorre la espalda,
pero no dice nada. Ni siquiera conoce a Martín.
Ella
se acomoda en un rincón y aguarda que el ascensor comience a subir. Mientras se
eleva lentamente, crujiendo en cada piso, Dalia observa a su compañero de
viaje. “Piso 23”, piensa.
Sus
mareos habituales se hacen presentes, como cada vez que toma el ascensor. Entonces
fija la mirada en algún punto y hoy es la nuca de él. Fijar la vista en un
punto es la única manera que tiene de no vomitar. Aunque se cuestiona que el
punto de anclaje sea en esa nuca, en la de él. “El piso 23”, se repite
agarrándose de una de las barandas. Él nota el movimiento y se da vuelta de
inmediato. Y la observa.
―¿Estás
bien?
―Sí,
si.―dice ella secamente.
Él
se queda mirándola y Dalia se siente intimidada. No puede articular palabra sin
que la náusea empeore. Aunque en realidad es más el temor propio de la mujer
que está con un extraño. Con un hombre, sola e indefensa.
―Me
llamo Martin ―dice él.
Ella
desvía la mirada de su punto, que en ese momento era el pecho de él. Mira su
rostro, sus ojos. Son sinceros, o eso le parece. Entonces contesta algo, para
cortar el hielo, para sentirse más segura.
―¿Vivís
acá en el edificio?
―No,
vengo de visita.
―Al
piso 23…
Dalia
quiere asegurarse de que no se equivocó de botón. Nadie baja en ese piso.
Nadie, desde hace años.
―Si,
¿por?
―Nada…por
nada. Es que…
―¿Hay
algún problema con eso?
Todo
cambia, abruptamente, como las palabras. Dalia percibe la dureza en la voz de
Martin. Una dureza que segundos antes no existía. Se da cuenta de que a él le
molesta que indague por ese destino, por el piso 23. Quizás él sepa algo, toda
la historia. “O tal vez sea un completo ignorante y va a ese lugar a
encontrarse con su amante”, se dice ella. Imagina cómo sería una amante de
Martín. Se imagina ella misma en brazos de él en el piso 23. Deshabitado y estéril.
Porque después de aquel incidente, todo quedó de esa forma. Rojo, seco, estéril
se pensó en el suelo escarlata y pegajoso debajo de él, de Martín. En la
oscuridad desértica de ese piso. Se sonroja y él lo nota.
La
luz parpadea y el ascensor se detiene en un entrepiso. Dalia vuelve a la
realidad bruscamente y enseguida siente que el encierro oprime su pecho. Martin
continua observándola, petrificado. La analiza completa, investiga sus
rincones. Ella siente la mirada en su piel, en sus zonas húmedas.
―¿Por
qué me preguntaste del piso 23?―dice de pronto con brusquedad.
―El
ascensor se detuvo, se detuvo. Nadie va al piso 23.
Una
luz roja se enciende. Dalia observa que la luz le da un nuevo aspecto a su compañero
de viaje, uno que la aterroriza. Tiene las ojeras marcadas como cuencos
oscuros. Sus labios afinados, crispados de violencia. Ella no entiende qué
pasa. Trata de evitar mirarlo, pero sus músculos no responden. Siente que la
violencia de él la toca, la aprisiona. En su cuello, en sus muslos.
―Cómo
que nadie va al piso 23 ―dice entre dientes―. Yo estoy yendo al piso 23.
Martin
da un paso adelante, se acerca a Dalia que aún está mareada, a pesar de que el
ascensor está detenido. Sus puños crispados, su mandíbula comprimida. Ella retrocede un paso. Ahora nota su rostro
endurecido. Le parece más grande que antes, incluso avejentado. Segundos atrás,
Dalia juraría que era un muchacho, un veinteañero como ella. Pero ahora parece
todo lo contrario. “Si pudiera ver el cabello que tiene”, piensa observando el
gorro de lana negro que cubre la cabeza de Martín. “¿Es pelado?”,se pregunta estúpidamente
ella. No puede concentrarse en nada. Ni siquiera en acercarse al teléfono de
emergencia para llamar a alguien que ayude.
De
pronto la luz cambia y el ascensor arranca. Martín retrocede, los rasgos vuelven
a ser amables, incluso eróticos. Todo se ablanda, pero Dalia tiembla mientras
siente el crujido del ascensor pasando por otro piso.
―¿Querés
bajar conmigo?
Dalia
se relaja un poco y observa el contador electrónico. Piso 17 dice. “Ya falta
menos”, piensa.
―¿Por
qué querría bajar con vos?
―Es
obvio que querés…puedo verlo en tu cara, en tu cuerpo. Te estás muriendo por
saber…
“Muriendo”,
piensa. “Qué palabra tan atinada. Quizás solo quiera asustarme. Debe saber del
asesinato. Seguramente está involucrado y viene a regodearse de que no lo
descubrieron”, se convence. “Se rumorea que cinco chicas fueron asesinadas en
el piso 23”, recordó. “¿Y si fuera verdad y es el asesino?”, se asusta. Piensa en
el cambio de aspecto. Se convence que es ella, por el mareo, por la náusea. “Al
fin y al cabo, lo de antes fue por la luz. Estaría asustado, seguramente. Como
yo”. Dalia quiere convencerse de que las intenciones de Martín son inocentes.
Aun sabiendo que bajaría en ese piso, en el que nadie bajaba nunca.
Él
se acerca. Dalia puede sentir el perfume que usa. Por un breve momento su piel
se eriza y duda si quedarse o bajar con él. Lo haría, aunque sabe que saldría
perdiendo. Ese piso solo genera fatalidad. Podría ser mentira. Podría ser todo
una leyenda urbana. Pero no se anima a romper con las posibilidades.
Él
espera, ella aguanta, y lo que surge se disipa. El rostro de Martín se endurece
nuevamente. La luz roja reaparece. Los rasgos se avejentan y Dalia tiene
pánico.
El
ascensor continúa su camino. Ya se encuentra en el 19. Rápidamente llega al 20,
21, 22. Los últimos segundos juntos se hacen interminables. Ella teme. Teme que
se quede. Teme que se baje en un piso amenazante. El ascensor se detiene, la
luz se vuelve clara. El ambiente se calma. La amenaza es externa y está
latente. Él se da vuelta, la puerta está por abrirse. Va a salir del ascensor,
de su vida, de todo lo que hizo ese momento bizarro. Entonces Dalia oprime el
botón que impide abrir la puerta y toma la mano de Martín. La puerta no se abre
y continúa el viaje con él.
Autor: Soledad Fernández
(Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017
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