La casa estaba en completo silencio.
La mañana recién asomaba por la ventana, cálida, primaveral. Era época de
hormonas alborotadas y de añoranzas de tiempos mejores. La única que estaba
levantada, como siempre era Sarah.
Su precaria salud y su insomnio crónico,
la hacían levantarse a horas disparatadas. A esas horas en donde, con la cabeza
embriagada de sueño y malestar por no poder dormir, se visualizan los sueños
que no se pudieron soñar por despertar precozmente. O eso se decía ella, cada
mañana.
—¿Cómo iba a olvidarte? ―susurró
Sarah.
No se atrevía a levantar el tono. Temía
despertar a su marido porque si eso pasaba, tendría que dar explicaciones. No
podía darse ese lujo, no quería dar explicaciones. Eran las 6 de la mañana y
sentía una agonía en su pecho, una melancolía que no iba del todo bien con la
primavera floreciente.
—No me parece tan difícil.
―contestó Richard y a ella se le produjo un vuelco en el corazón. “Cuanta
ingratitud”, pensó ella. “Si supiera lo que es vivir así”.
—Estoy en tu casa. ―contestó
Sarah intentando no llorar.
—Sí, pero con otro.
―retrucó él sin importarle el dolor que le provocaba con esas palabras.
—Pero a quien quiero es a ti.
—Pero a quien quiero es a ti.
—¿Cómo dices? ―Richard la ponía a prueba.
—A quien quiero es a ti.
Sarah no pudo más y se fue
corriendo al baño a llorar. No sabía cuánto tiempo podría tolerar esa
situación. “Quizás deba ir al médico para que me dé algo. Algo que me calme.
Que me deje dormir”. Lo descartó enseguida. Los médicos no saben de
padecimientos del corazón. Era ella quien debía tomar cartas en el asunto.
Decisiones, sobre todo. Pensó en tomar la vía fácil. Miró las tijeras en el
vanitori, desafiantes, afiladas. Miró su piel clara. Podía identificar cada
vena, cada torrente sanguíneo que la llenaba de vida. Podría cortar
inmediatamente todo.
Pero pensó en sus hijos, en
Carlos, y no pudo hacerlo.
Volvió a la cocina y notó
que su esposo ya estaba levantado. Ella le dio un beso en la frente mientras
ojeó a todos lados. Temía que se encontraran o que Carlos sospechase algo. Pero
la calma estaba en toda la casa y Sarah suspiró con cierto alivio.
Tomó mates con su esposo,
arregló a los niños para la escuela y despidió a su familia. Cerró la puerta y
sintió el abrazo de Richard. Jamás un abrazo fue como el de él. Jamás se sintió
de esa manera con nadie más que con Richard.
―Disculpame…fui muy cruel contigo
esta mañana. No sé qué me pasa.
―No podemos seguir así ―dijo
Sarah tratando de evadirlo, sin resultados y ella no pudo más que rendirse ante
él.
Sin dudarlo, sin temor a ser
descubierta, Sarah se entregó al único hombre que amó en su vida. Se entregó
completa, en cuerpo y alma, y Richard la hizo suya sin pensar en lo que pasaría
después. Ahí mismo, en la cocina. Donde minutos atrás la familia feliz
desayunaba y se preparaba para un día de trabajo y estudio, ellos se fusionaron
y se hicieron el amor. Ya nada importaba. Esa era su casa. Ella era su mujer y
los demás eran usurpadores.
Las horas pasaron y Sarah se quedó
sola y desnuda en la cocina. Acurrucada en el piso. Plegada en su angustiosa
vida, aterrada por el engaño, atormentada por Richard. “Si tan solo pudiera
olvidarlo”, pensó y cayó en un sueño profundo. “Sarah ¿Acepta por esposo a
Richard, para amarlo y respetarlo hasta que la muerte los separe?”
Sarah despertó de golpe, como siempre.
Su corazón acelerado y su piel sudorosa le recordaron que soñó con él como cada
noche. Miró a su alrededor: las 4 y media de la mañana. Estaba en su cama.
¿Cómo había llegado ahí? No quiso pensarlo aunque supo que había sido Carlos,
que ahora dormía a su lado.
Enseguida se levantó. No tenía sentido
intentar dormir, ya no. Fue a la cocina, como siempre. Pero esta vez las cosas
deberían cambiar. Ya no podía sostener esa mentira, esa doble vida.
―Necesito que entiendas…ya no puedo
más con esto, Richard.
Carlos escuchó el murmullo de su
esposa. Sabía que ella le hablaba a Richard. Siempre lo supo. Antes le
molestaba, incluso llegó a sentirse celoso. Durante mucho tiempo se repitió:
“Ella me eligió a mí. Soy el padre de sus hijos”. A veces no le alcanzaba.
Luego de un tiempo, ya no le prestó atención. Y la situación se hizo parte de
la “normalidad” cotidiana. A veces las cosas se calmaban durante meses. Pero ahora
estaba preocupado. Encontrarla desnuda, en el piso, fue algo que lo dejó
shockeado. No sólo por sus hijos, sino porque entendió que su esposa no estaba
bien. Había sido difícil, siempre. La amaba y eso los había ayudado. Pero
también sabía que había elegido a una mujer rota. Con un pasado. Con una
oscuridad que de tanto en tanto asomaba. Y esta vez, Carlos sintió que no solo
había asomado. Esta vez la oscuridad la había envuelto, la había invadido y ya
nada podía hacer para rescatarla.
Se levantó y fue en silencio hasta la
cocina; escondido la observó sin que ella lo notara. Sintió que su alma se
partía en dos al escucharla decir que amaba a Richard como a nadie en este
mundo. Se desgarró por dentro cuando la vio rogar, llorar y justificar el por
qué no podía estar más con él. Pero el
dolor se acrecentó aún más cuando la vio agarrando un cuchillo.
De inmediato salió de su escondite y
la abrazó. Entonces ella rompió en un llanto profundo, angustioso.
―No puedo más―dijo con la voz
entrecortada. ―Él no me deja, nunca lo va a hacer―se excusó.
Entonces Carlos, le quitó la
improvisada arma, y lentamente la llevó hasta la cama. Allí, la arropó y le dio
sus píldoras. Acarició su cabello hasta que Sarah se durmió. La observó
descansar, en silencio. Se debatió un rato pensando en qué hacer. Finalmente, luego
de un rato llamó a su médico.
―Sí, doctor. Soy Carlos el esposo de
Sarah. Comenzó con sus alucinaciones otra vez…
Autor:
Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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